Esclava de nadie (32 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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No mencionó ella aquellos rumores que habían acusado a Eleno de tener ambos sexos. Sin embargo, cuando estaban en la cama, quería compartir sus intimidades, acariciar sus partes. Y como viera que él le apartaba la mano, le dijo:

—Sólo quiero hacer lo mismo que otras esposas con sus maridos, según tengo oído.

Él se negaba, excusándose:

—Es poca honestidad para una mujer.

Hasta que una noche, al descuido, pareciéndole que estaba dormido, María lo tentó por encima de la camisa. Y, aunque sin ver sexo de varón, sintió un bulto donde él debía tenerlo.

No le bastó aquello. Seguía pidiéndole que se lo mostrase. En una ocasión, estaba Eleno vistiéndose, sentado encima de la cama. Andaba ella por el aposento, un poco apartada. Se alzó él la camisa y le dijo que mirase. Luego se la volvió a echar por encima. Quiso verlo más de cerca, pero Céspedes no se lo consintió.

Así pasó algún tiempo. Sólo una sombra parecía nublar aquella felicidad. Y era ver vacía la cuna que sus suegros les regalaran. Había sorprendido alguna vez a María quitándole el polvo, acariciando el mueble donde a ella la mecieran.

Hasta que un día, tras preparar él la mula para ir al pueblo vecino, lo llamó su mujer. Le anunció que ya estaba el desayuno. Y mientras lo tomaban, le dijo:

—Creo que estoy preñada.

Céspedes se atragantó, cayéndosele el pan de la boca.

—¿Estás segura?

Asintió ella, bien firme:

—Llevo más de tres semanas de retraso.

Se levantó para abrazarla. Sintió María cómo temblaba Eleno de arriba abajo, estremecido. Y pensó que lo hacía ante la perspectiva de tener descendencia. Pero era el amor y la confianza de su esposa lo que le conmovía.

Antes de subir a la mula, Céspedes fue hasta la habitación donde había escondido la camisa manchada de sangre y la metió en su maletín. No podía decirle que era a él a quien le había venido la regla. Y pensaba aprovechar el paso de algún arroyo para lavar la prenda y dejarla libre de toda sospecha.

El embarazo de María fue una falsa alarma. Volvió a bajarle su costumbre y ella a mantener la esperanza de dar uso a aquella cuna.

Mientras vivían en Yepes pudo apreciar el esfuerzo de su mujer por mantener a raya a vecinas y comadres. Nunca padeció la carga de tener esposa liviana, de esas insistentes como goteras, que consiguen lo que quieren hasta ablandar el peñasco. No era la suya de las que se pasaban el día haciendo ventana, barriendo rumores a la puerta o buscando aderezos entre los merceros ambulantes, como si anduvieran picadas de tábanos. Tampoco se hacía la recién casada antojadiza, que a cualquier desavenencia rompe en tales lamentaciones que habría para llenar con ellas los oficios religiosos de una Semana Santa.

Todo parecía ir bien. Hasta que en la salida a uno de los pueblos vecinos oyó Eleno que publicaban una vacante de cirujano en Ocaña. La plaza debía cubrirse antes de Navidad.

Ahora, en la penumbra de su celda, Céspedes se preguntaba por qué se detendría a escuchar aquel pregón. Si no lo hubiera hecho, quizá siguiese aún en Yepes, felizmente casado con María.

L
A DENUNCIA

L
ope de Mendoza interrumpió la lectura del expediente. Estaba perplejo. Le sorprendía la identidad del denunciante, Ortega Velázquez. El letrado que se topara con Céspedes, en su calidad de auditor durante la guerra contra los moriscos. Aquel encontronazo parecía habérsele clavado como una espina. Y, vuelto a la Audiencia de Granada, no debió resultarle muy difícil acceder a los pleitos que el reo fue teniendo por media Andalucía, al retomar su oficio de sastre.

La documentación no dejaba lugar a dudas. Ortega Velázquez lo denunció cuando estaba a punto de marcharse de Ocaña. Tras ejercer allí como juez, se disponía a trasladarse a otro destino. Pero antes de hacerlo había cursado un último oficio al gobernador para inculpar a Céspedes. Alegaba haberlo conocido en la guerra de las Alpujarras y averiguado al cabo del tiempo que unos lo reputaban por mujer y otros por hermafrodita.

Mendoza se hacía cruces del azaroso engranaje de tan ciegos mecanismos. Habría bastado con que Eleno se incorporase a su puesto sólo un día después, quizá unas pocas horas más tarde, para que el juez cesante no volviera a saber de él. También lo dejaba pasmado tal rencor, intacto al cabo de tantos años. Aunque por lo ventilado en su tribunal, harto conocía el alcance de la memoria humana en tales percances.

En realidad, ¿no venía a ser Ortega Velázquez el último eslabón de una larga cadena de malquerencias? ¿Habría hallado materia para su denuncia de no llegarle aquellos rumores malintencionados sobre el sexo del nuevo cirujano?

