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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

Esclava de nadie (27 page)

BOOK: Esclava de nadie
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Hasta que abrió el cajón y se encontró con la bolsa de lana. No pudo contener sus emociones al extraer de ella
De humani corporis fabrica
. Fue entonces cuando estuvo seguro de que no volvería a ver a León.

Se sentó a la mesa. Y estuvo largo rato hojeando aquel volumen. Era la primera vez que podía hacerlo por sí mismo, a su sabor, página a página.

Sabía que en algunas de ellas, en los huecos que dejaban imágenes y escrituras, había dibujos de su maestro. Le había visto hacerlos en otros papeles mientras hablaban. Ahora notó que muchos de los del libro parecían responder a un mismo modelo, un cuerpo joven y bien formado acechado de un modo obsesivo. Era, sin duda, Guido, aquel muchacho que en Padua le proporcionaba los cadáveres para las disecciones.

No menos le impresionó el colofón de aquel volumen. En la última página, copiado a mano por el propio cirujano, había un texto que, según se anotaba, había sido traducido del
Discurso sobre la dignidad humana
, de Giovanni Pico della Mirandola, y reproducía las palabras del Creador dirigiéndose al primer ser humano, invitándole a hacer uso de su don más preciado: la libertad para elegir un destino propio.

Aquellas palabras sacudieron a Céspedes hasta sus más hondos cimientos. No sabía si León las había escrito en el volumen antes de conocerle a él o se las dejaba a modo de encomienda. Quiso creer esto último. Y entendió que compendiaban toda la vida y profesión del cirujano. También su fe. Su profesión de fe en el hombre.

Consciente de aquel tesoro, y tras mucho pensarlo, decidió llevar el libro a encuadernar. No las tenía todas consigo cuando entró en la tienda y se sumergió en su luz dorada, que perfilaba el tórculo de la prensa, la cuchilla para cizallar. Aquel ambiente en el que parecía haberse detenido el tiempo sobre el papel amarillento, el olor a piel curtida y a cola en las espátulas.

Fue hasta el pupitre del encuadernador, donde su aprendiz andaba enfrascado en el bastidor cosiendo las resmas con el fino bramante. El oficial le hizo un gesto para que esperase, no se le enfriaran las letras humeantes con las que señalaba los lomos de unos libros, alineados como recua de ganado lista para ser marcada.

Cuando hubo terminado, dejó a un lado los herrajes y se le ofreció:

—¿En qué puedo serviros?

—Quisiera encuadernar este libro.

Lo examinó el oficial con detenimiento, despuntando los rotos y calibrando los desperfectos.

—¿Qué piel pensáis ponerle?

—La misma que tiene ahora.

—Eso resultará un poco difícil. Es humana.

—¿Cómo? Creía que era gamuza.

—Pues ya veis. Sé lo que me digo, no es el primer caso.

Céspedes empezaba a comprender.

Alargando la mano, recuperó el libro mientras se despedía:

—He de pensarlo mejor.

De regreso a casa, trató de completar la historia de León. O sea, que el libro estaba encuadernado con la piel de Guido. Por eso lo habían desollado sus enemigos, dejando aquel Vesalio expuesto en la librería frecuentada por estudiantes de Medicina. Una clara advertencia para otros truhanes, del mismo modo que se mostraba a los ejecutados en una picota.

Entonces entendió mejor el reto al que lo convocaba el cirujano en aquel colofón al dejárselo como legado.

L
A VIUDA

E
n el hospital fue bien recibido por el médico al que lo encomendara León. Sabía aquel hombre que a Céspedes lo había instruido el mejor maestro. También conocía su pericia al curar.

En la casa, por respeto al cirujano, se mantuvo en su habitación, sin mudarse a la del ausente, aunque estaba seguro de que no regresaría.

Una tarde, cuando se disponía a preparar la cena, llamaron a la puerta. Al abrir, apareció Isabel Ortiz, la viuda que trabajaba como lavandera en el hospital y que de tanto en tanto hacía lo propio con la ropa blanca de la vivienda.

Se había olvidado de ella por ser León quien la trataba. Pero ahora, solo en la casa, la observó con detenimiento. Era un poco más joven que él, andaría por la treintena. Aunque aparentaba menos, quizá por ser de suyo briosa, de buen talle, agradable de ver, el rostro terso y sin afeites, los ojos limpios. Y con un cuerpo cuyas formas, armoniosas y bien marcadas, no habían decaído.

Le hizo saber que León estaba de viaje. Y pensó al principio en mantenerla lejos. Pero se ablandó al comprobar que era ella harto hacendosa, como buena montañesa, mujeres de quienes se dice que a todos lados llevan la rueca y aun arando hilan. Así que le dijo que, si era de su conformidad, podían mantener los mismos acuerdos apalabrados con León, lavándole la ropa.

Asintió Isabel. Aunque, cabal ella, se ofreció a compensar con alguna limpieza en la casa la merma de trabajo que implicaba la ausencia del cirujano para mantener los mismos ingresos, que necesitaba.

