Esclava de nadie (30 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—La acusación es grave, muy grave —empezó el cura.

—¿De qué se trata?

—Ahora no es otra mujer que alegue una promesa anterior de matrimonio. A eso estamos acostumbrados.

—Decidlo, no os andéis con rodeos.

—Está bien, y perdonad mi brusquedad. Se os acusa de hermafroditismo, de ser a un tiempo macho y hembra.

—Pero ¿quién ha dicho eso?

No respondió el sacerdote.

—¿Una denuncia anónima?

La falta de respuesta le hizo temer lo peor. Se acordó, inevitablemente, de los avisos que le diera Alonso del Castillo en el Alcázar de Madrid y en El Escorial. Pensó en el solicitador, cuyo concurso como intermediario de los papeleos había rechazado. O en algún cirujano competidor suyo en la sierra u otros pueblos, donde ya lo habían delatado por ejercer sin estar examinado. Imposible saberlo.

Le sacó de sus cavilaciones la voz del cura, que dijo aquellas palabras con el mismo tono que se dicta una sentencia:

—Comprenderéis que, tras esto, no puedo continuar. Deberé devolver vuestro expediente al vicario Neroni.

—¿Tendré que regresar a Madrid?

—Así es. Creedme que lo lamento, pero nada puedo hacer.

Asintió, cabizbajo. Cuando salió de la iglesia, aún le quedaba lo peor: comunicárselo a María.

No se esperaba aquella entereza de su futura esposa. Recibió la noticia con una mezcla de incredulidad, rabia e impotencia.

—¿Qué hay de cierto en esa acusación? —le preguntó, al cabo.

—Tú me has visto, ¿qué puedes decir?

—Yo no he conocido varón antes de ti. Pero por tal te tengo. Y así lo mantendré. Testificaré donde haga falta.

—Tu palabra no será tenida en cuenta. Habrá que hacer un examen por peritos. Y hay que decírselo a tus padres.

—Deja que sea yo quien los prepare. Nada quise decirles de las objeciones de esa viuda que alegó las amonestaciones. Pero esto es muy distinto. No lo soportarían así, de golpe.

—¿Y tu hermana?

—Ella te quiere mucho, te tiene en un altar. Me inventaré algo. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Tengo que salir de viaje.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—Dos o tres meses.

—¿No pasarás con nosotros las Navidades?

—No me es posible.

La idea que empezaba a rondarle por la cabeza era un recurso a la desesperada. Pero ¿acaso había otro modo de salir bien librado de aquello? Ya era un milagro que María lo aceptase, enfrentándose a quienes dudaban de su hombría, incluido el párroco que la apadrinaba. Y, con harta probabilidad, a sus padres. Debía corresponder a su entereza ofreciéndole todo lo que estaba en su mano, por terrible que resultara aquella prueba.

L
A PATA DE LA RAPOSA

S
e preguntaba Eleno si a la edad y altura de la vida en las que andaba era inevitable tan sombría conjetura. ¿Cómo decirlo? La sospecha del sexo como una trampa. Algo urdido por la Naturaleza en su propio beneficio y el de la especie, a costa de los individuos, desentendiéndose de sus intereses particulares o su felicidad. Para ello, los ponía en conflicto haciendo, a unos, machos; a otros, hembras. Y mediante ese amago de reconciliación de la cópula los atrapaba de por vida.

Recordó a su pretendido padre en Alhama, aquel labrador huraño llamado Pedro Hernández. Y su intento de capturar a la raposa que le diezmaba el gallinero. El animal había roído su propia pata, dejándola en el cepo, desprendiéndose del miembro que lo aprisionaba, para recobrar la libertad.

Quizá fuese el único modo de esquivar el lazo que ahora le tendían.

Ante todo, esperó a tener la regla, para que no interfiriese en sus planes. Viajó luego hacia el sur, lo suficientemente lejos. No acababa de gustarle Aranjuez, demasiado hecho a la Corte. Desestimó también Ocaña, muy poblado para sus propósitos.

Prefirió continuar hasta Yepes. Lo conocía de sus tiempos en La Guarda, cuando iba a curar allí. Le sería más favorable y contaba con una posada razonablemente limpia, la de Manrique, donde lo trataban bien, sin entrometerse.

Comprobó que dispondría de agua, fuego y una habitación cuyas dos camas apalabró y pagó, para no tener que compartirla. Se informó de los médicos que había en el lugar, así como del alcalde y los jueces. Extremos estos muy importantes para sus intenciones.

Hecho esto, y ya instalado, pidió recado de escribir.

Invirtió media tarde redactando aquel documento. No estaba acostumbrado. Hubo de pelear su contenido palabra a palabra, volviendo sobre los renglones una y otra vez. Cuando lo encontró a su entera satisfacción, lo pasó a limpio, guardándolo cuidadosamente. Aún no había llegado el momento de hacer uso de él.

