Esclava de nadie (41 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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»A lo largo de su vida dejó, tomó y mudó el hábito de hombre y de mujer muchas veces en diferentes tiempos, lugares y ocasiones.

»Instigada del demonio, añadiendo delito al delito y sin saber con certidumbre si su marido había muerto, en el dicho hábito de hombre y diciendo serlo, trató y procuró casarse con una doncella. Y con falsa relación y probanza hizo certificar que era hombre y no mujer. Es de presumir que para ello sobornó a los testigos médicos, cirujanos y matronas que presentó en su favor y la vieron.

»Con sus invenciones ha pretendido y querido dar a entender que era hermafrodita y que tenía dos naturas, una de hombre y otra de mujer. Y que como hombre ha tratado y comunicado carnalmente con muchas mujeres, y que por andar con tantas se había casado con una.

»Negando y encubriendo la verdad en el transcurso de un juicio, ha cometido perjurio ante otras justicias y tribunales, especialmente ante vuestras mercedes. Más allá de lo susodicho, es de presumir que haya cometido otras muchas cosas graves. Y las ha visto hacer y decir a otras personas que calla y encubre maliciosamente, por que no venga a noticia de vuestras mercedes. De lo cual prometo acusarla cuanto a mi derecho convenga.

»Por razón de todo lo cual ha incurrido en muchas y muy graves penas estatuidas contra los que cometen semejantes delitos. Por lo que pido la manden condenar en todas las susodichas penas. Otrosí, entiendo que debe ser puesta a cuestión de tormento cuantas veces hubiere lugar. Todo lo cual juro ante Dios que no lo hago maliciosamente, sino en cumplimiento de la justicia.

Notó Mendoza el estremecimiento de Céspedes al escuchar la petición de tormento por parte del fiscal. Sin duda habría tenido ocasión de curar a las gentes que quedaban baldadas, descoyuntadas, inútiles de por vida, tras haber pasado por el potro.

El inquisidor, tras preguntar al fiscal si había concluido, admitió las dos copias de su alegato. Luego, esperó a que Sotocameño saliese de la sala para requerir al secretario:

—Séale leída a la reo la acusación capítulo a capítulo.

Así se hizo. Céspedes fue respondiendo, negando ser hereje y asegurando ser cristiana bautizada. Admitió algunos de los hechos referidos por el fiscal. Sin embargo, objetó la acusación de haber sobornado médicos y engañado a las gentes para casarse con María del Caño:

—Niego todo aquello que excede a lo que ya tengo confesado. Es cierto que me casé, pero no en oprobio del matrimonio. Es verdad que he tratado carnalmente con muchas mujeres, pero ello ha sido por haber tenido dos naturas. Finalmente, ni encubrí la verdad ni cometí perjurio ni he escondido a otras personas o delitos.

El inquisidor ordenó al secretario que entregara copia a la acusada del escrito presentado por el fiscal, de modo que pudiese responderlo. Y para ayudarla en ese cometido se dispuso a señalarle a uno de los abogados del Santo Oficio.

Tras consultar con la mirada al alguacil y advertir el gesto afirmativo de éste, dijo en voz más alta:

—Que entre el letrado Gómez de Velasco.

Céspedes miró hacia la puerta para escrutar el aspecto del defensor que se le acababa de asignar de oficio.

Entró un hombre de mediana alzada y aspecto atildado, hasta el punto de hacer fuerte contraste con aquella sala tan desvencijada.

Cuando se le hubieron leído la acusación del fiscal y las respuestas de la reo, Gómez de Velasco pidió la venia para hacer un aparte con Céspedes. Y tras aquella breve comunicación se dirigió al tribunal con la fórmula reglamentaria que en tal caso procedía:

—Esta defensa aconseja a la acusada que diga enteramente la verdad, en descargo de su conciencia. Porque esto es lo que le conviene para la salvación de su alma y mejor despacho de su causa.

—Dicha tengo la verdad, y nada que añadir —respondió Céspedes— sino manifestar el acuerdo con mi letrado.

Éste, que estaba al quite, corroboró:

—Recibida copia del escrito del promotor fiscal, la acusada alegará en su momento oportuno.

Cuando salieron de la sala, el inquisidor ordenó al alguacil que hiciera entrar al licenciado Sotocameño para notificarle la conclusión de la reo.

El fiscal replicó presentando un pliego con la relación de testigos que proponía interrogar. Mendoza la aceptó:

—Recibimos a las partes a prueba, salvo
iure impertinentium et non admitendorum
conforme al estilo del Santo Oficio.

Y, tras el preceptivo «se hará justicia», procedió a levantar la sesión.