Le pareció bien a Céspedes, a quien sus tareas en el hospital, aumentadas al hacerse cargo de las de León, dejaban agotado y sin tiempo. Y de ese modo Isabel pasaba un día a la semana para adecentar las habitaciones.

Con esta mayor frecuentación, fue sabiendo que su difunto marido, un tal Cimbreño, había sido herrero. Y que de él tuvo dos hijos, ocupados al presente en hacer jubones. Isabel no quería depender de ellos para su sustento ni entrar en disputas cuando apareciesen las nueras.

Poco a poco fue conociendo su coraje. El necesitado por una muchacha de su condición para abandonar la seguridad de su pequeño pueblo y trasladarse a la capital. Casada muy joven, pronto se había quedado viuda, teniendo que sacar a sus hijos adelante en medio de grandes privaciones. Y ahora, que los tenía criados, se encontraba sola, aún de buen ver.

A su través se hizo cargo Céspedes de lo que habría podido ser la vida de esposa en Alhama, si el albañil con quien la casaran no la hubiese abandonado.

Lo más admirable de Isabel era que, a pesar de la dura vida llevada, se trataba de una mujer alegre, siempre bien dispuesta. No había romería que no trotase ni devoción que no frecuentara. Vecina de la parroquia de San Francisco, allí oía misa, comulgaba y confesaba. De modo que si cometía alguna falta, no dejaba que se le pudriera en el corazón en uno de esos pendencieros alardes de virtud, como había visto en las hermanas del cura de Arcos. Ella no era así. Lo que a otras habría atormentado, ella lo purgaba, sacándolo fuera en sus frecuentes visitas al confesionario. En cuanto el cura la había absuelto, volvía a canturrear por la casa como un jilguero en vez de amargar a quienes compartían su vida. Y siempre era preferible que contara sus cuitas a una sola persona, como el párroco, en vez de cabildear con toda la recua de vecinas que escobaban la calle enarbolando chismes.

A pesar de esas devociones, no era mojigata ni remilgada cuando al bajar las escaleras se recogía las faldas, luciendo unas piernas bien torneadas y unas caderas más que prometedoras. No iba pregonando su cuerpo, pero tampoco costaba adivinar que andaba propicia. Era generosa en sus escotes, donde los pechos retozaban alegres en su incesante trajinar de aquí para allá.

Pronto se acostumbró a su compañía, al ajetreo de sus manos atentas que, poco a poco, con un detalle aquí y otro allá, parecían devolver la vida a aquel cuévano desvencijado.

Céspedes comenzó a traerle de tanto en tanto algún bollo o almendrado, que sabía que le gustaban. Como aquella tarde en que llegó cansado, al final de la jornada.

Isabel todavía estaba allí. Lo vio venir, destemplado por la fatiga y el frío. Y como la noche se prometía helada, hizo fuego y se puso a calentar agua, que vertió en una palangana. Se arrodilló a sus pies, lo descalzó y empezó a lavárselos con una esponja. Desde el taburete en que estaba sentado veía sus pechos, agitándose redondos y plenos, relucientes por el vaho que subía de la palangana.

Cuando hubo concluido, la viuda tomó la toalla que llevaba al hombro para secarle los pies. Y, de pronto y sin mediar palabra, echó mano a su bragueta y comenzó a acariciarlo con avidez.

Se sorprendió Céspedes. Quizá tuvo miedo. No estaba preparado para aquello. Bajo la ropa, el cuerpo le había seguido cambiando hasta hacerle dudar del modo en que respondería su sexo. Necesitaba tomar precauciones, prepararse adecuadamente para aquel nuevo desafío. Deseaba que su relación con aquella mujer fuese distinta de otras anteriores, tan opacas.

No lo entendió así la viuda cuando le retiró la mano. Sofocada por el rubor, salió corriendo, dando un portazo al abandonar la casa.

Temió que, despechada, no volviese a aparecer.

Sin embargo, regresó al cabo de unos pocos días, con la ropa limpia. Nada dijeron ninguno de los dos, como si nada hubiese sucedido.

Fue Céspedes quien le indicó que no mudara aquella ropa limpia en la cama de abajo, la suya, sino en la de arriba, donde había dormido León hasta su marcha. Cuando subió para caldearla con un ladrillo caliente envuelto en trapos, ella todavía estaba allí.

Alejó la luz de la cabecera y retuvo a Isabel por la cintura. No opuso ella resistencia. Y, tal como deseaba, todo fue muy distinto de otras ocasiones.

Se dispuso a tener relación carnal haciéndose pasar por varón, ocultando su otro sexo. Y ahora no se trataba de una mujer inexperta, sino viuda con varios años de casada.

Cuando la desvistió y fue tentando sus pechos, comprobó que aquellas formas tan en sazón nada tenían que envidiar a ninguna de las que conociera. Para entonces, se había acelerado la respiración de Isabel. Al tumbarla sobre la cama y bajar hasta su vientre notó que se agitaba. Y al llegar a su sexo, éste ya estaba húmedo.