Y, en última instancia, terciaba la turbia crueldad de las simetrías. Porque, sin las perspectivas de medrar, Céspedes no se hubiera movido de Yepes, y él y María del Caño habrían vivido en sosiego. Lo trágico parecía ser que ambos, tanto él como Ortega, hubiesen venido a poner sus ojos en Ocaña. La población que les resultó más asequible para estar cerca de Madrid, haciendo antesala de la Corte.

Ni siquiera un año dejaron en paz al matrimonio.

La detención aún tardó, no llevándose a cabo hasta el cuatro de junio de mil quinientos ochenta y siete. Ese día, el gobernador y justicia mayor de la provincia de Castilla en el distrito de Ocaña, Martín Jufre de Loaysa, mandó prender a Céspedes. Lo hizo bajo la grave acusación de andar en hábito de hombre siendo mujer, y de contraer matrimonio con María del Caño habiendo estado la dicha Elena casada antes con un varón.

Mendoza se puso en guardia al comprobar la alianza entre Ortega Velázquez y Jufre de Loaysa. No creía en tantas casualidades. Al gobernador lo conocía bien. Demasiado bien. Y adivinó lo sucedido. No debía resultar cómodo para sus manejos la presencia de un cirujano ambulante tan trotado como Céspedes.

También reparó en cuál había sido la mayor preocupación de éste: alejar a su mujer del peligro. Se preguntó si, en esos meses transcurridos entre la denuncia y la detención, el muy avisado Eleno no había tenido indicios de lo que se le venía encima. Porque su esposa ya no lo había acompañado a Ocaña. Tras marcharse el cirujano de Yepes, donde se había instalado el matrimonio, ella regresó a Ciempozuelos, con sus padres.

María del Caño se quedó muy sorprendida al ver que su marido regresaba a los pocos días de tomar posesión de la plaza de cirujano. Sobre todo cuando le anunció que debían hablar muy seriamente, y le dijo:

—No puedes venir conmigo a Ocaña. Debes abandonar Yepes y regresar a Ciempozuelos, a casa de tus padres.

Al advertir la angustia en sus ojos, añadió:

—No puedo explicártelo aún, ni comprometerte o hacerte alzar falso testimonio. Pero juro que te lo contaré todo llegado el momento. Ahora escúchame con atención, es muy importante.

—¿Qué les digo a mis padres? Esto acabará con ellos.

—Diles que hemos reñido, que tú me has amenazado con irte, que yo te he respondido que te fueras en buena hora. Y que tú lo has hecho para cuidar a tu madre.

María se abrazó a él, llorando:

—¡Dios mío! ¿Por qué ahora, cuando todo nos iba tan bien?

Se le partía el corazón al ver marchar a su esposa. Alcanzada aquella cima, tras tantos trabajos y fatigas, le caía todo el peso de la ley. De nuevo, vuelta a empezar. Se sentía como Sísifo con su piedra, en aquella pintura heredada de León. Subiendo con gran esfuerzo hasta una montaña para, ya en lo más alto, verse arrastrado de nuevo al punto de partida, despeñado por el abismo. Así, una y otra vez, como castigo por mantener ambiciones y abrigar sueños que no le fueron asignados.

El tiempo se le echaba encima. Fue entonces cuando decidió visitar a María de Luna, una curandera morisca con fama de hechicera.

Se refugiaba en un palomar abandonado, chamuscado por el fuego y ennegrecido por el hollín. Lo recibió con desconfianza, a la luz rojiza y cambiante de las llamas que lamían una olla de barro, borboteando sobre una trébede.

Toda ella era una larga anatomía de huesos y pellejos, descarnadas las mejillas, descoloridos los resecos labios, desfallecida la nariz, el pelo desgreñado.

Suavizó el gesto al reconocerlo. No era la primera vez que Céspedes la visitaba. Igual que le sucediese con el retajador de Sanlúcar, la morisca lo consideraba tácitamente uno de los suyos, por el color de la piel y los herrajes del rostro.

—¿Qué quieres de mí ahora?

—Ya lo hemos hablado otras veces. Creo que ha llegado el momento de cerrar la herida que tengo en mis partes bajas. Se ha vuelto a abrir.

Céspedes había tenido buen cuidado de ocultarle la verdadera naturaleza de aquel orificio, pretextando ser una llaga. No estaba seguro de que ella le hubiera creído, pero sí de contar con su silencio.

—El remedio sería darle unas puntadas y echarle alcohol en polvos.

Asintió Céspedes, disponiéndose a desnudarse.

María de Luna encendió un candil y le pidió ayuda para enhebrar la aguja:

—Mi vista ya no es la misma. Pero mi pulso aún es firme.

Así pudo comprobarlo durante la delicada intervención. Más que la aguja, le dolió el escozor del alcohol, mientras se recuperaba tumbado en una yacija.

Dos horas después, la morisca examinó la sutura y pareció encontrarla a su satisfacción.

—¿Algo más? —le preguntó.

Céspedes pasó a explicarle aquel otro encargo.

Se mostró ella de acuerdo. Y mirándolo con tristeza, con una pesadumbre infinita, le dijo:

—Supongo que cuando te lo haya entregado debo poner tierra de por medio. ¿Me equivoco?

—Así no correrás peligro.