En la áspera soledad de su celda, Céspedes no podía conciliar el sueño pensando en la petición hecha por el fiscal para que fuese sometido a tormento cuantas veces hiciera falta, hasta confesar los cargos que se le imputaban. Más que nunca le sobresaltaban los pasos en el corredor, el chirrido de los cerrojos, los goznes de una puerta al abrirse. Estaba familiarizado con el dolor. ¿Qué cirujano no lo estaba? Trabajaban a diario en ello. Pero una cosa era herir para curar y otra muy distinta el daño calculado y sistemático para destrozar el cuerpo. ¿Sería capaz de soportarlo? ¿No terminaría delatando hasta a los inocentes, como hacían tantos, dislocados los huesos, quebrado el espíritu?

T
URNO DE PRUEBAS

L
os testigos propuestos por el fiscal arrojaron pocas sorpresas, reafirmándose en sus declaraciones anteriores. El último en comparecer fue el doctor Antonio Mantilla. Lo habían reservado para el final por haber mantenido dos versiones contradictorias. Al examinar a Céspedes en Madrid, a petición del vicario Neroni, lo certificó como varón. Pero luego se retractó de ello ante el tribunal de Ocaña. Cualquier observador imparcial habría llegado a la misma conclusión: en el primer caso, pudo hacerlo por dinero; en el segundo, por temor, al hallarse bajo la jurisdicción del gobernador Jufre de Loaysa.

Debido a tales antecedentes, Mendoza le había ordenado que examinara a la reo en presencia de los médicos de la Inquisición. Y cuando hubo concluido y estuvo ante él, le preguntó:

—¿Qué habéis determinado en esta ocasión sobre la acusada?

—Ella es mujer como todas las demás mujeres. No tiene trazas de haber sido nunca varón ni señal o cicatriz por donde se entienda haber sido hermafrodita.

—¿Y cómo afirmasteis ante el vicario Neroni que la dicha Elena de Céspedes tenía miembro de varón natural y proporcionado, con sus testículos?

Vaciló el médico. Aún temblaba cuando acertó a balbucear:

—No puedo entenderlo… —Y ante la mirada apremiante del inquisidor, advirtiéndole que concretara tales vaguedades, continuó—: No pudo ser sino una ilusión del demonio… Porque yo toqué a ésta sus partes ante el vicario. Y ahora veo que fue arte diabólica, pues no creo que se me pudiera engañar de otro modo.

Graves palabras aquellas. Abrían un frente donde el Santo Oficio entendía de pleno y actuaba con gran firmeza: hechicería y pacto con el diablo. En circunstancias normales, dados los muchos testigos interrogados, habría procedido a levantar la sesión. Pero no hizo tal. Tras despedir al médico, se volvió hacia el secretario y le ordenó:

—Que sea traída la acusada a nuestra presencia.

Cuando Céspedes estuvo ante él, pidió al secretario que trasladara a la reo la publicación de los testimonios en contra suya, callados los nombres, apellidos y otras circunstancias conforme al estilo del Santo Oficio.

Lo peor vino al serle leídas las declaraciones de las matronas, médicos y cirujanos que lo examinaron en Ocaña. Al ser requeridos ahora como testigos por el fiscal Sotocameño, todos ellos la consideraban mujer.

—¿Qué alega la acusada? —le preguntó Mendoza.

—Su autoridad no es mayor que la mía, pues soy examinado de la profesión.

—¿Y los informes de los médicos y el cirujano de este Santo Oficio? Aseguran que esta confesante miente y hubo de mantener relación con otras mujeres valiéndose de postizos que imitaban el miembro de varón.

Céspedes no se amedrentó y fue más lejos aún, por alcanzársele la importancia de aquel testimonio:

—Ellos no saben de lo que hablan.

Cuando dos días después se reanudó la causa, Lope de Mendoza cedió el turno de palabra al letrado de la acusada, para que argumentara lo más conveniente en su defensa.

Gómez de Velasco se adelantó y comenzó a leer los descargos que traía preparados, que se venían a resumir así:

—«Yo, Elena de Céspedes, no he dicho ni hecho maliciosamente cosa alguna contra nuestra santa fe católica, porque no me casé en desacato ni menosprecio del sacramento del matrimonio, sino por estar en servicio de Nuestro Señor y por verme con aptitud y potencia de hombre. Y para ello precedió licencia del vicario de Madrid, por cuyo mandato me vieron médicos y personas peritas. Y aunque al presente esté sin el vigor y aptitud de varón, ello se debe a que se me fue dañando y cancerando el miembro. Por todo lo cual y por las demás causas y razones que en mi favor constan, y que doy aquí por allegadas, pido y suplico a vuestras mercedes que me absuelvan y den por libre. Y, en el caso de que no haya lugar a esto, me impongan la penitencia con mucha misericordia. Otrosí hago presentación de las preguntas que pido se hagan a los testigos que depusieron en mi favor. Y recibidos sus dichos y declaraciones concluiré definitivamente».

