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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

Esclava de nadie (12 page)

BOOK: Esclava de nadie
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—¿No tenéis problemas con el corregidor?

—Él sabe que este negocio tira de muchos otros, y que animamos el gasto en comida y bebida. También nosotras dejamos buenos dineros en habitaciones, trajes y regalos. Damos trabajo a criados, cocineros, peluqueros, arrendadores y taberneros.

Entraron las que llegaban, con gran barullo. Hicieron un saludo distante, se sentaron lejos, pidieron vino, unas aceitunas gordales, algún entremés para engañar el hambre. Y siguieron disputando. Era oírlas y no creerlas, por lo asentadas que estaban en su vocación:

—Si te has de dar a la mala vida, que sea con honra —dijo una—. No como esos que se presumen ladrones por hurtar un cebollino al hortelano o el trompo a un muchacho.

—Por algo hay que empezar —le contestó una compañera—. Quien se entretiene robando camisas es porque espera levantar capas, a lo menos.

—Al fin, ¿no fue la Magdalena de este oficio? —apuntó una tercera, más devota al parecer—. Digo, tan gran puta como yo y aún más. ¿Y no la absolvió Nuestro Señor?

Fue así, escuchando a aquellas mozas de partido, como Elena oyó hablar de Sietecoños. Le explicó su compañera de mesa que era un rufián famoso, que no estaba en el lugar pero se le esperaba en breve para la vendimia, con sus pupilas. Se atrevió a preguntar la mulata a qué se debía aquel apodo.

—¿Pues a qué ha de ser? —le respondió la Zambrana—. Que son siete las putas que pastorea: la Caspas, la Perdición, la Fajarda, la Ceuta, la Caoba, la Entrecejos y la Canóniga.

Al advertir su sorpresa por el último nombre, añadió:

—La llaman así porque un canónigo le puso casa y la mantiene retirada del oficio. Aunque puta sigue siendo, por mucho que la zurzan a indulgencias. El caso es que a Sietecoños le falta una pupila, y anda buscando con quién cubrir el flanco que le deja la Canóniga.

—¿Y tú?

—Yo no aspiro al puesto, estoy más vendimiada que cepa en carretera. Además, ya tengo mi propio rufián.

Notó Elena que decía esto último con un deje tan triste que a punto estuvo de echarse a llorar. Y se marchó para que no la vieran en tal pesadumbre.

Quedó así la cosa aquel día. Y al cabo de algunas semanas estaba Elena una noche en la misma cantina cercana a la cárcel, sentada a la mesa con su nueva amiga, cuando le dijo la Zambrana:

—Aquí viene Sietecoños con su alcahueta, estate prevenida.

—¿Por qué?

—No sé quién de los dos es peor. Más vale guardarse de puta vieja que de tabernero nuevo. Ésa siempre va atravesada, como las moscas, que cagan negro en lo blanco y en lo blanco negro, y ése es misterio que no se lo salta un teólogo.

Cuando entraron ambos, vio Elena que aquel rufián no era otro que Heredia, al que conociera en Zahara de los Atunes. Y la alcahueta, la vieja con la que se peleara allí, a la que dejó contra el suelo envuelta en una red.

Fue ver a la mulata y abalanzarse contra ella, amenazándola:

—¡Por fin te tengo, aquí mismo te he de matar!

Mientras la otra la insultaba, mentándole los linajes y desenterrándole todos sus muertos, no le costó mucho a Elena mantenerla a raya contra una pared. Quien le preocupaba era el rufián, pues había visto su terrible eficacia con la espada.

Cuando la alcahueta la señaló, explicando a su amo quién era ella y lo que hiciera en Zahara, él la miró de arriba abajo. Durante unos instantes la sopesó con la mirada, que a la legua se veía experta. Y peligrosa. Reparó Elena en el estoque que llevaba en su talabarte. No hizo aquel hombre ningún amago de tomar el acero. Pero bien sabía que no lo necesitaba, por su rapidez y destreza con los mandobles. Se tentó el muslo derecho por detrás, donde llevaba un puñal bajo la falda. Nunca se separaba de él.

