Supo Tizón que había padecido por ello regañinas del avariento párroco, que no quería gastar leña para calentar a un extraño. Y apreció más aquella palangana que le entibiaba la recluta.
Gracias a esta proximidad en el trato supo que el capitán don Luis Ponce de León vendría a Arcos con una partida de dinero para pagar a los alistados, mientras el alférez se adelantaba al vecino pueblo de Villamartín, donde pensaba enrolar a los restantes hasta completar la compañía:
—Así ganamos tiempo. No conviene que estas levas duren más de tres semanas. Seríamos una carga en los lugares que han de alojar a los soldados.
Con esto, terminó de conocer Céspedes lo que necesitaba para sus planes. Y cuando Tizón se despedía, agradecido por las atenciones dispensadas, le preguntó:
—Elena, ¿puedo hacer algo por vos?
Ella le respondió:
—Un hermano mío está en el monte, donde ha ido a por leña. Volverá mañana. Él siempre ha querido alistarse. ¿Podría sumarse a vuestros hombres en Villamartín?
—Si reúne las condiciones, tenéis mi palabra. Decidle que no tarde más de tres días en presentarse.
—¿Qué debe llevar?
—La vestimenta ha de ser fuerte: unos zapatos o botas resistentes, calzas gruesas, calzones recios, dos camisas abrigadas, un capote y sombrero de fieltro de ala ancha que lo proteja del sol o las lluvias. La ropa, holgada, para mejor moverse. Pero sin adornos ni pieles, que crían pulgas y otras alimañas menudas.
Cuando regresó a casa, Céspedes se puso a la tarea de inmediato. Se armó de tijeras, hilo y aguja. Tomó una basquiña de paño grueso y confeccionó con ella unos calzones. Al día siguiente, convirtió en ropilla y polainas un faldellín que llevaba debajo. Otro tanto hizo con las telas que encontró más apropiadas, hasta que al anochecer se hallaba vestida de hombre. Sacó su espejo y se recortó el pelo a trasquilones. Luego, se echó a dormir.
Despertó antes de cantar el gallo. Se llegó hasta la cocina, donde tomó media hogaza y una pierna de carnero bien cocida. También, una bota de un muy gentil vino que allí reposaba sin que nadie le dijera chus ni mus y que le haría gran amistad en tan apretadas necesidades como iba a pasar.
Fue abriendo puertas y emparejándolas con mucho sigilo. En la última dejó un escapulario, al que quiso uncirla el cura. Salió a la calle, confundida al principio sobre cuál sería el mejor camino. Estaba la población a oscuras y en silencio, sólo roto por los ladridos de algún perro, de quien su persona iba siendo notada. Llegó a las afueras, hasta dar en un castañar. Esperó allí el amanecer. Y, deseando alejarse sin tardanza, empezó a trasegar leguas y pasar caminos hasta llegar a Villamartín.
H
alló los contornos guardados, las sendas prevenidas. Dio con la compañía del alférez Tizón en un castillo emplazado en sitio fuerte para batalla, aunque al presente flaco de muros.
Mientras entraba en el recinto calculó las dificultades que ahora se le ofrecerían. No le quedaba otra. Tenía que alistarse en un lugar donde no la conocieran, haciéndose pasar por su supuesto hermano. Ninguno de los vecinos de Arcos que allí pudiese haber estaría en condiciones de desmentirlo, por no conocer su vida ni parientes. Y harto se le alcanzaba que aquel recurso de rematar la leva del distrito en Villamartín lo había calculado Tizón muy de propósito. Para que acudieran gentes que en sus poblaciones de origen no querían ser advertidas entre las filas del banderín de enganche.
Estaba el alférez muy atareado, organizando la recluta. Y Céspedes no quiso interrumpirlo, poniéndose a la cola de quienes esperaban ser alistados.
Le preocupaba su propio aspecto. En hábito de hombre, y tan lampiño, no aparentaba sus veintitrés años. Más parecía un muchacho que no hubiese cumplido los dieciocho. Quizá fuese un problema. En un principio, Tizón trataba de mantener el límite de edad entre los veinte y los cuarenta. Pero a medida que corría la hilera y escaseaba el tiempo, iba ampliando aquel abanico de los dieciocho a los cuarenta y cinco.
El alférez no ocultaba su decepción ante muchos de los candidatos. Sin embargo, y con el apremio, terminó conformándose con no contaminar demasiado su compañía de rufianes y fulleros.
Cuando le llegó el turno, notó la sorpresa de Tizón al verle. Se adelantó a sus palabras, presentándose:
—Soy el hermano de Helena. Creo que ella os habló de mí en Arcos.
—Escribid «Céspedes» —ordenó el alférez al alistador—. ¿Natural de…?
—Alhama de Granada.
Tras declarar el resto de su filiación, dictó Tizón sus señas:
—Pelo negro, mediano de cuerpo, piel morena de color membrillo cocido, la boca y la nariz grandes. Lampiño. La oreja izquierda hendida un poco a la punta de ella. Una señal en el hoyo de la barba, debajo del beso. Y en los carrillos dos cicatrices: en la derecha una curva a modo de ese, y en la izquierda un trazo recto.