—Ni tú tampoco, si me hicieran hablar. No temas, tan pronto lo haya hecho, me marcharé.

—Esto es para el camino —dijo mientras le entregaba una generosa bolsa.

La recogió ella y, tras contar las monedas, le aseguró:

—Estará listo en tres días.

María de Luna lo despidió con un breve deje de reconocimiento en sus ojos doloridos, nublados por el humo. Los dos sabían que le quedaban pocos años. Y que esos pocos serían de huidas y sobresaltos.

Después, vino ya la detención. Y, preso en la cárcel, la visita de María junto con su padre, desplazándose desde Ciempozuelos para acompañarla en aquel trance inicuo. Al suegro se le nubló la faz cuando le preguntó por la enfermedad de su mujer.

—Debe guardar cama. Aunque así, por lo menos, no tiene que soportar las murmuraciones.

Cuando los hubo dejado solos, Eleno se sentó junto a María y le rogó:

—Escúchame bien, porque todo lo que voy a decirte debe hacerse con la mayor diligencia y tú misma no has de apartarte de mi versión de los hechos. De ello dependerá que salgamos de ésta con vida.

Asintió ella, reprimiendo sus congojas.

—Lo primero que debes hacer —prosiguió Céspedes— es buscar a Gonzalo Perosila. ¿Sabes quién te digo?

—Sí, el procurador.

—Eso es. Apalabra sus servicios para que vaya a Madrid y pida al vicario Neroni copia de los informes que me certificaron como varón.

—Los que me enseñaste antes de entregarlos al cura.

—Los mismos.

—¿Es un modo de ganar tiempo?

—Puede ser mucho más. Otra cosa: no debemos contradecirnos. Y por eso, si le preguntan por nuestras relaciones íntimas, debes asegurar que no las mantenemos desde antes de Navidad, en que tomé posesión de la plaza de cirujano en Ocaña. Diremos que no me era posible porque empezaron a llagarse mis partes de varón. ¿De acuerdo?

—Pero ¿por qué?

—No conviene que sepas más. Basta con que sostengas eso: que dejamos de mantener relaciones conyugales desde antes de la Navidad, por las llagas que yo tenía en mis partes.

—¿Y si me preguntan más detalles?

—Di que entendiste lo que me pasaba cuanto te salieron alrededor de tus vergüenzas unos granos como pequeñas vejigas, que te escocían. Que me pediste sebo de cabrito para untártelo, al suponer que te lo había pegado. Y que yo me ponía entre las piernas un paño mojado en vino.

Cuando se iban a despedir, María apretó la mano de su marido y le dijo, buscando las palabras:

—Eleno, esa acusación de que no eres varón… Son falsedades…, ¿verdad? Porque tienes miembro de hombre.

Él trató de devolverle la mirada. Se sintió incapaz. Bajando la vista y la voz, contestó:

—Me temo que no.

—¿Cómo?

—Que ya no lo tengo. Se me ha comido de cáncer, metiéndose dentro.

Cualquier otra persona se habría desmoronado ante aquella noticia. Pero no María, quien pese a su edad tenía el aplomo de quienes se la doblaban. Se limitó a añadir:

—Ya… Ahora entiendo lo que acabas de contarme y por qué quisiste que nos separáramos.

—Es por tu bien. Para que no te conviertan en cómplice. Te arrastraría en todo mi proceso.

No pudo contener las lágrimas cuando se despedía. Y él la abrazó, tratando de consolarla:

—Sé lo que hago… Confía en mí.

Durante la siguiente visita, María le contó cómo había pasado por aquel brete tan amargo. Cuando los dos esposos hubieron de asistir a la pública subasta de sus bienes para atender las costas del proceso. Los habían ido pregonando en un espléndido día del final de la primavera, con feria, para mayor concurrencia. Ambos escucharon a la vez aquel pregón que les partía el alma, aunque separados. Ella, desde la posada en la que se alojaba en sus visitas a Ocaña, pues le habían negado el acceso al aposento alquilado por Céspedes, y a donde ya habían trasladado sus posesiones. Él, desde su celda en la cárcel del lugar.

Mientras iban desgranando el inventario de sus bienes, era como si desgarrasen su vida en común, el refugio y proyecto en el que tantas esperanzas pusieran. Les quitaban todo lo que tenían, toda su vida, dejándolos arruinados.

Cada uno de aquellos objetos que gritaba el alguacil era un recuerdo y un esfuerzo, allegados en los largos meses de espera. El candelero de barro de la mesa del comedor, junto con las tijeras de despabilar las velas. Una tabla pequeña para mondar arroz. La cajita pintada y la flauta de caña que le regalara a Céspedes su joven cuñada. Varios paños de manos y unas rodillas nuevas, aún sin estrenar. Dos manteles de tres varas. Una imagen de la Virgen en tabla, a la que tanto María como Inés profesaban mucha devoción por tenerla en el cuarto que habían compartido, confiándole sus cuitas de doncellas. La cama de cordeles y madera, con su jergón de esparto, el colchón de estopa, la manta blanca, el cobertor colorado y las sábanas de lienzo rayado.

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