Para su sorpresa, fue el propio Sietecoños quien apartó a la alcahueta y le ordenó que dejase de chillar. Luego añadió, apuntando con el dedo a la mulata:

—¿No buscamos una nueva pupila?

Sintió Elena que se le encendía la cólera. Y en tales ocasiones y ferocidades hasta ella misma se temía. Trató de controlarse. Estaba allí en destierro. Cualquier pelea sería aplicada en contra suya y en descargo de su oponente. Mordiéndose la lengua, se mantuvo callada.

Pero Sietecoños no era de los que admitiesen ser ignorados en sus preguntas. Y tiró a dar todavía más a derecho:

—Harás buenas migas con mis otras seis. Y en especial con la Ceuta, que también es morisca, y fue esclava.

Esta vez, Elena se aseguró de que el puñal salía de su funda, por debajo de la falda. No lo advirtió el rufián, quien señalaba en ese momento los herrajes de su rostro. Y al ver que la mulata seguía dando la callada por respuesta, quiso provocarla abiertamente:

—Ese silencio es como el de los niños cagados, que indica mierda. Aquí está prohibido que la basura ande fuera de los muladares y que los esclavos estén por las calles después del toque de la campana, en que deben recogerse.

No se pudo contener. Con la rabia en el rostro, los ojos encarnizados, le contestó, partiendo las palabras con los dientes:

—Yo no soy esclava de nadie.

Sabía bien que, llegada la pelea, debía tomar la iniciativa. Sacando el puñal, le tiró al rufián un refilón tan certero que le tajó toda la cara, atravesándole las narices y ciñendo ambos carrillos.

Nadie se esperaba aquello. Fue grande el brotar de la sangre. Y la furia de Heredia tal que Elena lo habría pasado muy mal de no acudir presto los vigilantes de la vecina cárcel, avisados por su nueva amiga. Ellos la prendieron y llevaron consigo.

No la trataron mal allí dentro, que aquella comadre y el tabernero declararon en su favor contando lo que habían visto: cómo la mulata fue provocada varias veces a pesar de rehuir la reyerta.

—¿Cómo se te ocurre apuñalar a Heredia? —le reprochó la Zambrana—. Le han tenido que dar diecisiete puntos en la cara. Y gracias a Dios que estás aquí, que ahí afuera no durarías viva ni una hora.

—Él me ofendió de todos los modos posibles.

Su nueva amiga la contradijo:

—No lo verá así él, que te estaba ofreciendo trabajo y le atacaste. Y no están acostumbrados a que ninguna mujer les haga frente. Antes bien, tendrías que ver lo apegadas que les son ellas, por mucho que las maltraten.

Dijo esto muy sentida y entre hipidos. Luego se marchó, y no entendió Elena lo que le pasaba hasta que a los pocos días la vio venir a la cárcel muy recogida, con traje de duelo, como si fuera una esposa ya en trance de viuda. Traía ropa para su galán, toda muy compuesta. Camisa nueva con el cuello bien almidonado, jubón, coleto de ante y un calzón de terciopelo azul forrado en tela de plata, tan acuchillado que más parecía escaramuza.

Entró la Zambrana recogiéndose con la mano la falda que le impedía el andar ligera. Y daba grandes voces diciendo:

—¡Que nadie me detenga! ¡¿Dónde está el sentenciado de mi alma?!