En ese momento, una voz le interrumpió:
—Esperad un momento.
Alzó la vista Céspedes para observar a quien así procedía. Le pareció conocerlo, pero no lograba recordar cómo ni dónde, ni quién era. Ya entrado en años, gastaba una media melena que habría sido entrecana de no teñírsela. Y que le habría otorgado un aspecto noble, leonino, de no ser por otros indicios del rostro. Parecía recién llegado al campamento, pues aún se parapetaba tras rica armadura, más acorazado que un reloj.
—¿Qué sucede, señor? —dijo el alférez.
—¿Vais a alistarle? —se interesó, señalando a Céspedes.
—Ésa es mi intención.
Mirando al candidato de arriba abajo, le preguntó:
—¿Cuál es vuestra edad?
—Veinte años.
—Yo no os hago los dieciocho —le contradijo aquel hombre. Y dirigiéndose a Tizón, añadió—: Es demasiado joven.
No costaba mucho entender la incomodidad en que se veía el alférez, desautorizado tan en público. Pero Céspedes no calibraba la jurisdicción que el recién llegado tenía sobre él.
—Señor —le contestó Tizón, tratando de contener su contrariedad—, estoy siguiendo las instrucciones de don Luis Ponce de León. Vamos retrasados en la recluta y aún andamos faltos de hombres. La fila que aquí veis es todo lo que nos queda antes de salir para unirnos al ejército del virrey de Granada, marqués de Mondéjar.
—Sé bien quién es el virrey, el título que tiene y el ejército que manda —lo interrumpió aquel hombre con gesto agrio—. ¿Pretendéis contradecirme?
Ya aquí empezó a adivinarse la cólera del alférez. Sin embargo, debió pesar más su sentido de la disciplina, porque so limitó a replicar:
—No, señor, no es ésa mi intención. Sino que me permitáis dejar este caso en suspenso hasta que llegue acá don Luis Ponce, y entretanto pueda yo proseguir con el alistamiento.
Asintió el recién llegado de mala gana. Y el alférez hizo una señal a Céspedes para que abandonara la fila y se retirase hasta el fondo del antiguo patio de armas.
Allí fue a buscarlo Tizón, al cabo de un buen rato, llevándole algo de comida:
—Tu primera ración de recluta.
—¿Estoy alistado?
—Así es —le aseguró, sentándose junto a él—. Don Luis Ponce de León ha puesto las cosas en su sitio. Pero ha tenido que apelar a la autoridad del duque de Arcos para que este metomentodo no echara por tierra la mía.
—¿Quién es ese hombre?
—Se llama Ortega Velázquez. En condiciones normales, seguiría en la Chancillería de Granada. Pero, como hay guerra, lo han nombrado auditor militar.
Entonces sí que recordó Céspedes las circunstancias en que lo conociera, junto a Alonso del Castillo, cuando fue con Ibrahim a la Audiencia. El cañero lo había señalado como uno de los juristas que arrebataron las tierras a su familia.
—Tendrás que mantenerte a mi lado y no cometer errores —prosiguió Tizón—. Ese hombre no perderá ocasión para salirse con la suya si le llega alguna queja sobre tu conducta. Aunque de guerra sabe lo que yo de herrar mosquitos. ¿Has visto la armadura que lleva? De mucho lustre, pero sólo sirve para sudar con el calor y tiritar con el frío. Donde esté una buena piel de búfalo como la que me pongo yo…
—Os estoy muy agradecido.
—No he sido yo, sino don Luis Ponce quien ha tenido que decirle a Ortega que nos dejara hacer nuestro oficio y no pusiera tantos remilgos en cuestión de edad. De lo contrario no podríamos ponernos en camino pasado mañana.
Y con aquella franqueza que él achacaba a ser natural de Valladolid, añadió:
—No le falta razón a ese Ortega Velázquez. Me refiero a toda esta tropa. ¿Crees que a mí me gusta? Pero hay que pechar con lo que te viene. Sólo se encuentran soldados abundantes cuando el trabajo escasea. Ha habido que subir la prima de enganche, y por eso don Luis ha tenido que proveer fondos. Si les pagamos un real al día no podemos competir con los cinco que han venido ganando en la siega. Hay que esperar a que estén hechos los agostos y cosechas para encontrar gente libre, como sucede ahora. Y no podemos alistar menos porque habrá deserciones, enfermedades y otros abandonos al comprobar la dureza de esta vida del soldado. Tú y los demás bisoños os tendréis que acostumbrar a andar cargados bajo el sol o la lluvia, a comer cuando se pueda. Y a mal dormir al acecho semanas enteras, sin poderos mudar, cuando se está sitiado o en las trincheras.
Dio un par de bocados a su ración y suspiró por los tiempos en que peleaba en Flandes e Italia, con menos artillería y gente más bizarra:
—Todos los días se venía a las manos y se hacía alguna hazaña. No como ahora, que el esfuerzo se va en cavar fosos, enfangarse en barros y aguardar la soldada o el ascenso hasta ganar un destino mejor.
—Espero no decepcionaros.
