Esclava de nadie (9 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—Es inútil seguir hablando. Su Majestad pone la fe por encima de cualquier consideración. Quiere que sus vasallos moriscos sean buenos cristianos. Y también que lo parezcan, vistiendo y hablando como tales.

Con estas palabras, los despidió.

Vieron Elena e Ibrahim cómo Muley y Castillo se encaminaban hacia la salida. Y esperaron a que se marchara el escribano que había entrado en el despacho de Pedro de Deza llevando los papeles para la firma.

Cuando el secretario se acercó a Elena, le entregó la resolución y ella pudo leerla, dijo al cañero:

—Me ordenan cesar en toda actividad como sastre.

—Era de esperar. Ahora los cristianos viejos han de hacer hueco a todos los moriscos que fabricarán la misma ropa que ellos. Y os aprietan a vosotros, los que no estáis examinados.

Mientras regresaban a casa, le preguntó Elena:

—¿Por qué nos habrá esquivado don Alonso del Castillo?

—Olvídate de él. Yo te ayudaré a encontrar algo con lo que ganarte la vida.

—Este papel me obliga a trasladarme a otro lugar.

Trató de persuadirla. Pero no cedió Elena. Estaba, ante todo, la confusión que experimentaba respecto a su propio sexo. Lo último que quería era comprometerse con un hombre. Y menos aún con Ibrahim. No deseaba verse en su misma miseria, la de Gazul o su padre, el viejo hortelano. Trataba de apartarse de ellos, que tiraban hacia abajo de sus oportunidades, para trepar hacia arriba, como Castillo. Sentía germinar en su interior la misma semilla corroyéndole, idéntico afán de ascenso social. Y don Alonso, a su vez, la rehuía por las mismas razones que ella al cañero.

Llevaba en la capital del reino de Granada el tiempo suficiente para que en su cabeza rondaran estas y otras dudas. Por un lado, aquellos esclavos, apaleados como perros flacos, ladrados de todos, sustentados apenas de pan ratonado. Por otro, los negros y moriscos que triunfaban, arrimados a los cristianos vencedores. ¿Qué ejemplo seguir? ¿De qué modo podía abrirse camino alguien como ella, que era mujer, además de haber nacido en la esclavitud?

Algo de todo esto debió notar Ibrahim en días sucesivos, adivinando tales vaivenes interiores en su empecinado silencio. Llegó a preguntarse Elena si muchos de los problemas que estaba teniendo no vendrían, entre otras razones, de que la veían demasiado con el cañero y murmuraban sobre su relación.

Así, no le dijo nada, ni quiso despedirse, cuando se fue de Granada.

Dio un rodeo para evitar encontrarse con él. Le dolía esquivar de aquel modo a una de las pocas personas que se le habían comportado. Sobre todo, en contraste con Alonso del Castillo. Porque la tarde anterior aún llevó a cabo un último intento para despedirse del que resultó de nuevo infructuoso. Los criados no la dejaron entrar en el zaguán de la casa.

Cuando salía de la ciudad, el presidente don Pedro de Deza ya había mandado pregonar la pragmática contra los moriscos por la que se les prohibían sus costumbres, habla, vestimenta, baños y zambras.

Proclamaron la orden con gran solemnidad de atabales, sacabuches y dulzainas. Entre los ministriles se encontraba el trompeta en cuya casa se asentara hasta entonces, en la cuesta de los Gomeres.

Era para ser visto el sentimiento de los moriscos al oír los pregones. Aseguraban, con amargura, que aquello causaría la destrucción del reino.

Luego, ya de camino, pudo comprobar Elena cómo cundía el descontento por ciudades y pueblos, alquerías y valles, sierras y marinas.

Mientras se alejaba de Granada, tuvo la sensación de que se avecinaban grandes cataclismos. Pero ni siquiera en sus peores temores llegó a adivinar la magnitud de la catástrofe.

S
EGUNDA PARTE
E
N LA
F
RONTERA

El hombre y cualquier otro animal perfecto contiene en sí macho y hembra, porque su especie se salva en ambos a dos, y no en uno solo de ellos. Y por eso no solamente en la lengua latina
homo
significa 'hombre y mujer', pero también en la lengua hebrea —antiquísima madre y origen de todas las lenguas—
Adán
, que quiere decir 'hombre', significa 'macho y hembra'; y en su propia significación los contiene a ambos a dos juntamente.

León Hebreo,
Diálogos de amor
. (Traducción del Inca Garcilaso de la Vega).

Z
AHARA

S
alpicaba la sangre, tiñéndolo todo de un rojo intenso. Boqueaban las presas, desesperadas, los ojos encharcados, redondos y fijos, obnubilados por el terror. La algarabía de los hombres, gritando sus apodos, se mezclaba con el chapoteo de remos y coletazos, las aguas agitadas, el hervor de espumas. Al arrear las redes se recrudecía el chillado de las gaviotas, revoloteando ansiosas bajo el sol de junio. Y la luz, destellando en las escamas, se endurecía en los arpones y bicheros que erizaban las barcas, para hundirse en la carne con chasquidos sordos.