Preguntaba por su rufián, a quien el barbero estaba pelando y rapando, pues había sido condenado a la horca. Y él la recibía con no menos alboroto. Luego, le iban poniendo las insignias que manifestaban la naturaleza de sus delitos para llevarlo a justiciar a los cadalsos. Y al verse en tal trance, el hombre ponía la voz hueca, como de bóveda, encomendando a su manceba que le cuidara los restos tras la ejecución:

—Encárgate, leona mía, de este cuerpo que siempre te ha servido como mejor supo. Yo tendré las manos atadas al subir al asno en que me lleven, de modo que aderézame la camisa si se descompone. Y llegado al estrado, cuida de limpiarme las babas si las tuviere, por no estar con tan mal visaje a la vista de todos.

Volviéndose hacia el capellán, añadió aquel cuitado:

—Y vos, padre, cuando hayáis de consolarme no andéis prolijo: un poco de credo y acabemos presto. Que no son esos momentos para grandes doctrinas ni las misas aprovechan a los condenados aunque las diga el Papa.

Luego se volvió de nuevo hacia su dama. Y haciéndose los bigotes y la barba con más dignidad que el mismo Cid Campeador, prosiguió:

—Alma mía, conciértate con el verdugo que no me quite la camisa ni deje mi cuerpo expuesto en cueros vivos. Y paga también a una de esas mujeres que adecentan estos lugares, por que me limpie aprisa y no me quede como otros pobretones, con los calzones sucios en medio de la plaza.

A lo que ella, dando voces para ser bien oída, contestaba:

—¡Hasta en la muerte es limpio y pulido mi bien!

Pasó aquello. Colgaron al rufián. Y la Zambrana volvió un día a la prisión para prevenir a Elena:

—He sabido que te van a soltar. Y vengo para decirte que Heredia ha jurado matarte en cuanto salgas. Le va en ello el sustento. Porque ¿cómo obedecerán sus pupilas si consiente en que lo acuchille una simple mujer sobrevenida?

—¿Y el corregidor?

—No moverá un dedo. Heredia le consigue las putas gratis.

—Hablaré con el alcaide para que me libere de noche, antes de que amanezca.

—No llegarás muy lejos. Saldrán en tu persecución, y antes de que te des cuenta estarás mascando barro en una mala fosa.

—Me vestiré como varón.

—Está prohibido. Te volverán a meter en la cárcel si te descubren. Y no te será fácil hacerte pasar por hombre. El cántaro que contuvo algo conserva el olor durante mucho tiempo.

—¿Qué me importan esos peligros? Ahora he de salvar la vida.

—Vale. Yo sólo quería avisarte. Pero si sigues en esas ideas te ayudaré, que harta ropa dejó mi hombre, con lo presumido que era. Y así será de alguna utilidad.

La soltaron antes del alba. Su aliada la llevó a casa, donde le consiguió calzas, calzones, jubón y un sombrero de ala ancha que la guarecería del sol y la lluvia, encubriéndole el rostro.

También la ayudó a fajarse los pechos con una venda, para que no se le notaran bajo la camisa. Recortó aquí con la tijera, ajustó allá con la aguja, le retiró los pendientes de las orejas y le cerró los agujeros con cera de color encarnado. Así fue como, dejando los hábitos femeninos que hasta entonces había llevado, abrazó los de varón.

Mientras la Zambrana le cortaba el pelo, le preguntó Elena:

—¿Cómo hay que hacer para parecer un hombre? Me refiero a cuando están ellos con una mujer.

—Bueno, las mujeres queremos a un solo hombre para todo, mientras que los hombres desean a todas las mujeres para una sola cosa. Ya puedes imaginarte cuál.

—¿Y qué será de ti ahora en Jerez, sin nadie que te proteja?

—Alguien lo hará. Intentaré no acabar con Heredia, y que Heredia no acabe conmigo —aseguró con un deje de tristeza.

Al escuchar su respuesta, reparó en que a la Zambrana ya no le quedaban muchos años para continuar en aquel oficio con el que tan cruel se mostraba el paso del tiempo. Y también de la suerte que correría si el rufián averiguaba su ayuda en la huida.

Se despidieron antes de que rayara el día.