—¿Lo dices por la edad? Los mejores soldados están entre los dieciocho y los veinte años, después ya no son tan sufridos. Y a menudo se recluían desde los dieciséis. Yo procuro mezclarlos con otros más curtidos, porque hasta los veinticinco son demasiado temerarios e indisciplinados. Es bueno que haya veteranos que los inclinen a administrar su valor. Aunque a estos que ves aquí no sé si habrá que refrenarlos mucho. No tienen trazas de desollarse en el combate.
—¿Por qué lo decís?
—Llevo muchos años reclutando. Estas milicias urbanas no tienen nada que ver con los bravos soldados veteranos que combaten fuera de nuestras fronteras, respetados y temidos en toda Europa.
Sonó en ese momento el tambor y el alférez se despidió recomendándole:
—Prepárate, muchacho, que se os va a leer el reglamento.
Formó toda la compañía y les fueron comunicados los artículos del código militar y los castigos previstos para sus infracciones. Lo más importante era cumplir las órdenes recibidas sin objetar, no abandonando la compañía hasta ser licenciado. Ésas, y otras normas, debían observarse bajo pena de muerte.
Concluida la lectura, los alistados juraron obedecer aquellas ordenanzas levantando la mano derecha. Y tras ello les fue librada la paga del primer mes, aunque haciéndoles saber que obraría en poder de su capitán para ir descontando de ella los adelantos en forma de alimentos, ropa u otras necesidades en que se vieren.
Así se encontró Céspedes con su pica, espada, escudo, casco y coraza. Y se pregunto cuánto tiempo sería capaz de sobrellevar aquella vida que si para otros era dura, en su caso llevaría añadidas no pocas cargas, al tener que encubrir su sexo. No podría quedar en evidencia durante el combate, ni proceder con naturalidad en sus necesidades más íntimas. ¿Contaría con la suficiente fuerza para manejar las armas? ¿Y la necesaria crueldad? ¿Qué sucedería si lo herían y desnudaban para curarlo? Siempre habría al acecho algún informante de Ortega Velázquez para apartarlo de aquella oportunidad única.
C
omo el resto de los bisoños, hubo de aprender su nuevo oficio sobre la marcha, pues debían dirigirse de inmediato al sur de la ciudad de Granada para unirse al virrey y emprender la campaña de las Alpujarras. El capitán de la compañía, don Luis Ponce de León, se adelantó con algunos hombres a través de los atajos. Mientras, el grueso de la tropa quedó al mando del alférez Tizón, con toda la impedimenta.
Las primeras dificultades vinieron con los alojamientos. Cuando cayó la noche se arrimaron al pueblo más a mano, donde ya les estaban esperando los moriscos principales. Habían salido al encuentro para pedirles que no se aposentaran en sus casas. Temían la merma en el recato de sus mujeres e hijas y los desórdenes que de ello se seguirían. A cambio, les ofrecieron bastimentos y leña para asentarse en campaña.
—Bien quisiera complaceros —les respondió Tizón—. Pero el tiempo es asperísimo de frío, han cargado mucho las aguas y crecido los arroyos, faltan los mantenimientos, el camino se trajina mal, se padece necesidad. Y mis hombres sufrirán al quedar de noche en campo abierto.
El morisco le dijo entonces:
—Os rogamos que, al menos, os alojéis en las casas yermas que hay a la salida de la población.
Accedió el alférez, muy a su pesar. Era aquél lugar pacificado, y no convenía que les achacasen maltrato allá por donde pasaban.
Le tocó a Céspedes formar parte del primer turno de vigilancia. Como más joven, quiso Tizón que se fuera bregando antes de llegar a parajes de mayor peligro.
—Mantente alerta, muchacho, los enemigos no deben andar lejos. Ahora que cae la noche, sustituirán las señales de humo por fuegos que levantan en sus almenaras y otras torres de aviso.
Cuando quedó en centinela, se consoló al ver tanta hoguera. Por ello mismo, no se atrevía a aliviar sus necesidades, pues sería visto por el sargento que estaba al cargo.
Hubo de esperar a quedarse solo para hacerlo tras unos lentiscos. Y a punto estuvo de ser descubierto en el abandono de su guardia. Fue entonces cuando decidió fabricar un canuto hecho con un asta de cabra que, ajustado a su confuso sexo y cubierto con el dorso de la mano, le permitía orinar de pie cuando no le quedaba más remedio y había alguien cerca.
Antes de dos horas se desató un temporal, con viento tan recio y aguacero tan crudo que mató todas las lumbres hechas al raso. Así fue la noche oscura y mal dormida. Hubo que acudir de continuo a las tiendas que se descabalaban, no bastando para sujetarlas el peso de las picas y otros bagajes.
A la mañana siguiente, el aspecto del campamento era como de derrota. Al verlo, el alférez supo de inmediato que aquello no podía seguir así. Había sido un loable propósito no contrariar a los moriscos que se les mostraban pacíficos. Pero decidió que a partir de ese momento sus tropas se alojarían en casas pobladas y no yermas, donde los soldados deberían ser bien tratados para que no desertasen.