Al día siguiente procuró desde el punto de la mañana no beber agua y tener un brasero a mano. Tras atrancar la puerta, comenzó los preparativos. Lo hizo con calma, como un ritual, sabiendo que, llegado el momento, cualquier error podría costarle muy caro.

Se desnudó de cintura para arriba y se frotó largo rato los pechos con el emplasto que le ayudaba a secarlos y dejarlos llanos. Los sujetó con una venda bien ceñida y se vistió la camisa.

Preparó un barreño, que puso a mano, así como una gran jarra de agua y trapos limpios. También, un tarro con manteca. El dolor no le inquietaba. Podría soportarlo. Su mayor preocupación era perder demasiada sangre y, con ella, el conocimiento.

Abrió su estuche de cirujano y desplegó sobre la mesa las herramientas que se disponía a utilizar. Puso aparte el escalpelo y el pomo con alcohol. Introdujo entre las ascuas del brasero el cauterio de oro. Sacó el hilo de seda y enhebró la aguja.

Buscó en el Vesalio la página donde León había hecho sus dibujos, tan minuciosos y detallados. Se los sabía de memoria. Pero quiso tenerlos a mano para cualquier imprevisto, asegurándose de que podría localizar las partes sensibles, los nervios y venas.

Antes, para darse ánimos, releyó el colofón de aquel volumen que tanto le había impresionado. Las palabras que León había traducido del
Discurso sobre la dignidad humana
de Pico della Mirandola. Donde el Hacedor se dirigía al ser humano para invitarle a usar su libertad, dotándose de un destino elegido por él y culminando su propia forma, como un hábil pintor o escultor. Aunque nunca imaginó que aquel esculpirse a sí mismo resultara literal, obligándole a un trance tan cruel.

Cuando hubo concluido, sacó el espejo, estudió la luz y lo colocó frente a sus piernas abiertas.

—Ha llegado el momento —se dijo apretando los dientes.

No bastaría con el coraje o la sangre fría. Iba a necesitar toda su destreza como cirujano. Y no durante unos segundos o minutos. Aquello sería largo.

Tomó la aguja y procedió al cierre vaginal. Le costó lo indecible no gritar al sentir la primera puntada. Y otro tanto le sucedió con la segunda. Tras la tercera, empezó a resultar más fácil. Y cuando hubo concluido se aplicó alcohol en los puntos. Todo el sexo parecía arderle. Pero no debía detenerse, sería peor.

Cogió el escalpelo, arrimó el barreño y procedió a cortar lo sobrante de los labios genitales. Estaban tan resentidos que la sensación fue ya de segunda mano. Lo malo era la gran cantidad de sangre que le brotaba. Echó mano a los trapos, los mojó en agua y limpió las heridas.

Habría deseado parar un momento para tomar fuerzas antes de proseguir. Pero no tenía tiempo.

Sacó el cauterio del brasero, al rojo vivo, y se lo fue aplicando guiado por el espejo. Cada vez que lo apretaba contra sus partes sentía un dolor insoportable. Sin embargo, la mera valentía, o quemar las heridas, no era suficiente. Debía modelar las cicatrices.

El cauterio se estaba enfriando. Lo volvió a meter en el brasero y esperó, mientras le llegaba el tufo de su propia carne chamuscada.

Cuando lo volvió a sacar de entre las ascuas ya había estudiado en el espejo los lugares donde aplicarlo para lograr unas excrecencias carnosas sobre el caño de la orina que le sirvieran en su demostración.

Lo hizo de un modo muy preciso y exacto. Al fin había terminado.

Cobró aliento, secándose el sudor de la frente, que le cegaba los ojos. Tomó luego el tarro de manteca y se untó las heridas. Todo su sexo era una llaga. Se echó en la cama, desfallecido.

Los días que siguieron fueron un infierno. Acechaba su entrepierna en el espejo temiendo lo peor: que apareciera la infección. Sabía bien que no podría evitarla del todo. Incluso contaba con un cierto grado de ella, para conseguir el adecuado tamaño de las excrecencias carnosas. Pero esto aumentaba su calvario y lo ponía en serio riesgo. Sobre todo al orinar.

Durante varias semanas se aplicó lavatorios con alcohol de vino y unos emplastos de la flor del granado silvestre, sahumerios y otros remedios moriscos. Empezaba a ver los progresos. Ahora, su natura de mujer estaba tan constreñida que parecía del todo cerrada, y podría disimularse. Ya entonces se sintió con fuerzas para salir a la calle y volver a curar.

Al cabo de dos meses de haberse operado, tomó aquel papel que redactara. Tras releerlo y encontrarlo adecuado, decidió presentarlo ante el notario público.

Examinó el escribano la solicitud, diciéndole, sorprendido:

—No consta en este archivo ningún antecedente de lo que aquí pedís.

—Pero vos estáis para dar fe de lo que se os requiera, si ello es de ley. Como en este caso.

Se rascó el notario la barba, y hubo de admitir:

—Así lo creo. Veo que os alojáis en la posada de Manrique. Os visitaremos antes de que acabe el año.