Ella abrió las piernas para que lo acariciase. Deslizó sus dedos de abajo arriba, separando aquellos labios carnosos y sonrosados, hasta llegar a la juntura donde remataban. Allí estaba aquel pequeño botón, como un guisante.

Lo tomó con delicadeza entre el índice y el pulgar, frotándolo suavemente. Todo el cuerpo de Isabel se puso tenso, y también aquel órgano, que aumentó de tamaño, se hinchó y endureció, volviéndose más rojo, enardecido e inflamado.

Siguió frotando mientras se ponía sobre ella e Isabel gemía, agitándose en movimientos cada vez más incontrolados, abriendo las piernas como si fuera a partirse en dos, alzando las caderas, moviendo la cintura hasta acompasarse a los movimientos de sus dedos. Todo el cuerpo le ardía, el corazón latía desbocado y la respiración se le entrecortaba. La boca dejaba escapar jadeos cada vez más violentos, revolviendo la lengua entre los labios, sin un momento de reposo.

Isabel, que hasta ese instante se acariciaba los pezones, erguidos y duros, dejó de hacerlo para echar mano a las caderas de Céspedes, clavándole los dedos como garfios, gritándole para que la penetrara.

Sin darle un segundo de tregua, ella misma abrió más las piernas, alzándolas hasta ponerlas sobre sus hombros para que la alcanzara mejor. Había llegado el momento de la verdad.

A medida que entraba en ella comprobó, con alivio, que Isabel no parecía notar diferencia con otras ocasiones en que lo hiciera su difunto esposo. No tardó en estallar en gemidos moviéndose de un modo enloquecido, gritando hasta caer exhausta.

De este modo tuvieron relación íntima muchas otras veces, y casi siempre a plena satisfacción. Pero ésa fue la única vez que Isabel durmió en casa, en la misma cama. Porque al cabo de algún tiempo empezó a hacer ella insinuaciones de matrimonio. No le acababa de disgustar la idea a Céspedes. Tampoco le cupo la menor duda de que con la viuda estaría tan bien mantenido como barba de rey. Sin embargo, no se sentía preparado para hacer de marido, conviviendo con una mujer bajo el mismo techo. Tarde o temprano descubriría lo de su sexo. No era lo mismo tener una relación, que él podía preparar, que dormir todas las noches en el mismo lecho. Una boda implicaría, además, algo muy peligroso: amonestaciones públicas, remover papeles. Y tenía muy presente la advertencia que a ese respecto le hiciera Alonso del Castillo durante su fugaz encuentro en el Alcázar.

Ahora, en la penumbra de su celda toledana, el reo cuestionaba el papel desempeñado en su proceso por Isabel Ortiz. ¿Fue ella quien lo denunció? Nunca se tomó bien las excusas de Céspedes para postergar el casamiento. De nuevo se había marchado enfadada. Quizá adivinaba en sus ojos una determinación que la viuda no alcanzaba a comprender, aunque sí sus consecuencias.

También debió percibir que él se volvía cada vez más audaz. Que iba trazando ambiciosos planes. Y debió maldecir aquel día en que, antes de su ruptura, Isabel lo recomendara como cirujano a una conocida suya. Así fue como vinieron a buscarlo, con una misión que demandaba su presencia fuera de Madrid, en la sierra.

Céspedes tardó en decidirse lo que le costó vender la casa y aplicar sus beneficios al fondo para enfermos que León había provisto en el hospital.

Al día siguiente, salió de la capital de buena mañana, entre dos luces, cuando iban entrando los labradores para vender sus hortalizas. Experimentaba el alivio del viaje, de la vida errante que antes rehuyera por pesarle como una losa. Recuperaba la amplitud de horizontes, lejos de las calles estrechas y entremetidas, del encierro entre cuatro paredes. Se sentía mejor a medida que su ánimo se tonificaba con la brisa matutina y el sol se alzaba sobre los prados restallando al borde del camino en las gotas de rocío, despejando la neblina. Aquella sensación de libertad.

E
LENO

N
i la Audiencia de Granada ni el Alcázar madrileño podían compararse con semejante mole. El monasterio de El Escorial producía una impresión de anonadante grandiosidad. Sólo estaba concluida la parte del mediodía, con su interminable fachada y poderosas torres. Iba ya muy avanzado el lado opuesto, que se iba construyendo a toda furia, flanqueando la avenida central aún en obras. Allí, encabalgando su eje, se desplegaba una algarabía de andamios, tornos, cabrestantes. Y una muchedumbre de peones se afanaba sobre los destajos.

Un retén de alabarderos cortaba el acceso por el camino. Céspedes mostró al oficial la carta en la que se reclamaban sus servicios, y él ordenó a uno de sus hombres que lo escoltase hasta el hospital de laborantes.

Era un espacio amplio, luminoso y bien ventilado que albergaría cerca de cincuenta camas.

Preguntó por Vicente Obregón. Le señalaron la escalera que conducía hasta el piso superior, donde se alojaban los enfermos de mayor respeto.

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