—Nos veremos —aventuró Elena.

—Eso le dijo un ciego a otro al tomar cada uno por un camino.

—Todo es andar a tientas. Poco importa que sea con faldas o calzones.

En cuanto se sintió a salvo, quemó la carta de liberación otorgada por su amo en Alhama, que hasta entonces le sirviera de salvoconducto. Mientras la veía arder en la hoguera quiso creer que escapaba de otra cárcel, de su condición de mujer, otorgándose con ello una segunda libertad. En adelante sería varón, llamándose Céspedes, con el solo apellido.

M
ONFÍ

N
o le resultó fácil moverse como un hombre, con pasos largos, zancadas enérgicas, decididas. O correr como ellos, sin juntar las rodillas, al modo en que lo hacían las mujeres. Fue entonces cuando advirtió el gran número de costumbres que dependían del sexo. Desde que se despertaba, todo debía someterse a él: el modo de hacer sus necesidades íntimas o vestirse, sus reacciones ante esto o aquello, el mostrar u ocultar los sentimientos. Hubo de rehuir la familiaridad con que venía arrimándose a las mujeres, aprender a estrechar la mano de forma rápida y con fuerza… Cada gesto, cada movimiento adquiría ahora otro sentido.

Ensayó en lugares apartados, ante su pequeño espejo. Pero éste resultaba minúsculo para tan mayúsculos propósitos. Le costaba imitar aquellos ademanes duros, secos, a trompicones. Aquella violencia en el decir y proferir, su modo de gesticular, su bravuconería. Aquel despatarrarse que ahora entendía mejor, al llevar calzones, pero no antes, al ser mujer, cuando de un modo instintivo tendía a cerrar las piernas.

Claro que eso no le servía de nada cuando entraba en las poblaciones. Cualquier tropiezo le hacía temer lo peor: encontrarse con alguien que reconociera en él a la Elena que fuera, o los perros que le ladraban, oliéndole el miedo. Se sentía como la primera vez que le vino la regla: cuando salió a la calle estaba convencida de que todo el mundo se daba cuenta. Pues ahora era igual.

Pensó al principio que no sería problema para una mujer construir un hombre, al ser ellos más toscos y de una pieza. Creyó que bastaría con volverse más dura, más fuerte, más zopenca. Pero a la larga hubo de admitir su perplejidad. Lo que fue descubriendo la dejó primero sorprendida; luego, consternada; y, finalmente, en la más completa desorientación. No era posible componer al varón sin aquella inseguridad que les latía dentro de su coraza. Todo lo que sus aparatosas fachadas bloqueaban por dentro, constriñéndolos tanto como a las mujeres sus vestidos.

Poco seguro de sí mismo, y por precaución, Céspedes hubo de rebajar su edad para que lo tomasen por mozo barbilampiño y así justificar mejor su voz.

En estas cuitas, se había ido acercando a la vecina Arcos de la Frontera. Allí, no atreviéndose a entrar en la población, decidió buscar algún trabajo en las afueras, donde sería menos probable un mal encuentro.

Vio a un labriego que escardaba sus campos y se llegó hasta él para pedirle trabajo. Le ofreció el campesino ser mozo de arado. Y así se estableció con él por el techo, el sustento y una modesta paga.

El amo no resultó malo, pero sí el trabajo. Suponía levantarse con el sol. Y hasta que éste se ponía todo era apretar y trotar tras la yunta de bueyes, dejándose en la mancera la piel de las manos, pronto encallecidas. Todo por algunas monedas de poco valor, puras calderillas. Pues era su patrón de esos que tienen boca de miel y manos de hiel, que primero amagan franqueza y liberalidad, con mucho toldo y larga arenga de promesas, pero luego dan con avaricia. Y sólo se le ofrecía a la genovesa, como esos que en llegando a su casa te dicen: «Ya vuestra merced habrá comido y no tendrá necesidad de nada».

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