El día señalado para el examen, Eleno tomó el espejo y estudió cuidadosamente las cicatrices. Cualquier cirujano estaría orgulloso de un trabajo así. Luego levantó el doble fondo de su estuche y se preparó con todo detalle. Vistió sus mejores ropas y esperó a ser llamado.

Cuando bajó ya lo aguardaban el alcalde, el secretario y el escribano, que departían con los dos médicos. Y junto a ellos reconoció a algunos de los otros vecinos, que sumaban hasta ocho. Lo miraron con curiosidad, cesando en sus conversaciones al verlo descender por la escalera.

El posadero hizo entrar a los testigos en una estancia con luz natural. De ella salió el escribano, para convocar a Eleno. Duró el examen largo rato. Fue hecho con detenimiento, por todas y cada una de las diez personas que allí se encontraban. Y al cabo de ello le dijeron que saliera y esperase, que presto lo llamarían para comunicarle su decisión.

Cuando fue reclamado de nuevo, el notario procedió a leer el documento que acababa de redactar:

—En la villa de Yepes, a treinta días del mes de diciembre del año del nacimiento de Nuestro Salvador Jesucristo de mil quinientos ochenta y cinco, ante el señor Juan Álvarez, alcalde ordinario, se presentó la siguiente petición:

«Muy magnífico señor:

»Eleno de Céspedes, cirujano estante en esta villa, dice:

»Que algunas personas de ella me han injuriado y afrentado, publicando que soy mujer y no hombre, o bien que tengo sexo de hombre y mujer al mismo tiempo, de lo que se sigue mucho daño para mis intereses.

»Por lo que deseo querellarme criminalmente y pedir justicia contra los dichos que me han infamado, para que sean condenados con penas conformes a los delitos en los que han incurrido.

»Por lo que pido y suplico a vuestra merced ordene que los médicos de esta villa examinen mi persona junto con otros testigos de calidad. Y que conjuntamente los unos y los otros declaren lo que vieren y entendieren, para que se mande escribir y publicar, así como darme copia en traslado, por hacérseme justicia y a todos los efectos oportunos».

Alzó la vista el notario, para que Eleno confirmase los términos de su escrito. Las murmuraciones que alegaba en aquella denuncia no eran sino un pretexto para lo que verdaderamente interesaba y hacía al caso: la certificación de su sexo varonil. Asintió, pues. Y obtenida su conformidad, prosiguió el escribano la lectura:

—«Ante lo cual el señor alcalde mandó que los médicos de esta villa, el doctor Francisco Martínez y el licenciado Juan de las Casas, le vieran y declarasen su parecer sobre él junto a otros testigos. Con lo que se proveería justicia. Siendo mirado por éstos, de día, en la posada en la que paraba, lo tentaron y vieron por delante. Aunque presentaba un apostema, por más que lo miraron ninguno de ellos pudo meter el dedo. Cuando los médicos preguntaron qué era aquello, él respondió que se debía a una almorrana que había tenido allí y hubieron de cauterizarle. Y más no se pudo determinar, ya que al apretar con los dedos no entraban ni se percibía agujero alguno. Por lo que, al no poder conocer que tuviese otra natura que la de varón, todas las dichas diez personas, tanto los médicos como los demás, lo certificaron por hombre».

Con aquel documento en sus manos, Eleno se dirigió a Toledo, donde no conocían sus antecedentes, a diferencia de lo que sucedía en Madrid. Pasó muchos días tratando de convencer a aquel obstinado clérigo para que le confirmara la licencia de matrimonio. Pero se estrelló una y otra vez. Siempre lo remitían al vicario Neroni.

Gastó una importante suma de dinero buscando procurador y letrado que lo representasen, apalabrando testigos y otros manejos para salirse con la suya. Todo en vano. De nada le valieron sus muchas peticiones. Desalentado, decidió regresar a Ciempozuelos.

María del Caño salió a su encuentro y lo abrazó, sin ocultar su preocupación:

—Estás muy desmejorado.

—Aún no he concluido. Mañana he de viajar a Madrid.

Le enseñó el certificado. Ella corrió a mostrárselo a sus padres. Tanto daba, porque no sabían leer. A aquellas alturas estaban totalmente confundidos. Y la madre había tenido una recaída en su delicado estado de salud.

Al día siguiente, cuando Céspedes compareció de nuevo ante el vicario Neroni, comprendió al punto, por su sequedad, que conocía sus intentos de esquivarlo.

Miró con desdén el documento librado en Yepes y le advirtió:

—Esta vicaría cuenta con sus propios informantes. Dictaré un auto para que seáis examinado por dos médicos de la Corte.

No conocía al primero de los doctores designados, Antonio Mantilla. Pero Eleno palideció cuando leyó el nombre del segundo: Francisco Díaz.

Imposible objetarlo. Era uno de los que atendía a Su Majestad. Y se acordó del aviso que le hiciera León al referirse a él: «Pasa por ser el mayor entendido en las partes genitales. Si alguna vez se os presenta algún problema a ese respecto, es a él a quien debéis acudir».

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