A Elena de Céspedes le aturdía aquella violencia. Los atunes que ya habían entrado en la trampa eran arrastrados hasta la playa acotada por las dos torres vigías. El capitán de las almadrabas caracoleaba con su caballo, dirigiendo la sacada desde el centro de aquella red extendida como una enorme U de cáñamo, cuyo lado abierto daba a la costa. Desde lo alto de su montura jaleaba a los hombres para que tirasen de los cabos de arrastre con todas sus fuerzas. Y ellos tensaban las piernas en la arena, sudando y resollando entre bufidos, aplicándose a los tirantes terciados en bandolera sobre el pecho.

Acorralados contra la playa, los enormes peces rompían en sacudidas cada vez más exasperadas. Los arponeros se aventuraban para alancearlos esquivando los aletazos, capturándolos con sus garfios, arrastrándolos a la arena. Allí agonizaban entre espasmos y alaridos que en algo recordaban el mugir de los toros. Hasta ser degollados por los puntilleros con un preciso corte en las agallas.

Las piezas más menudas las transportaban sobre los hombros. Otras eran tan grandes que requerían una carreta para llevarlas hasta el castillo, a donde ahora regresaba Elena.

Sorprendía aquel inmenso palacio, perdido en medio de playa tan solitaria. Algunos se extraviaban al recorrer las interminables estancias, capaces para una treintena de barcos de pesca; los vastos salones abovedados, donde se guardaba la sal; las piletas de los despieces y salazones; los establos, almacenes y talleres; las cocinas, hornos y comedores; las oficinas de administración, dormitorios y amplísimos patios.

En uno de ellos, sumido en incesante actividad, trabajaba la mulata. Pendían los atunes de recias perchas, para limpiarlos y hacerlos cuartos. Docenas de mujeres se ocupaban en el troceo, extrayendo largas tiras del lomo y tendiéndolas al sol hasta convertirlas en sabrosa mojama. El resto se salaba y era envasado por los toneleros para su acarreo. Se confundían allí acentos de gentes venidas a las subastas desde toda España. Y cada día cambiaban de mano centenares de ducados.

Volvió la mulata a la sombra, al interior de una de las estancias abiertas al patio. Y reanudó su trabajo, abandonado por un momento para ver la sacada de la pesca. Estaba remendando una red cuando, a través de la puerta, vio pasar unos arrieros moriscos que se disponían a partir con su carga.

Le llamó la atención, en especial, uno de ellos. Inconfundible: lo había visto años atrás en Vélez Málaga, tratando en secreto con Gazul. Por aquel entonces, ajenos a la presencia de la pequeña mulata, los dos hombres escondían libros entre los barriles de salazones. Pudo comprobar luego que los volúmenes estaban escritos en arábigo.

Seguramente los traían desde el otro lado del estrecho, introduciéndolos en los toneles para llevarlos hasta las poblaciones del interior sin levantar sospechas. Se preguntaba ahora si no sería aquélla alguna organización clandestina. Le apenaba no haberse podido despedir en su momento de Gazul, por su precipitado regreso a Alhama. Y ya se disponía a acercarse a los arrieros para preguntarles por él cuando oyó un grito a sus espaldas.

Al volverse vio a una joven hermosísima. Y rica, a juzgar por su vestido. Nada que ver con aquellas gentes modestas que remendaban redes. Menos aún con la desastrada concurrencia que por allí menudeaba. ¿Qué podía hacer alguien tan principal en semejante lugar?

Reparó en lo que sucedía, la razón de su grito. El vestido se le había enganchado en un garfio, rompiéndose. Parte, por un desgarrón, y parte, por deshacerse la costura. Toda una pierna quedaba al descubierto, mostrando una hechura perfecta, la deslumbrante blancura del muslo, aún mayor por su contraste con las pieles atezadas de quienes la rodeaban.

—¡No puedo salir así al patio! —se lamentaba la joven.

Y miraba en torno suyo, pidiendo ayuda.

Acudió una vieja más fea que todas las tentaciones de san Antonio juntas y en tropel. Tan llena de afeites que mal podía ser remendadora de redes. Elena la conocía vagamente. Era una de aquellas costureras que solía hacer rancho aparte con lavanderas y mujeres de mala vida. Siempre andaba picoteando aquí y allá, como gallina que escarba las inmundicias del corral. Se la tenía por alcahueta que lavaba y cosía para las putas traídas por un rufián desde Jerez de la Frontera. Ellas andaban a otra repesca, atentas a lo que cayera durante los dos meses de la temporada del atún.

Sacó la vieja su aguja y se aplicó al vestido de la joven, tratando de enmendar el entuerto para que, al menos, pudiera salir al patio con cierto decoro, como parecía exigir la calidad de su persona.

Pero no lo hacía a su satisfacción, pues le gritó con vivo genio:

—¿No ves que estropeas este paño, que es del más fino?

Y de un tirón apartó la falda de la zurcidora.

Se atrevió Elena a acercarse, tomar la aguja de manos de la vieja y preguntar a la joven:

—¿Me permitís, señora?

La miró ella de hito en hito.

—Y tú, ¿quién eres?

—Alguien que desea serviros.

—¡No me digas! Veamos si sabes cómo se trata esto.

Recogió su falda tendiéndole la pierna como un desafío, para que ajustara a ella la costura.

Al tentar el delicado contorno, la piel tan tibia y suave, sintió Elena el mismo tirón en sus partes que había experimentado en ciertas ocasiones al ver a algunas mujeres hermosas, como Brianda.

A las pocas puntadas se echó de ver la destreza de la mulata, que tan a menudo le alababan. Nada dijo la joven, la dejó hacer.

Cuando hubo concluido, dio un revuelo a la falda y, tras encontrarla bien acabada, examinó la costura. Salió luego al patio, para recorrer el zurcido a plena luz. Y, después de un examen minucioso, dictaminó:

—En verdad eres buena con la aguja. Imposible distinguir lo que acabas de hacer del trabajo del sastre. Al verte con esa vieja te había tomado por una de las putas que andan sueltas por aquí. ¿Cómo has venido a parar a este lugar?

—Soy natural de Alhama, desde donde marché a Granada, que luego dejé para trasladarme a la costa. Estaba en Motril, buscando en qué ocuparme, cuando fueron a recogerse allí estas buenas gentes que veis aquí. Venían en barco desde Alicante, con esparto y cáñamo para las redes. Les había cargado un tiempo tan fuerte que dieron al través. Y necesitaban un refugio donde esperar algún buque de guerra para seguir su viaje por mar. Se habían visto acosados por piratas berberiscos, temían que los capturasen y acabar cautivos en Argel o Tetuán. Cuando supe que se dirigían a Zahara, a la pesca del atún, les pedí plaza en su nave.

—¿No desconfiaron? —Al hacer la pregunta, la joven se pasó la mano por la cara en un gesto que no podía ser más explícito.

—Si os referís a mi color y marcas en el rostro, les di puntual cuenta de quién era yo, les enseñé la carta de liberación que me otorgaron y me ofrecí a pagar el viaje. Al saber que había sido tejedora y sastre me ofrecieron unirme a ellos, pues trabajan a destajo y todas las manos son bienvenidas.

—Deben de ser de lo poco decente en este asentamiento. Ya hay aquí más de mil personas, cada cual más recomendable. No creo que se junte ahora mismo en toda España un campamento con tal cantidad de maleantes y fugitivos de la justicia. Dime la verdad, tú, ¿a qué has venido?, ¿a por atún o a ver al duque?

—Sólo a remendar redes. No tengo otra aspiración.

—Pues poca es, que aquí la que no pasó por la cárcel estuvo en la mancebía.

—Soy una mujer honrada —dijo Elena, muy seria.

—Escúchame, no seas tan orgullosa. Basta oírte hablar para saber que eres más instruida que estas gentes. Aquí sólo soy una invitada del joven duque de Medina Sidonia. Pero mi marido y yo pronto regresaremos a Sanlúcar de Barrameda, donde tenemos casa. No te faltaría trabajo. La temporada está viniendo aún mejor que la pasada, cuando casi se alcanzaron los cien mil atunes, que rentaron ochenta mil ducados. Todo esto trae mucha riqueza, pero no aquí, sino en Sanlúcar, donde viven los duques. Allí es donde está el dinero, y ganarás mucho más.

—Señora, tengo un compromiso con esta gente.

—Yo lo arreglaré —la interrumpió—. Hablaré con ellos y lo entenderán.

—Os lo agradezco. Aunque temo no dar la talla.

—Hazme caso y no seas melindrosa. Sé bien cómo funciona este negocio de los vestidos. Mi marido es comerciante en paños.

Y como viera que Elena aún dudaba, añadió, imperiosa:

—Saldremos en cuanto los vientos sean favorables para navegar. Ya hemos enviado un mensaje con el palomero del castillo para que lo vayan preparando todo en Sanlúcar. ¿Dónde te alojas?

Señaló Elena una de las estancias del patio.

—Recoge tus cosas y preséntate en la torre de Levante. Pregunta por mis criadas, que andan ya haciendo los baúles. Di que vas de parte mía, Ana de Albánchez. Toma. —Y puso en su mano cinco monedas de a real—. Esto es sólo un anticipo.

Elena se apoyó en el quicio de la puerta viendo cómo se alejaba aquella hermosura, con un donaire que levantaba miradas de admiración a su paso.

Ya iba a regresar a sus redes cuando sintió un fuerte tirón en el pelo y una voz que le gritaba:

—¡Dame esos reales, maldita puta! Ese es mi sueldo y me has quitado la aguja de las manos.

Era la vieja costurera. Elena se volvió hacia ella y la apartó de un manotazo:

—Si tienes algo que reclamar, habla con la justicia mayor o alguno de sus oficiales.

Echó mano a su halda la alcahueta, sacó las tijeras que allí llevaba y las blandió contra ella mientras le decía:

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