El abogado alzó los ojos del pliego que acababa de leer y consultó con la mirada al inquisidor, quien le concedió el permiso para que entregara al secretario del tribunal las preguntas dirigidas a los testigos propuestos por la acusada:

—Tales personas serán interrogadas a la mayor brevedad.

Vio Lope de Mendoza que entre ellas se encontraban dos mujeres, María del Caño e Isabel Ortiz. ¿Respaldarían a Céspedes? Ambas habían mantenido relaciones íntimas con la reo durante meses. Y, a diferencia del doctor Mantilla, no habían incurrido en contradicción ni renuncio, lo que prestaba a su testimonio un valor añadido.

María del Caño, después de todo, era su esposa, y más le valía hacerlo. Aunque muchos testigos, en estos casos, preferían una retirada a tiempo. En sus largos años había visto de todo y no eran raros los cónyuges, padres, hijos o parientes muy cercanos que renegaban de los suyos con tal de no dar con sus propios huesos en la cárcel, el potro o la hoguera.

Mucho más dudosa le parecía Isabel Ortiz, aquella viuda despechada que acusó a Céspedes de haberle prometido matrimonio y luego no cumplir su palabra. La reo era muy audaz al presentarla ahora como testigo. Claro que si apoyaba su virilidad, su testimonio sería mucho más valioso que el de María del Caño. Pues ésta, sobre ser parte implicada, lo había conocido virgen, mientras que la viuda era persona experimentada y con dos hijos.

Por ello esperaba con no poca curiosidad las respuestas a las requisitorias enviadas.

Comenzó el secretario leyendo el testimonio de María del Caño:

—«Al ser preguntada por el conocimiento y relación que mantenía con las partes, dijo que no sabe quién es Elena de Céspedes. Ésta dice conocer a Eleno de Céspedes, casado con ella».

«¡Brava mujercita! —pensó el inquisidor—. Ése sí que es gran arranque».

El secretario seguía leyendo:

—«Eue preguntada entonces sobre el miembro y potencia de varón de la dicha Elena de Céspedes. Respondió que se le mostrase la declaración que ya tiene hecha al respecto ante el Santo Oficio. Le fue leído de principio a fin lo depuesto por ella en la audiencia de la mañana de la Inquisición de Toledo a veinte días del mes de julio de este año ante don Lope de Mendoza. La declarante se ratificó sin enmendar ni añadir nada. Y ante mí lo firmó».

Admirado se quedó Lope de Mendoza por la buena cabeza de aquella mujer, que tenía tan en cuenta su anterior testimonio, la escrupulosa necesidad de no entrar en contradicción con él y el derecho que la asistía para que le fuese leído.

—Veamos ahora qué dice la viuda Isabel Ortiz.

El secretario abrió el pliego y leyó:

—«Tras ser llamada, compareció ante este comisario del Santo Oficio en la villa de Madrid la viuda Isabel Ortiz, mujer que fue de Francisco Cimbreño, herrero, que vive en la parroquia de San Francisco. Dice tener cuarenta años. Y siendo preguntada contestó que conoce a Eleno de Céspedes, cirujano, porque esta testigo estuvo en su casa. Y por lo que sabe y le consta, el susodicho es hombre, con miembro y potencia de varón para tener ayuntamiento y cópula con mujer».

Por muy despechada que hubiese quedado, le estaba sacando la cara. Y lo seguía llamando Eleno, y no Elena. Todo un carácter. Mendoza prestó de nuevo atención a la lectura del secretario, quien exponía las dudas puestas a la viuda por el comisario del Santo Oficio. Y que ella contestaba así:

—«Esto lo sabe la testigo porque, estando en su casa y a su servicio, el dicho Eleno de Céspedes se echó con ella en su cama y tuvieron trato algunas veces. Y en ello no hacía diferencia con su marido. Por esta razón le tiene por hombre. Tal es la verdad».

Como buen comisario del Santo Oficio, el de Madrid no se quedó conforme. Había vuelto a la carga, aunque sin lograr que la compareciente alterase su testimonio:

—«Preguntada si el miembro con el que el dicho Eleno de Céspedes tuvo acceso carnal con esta testigo le era propio o postizo, dijo ella que le parecía miembro de hombre como los demás. Se le encargó el secreto y lo juró. Y no lo firma porque no sabe escribir».

De modo que aquella briosa Isabel Ortiz ratificaba a Céspedes en todos sus puntos. Quizá fuesen las viudas más agradecidas y menos interesadas que otras mujeres. Qué más daba, a aquellas alturas.

El inquisidor miró al secretario para ver si había otros testimonios. El escribano le mostró varios folios que aún quedaban por leer. Resignado, lo invitó a que prosiguiera.

Se trataba de siete ratificaciones de testigos hechas en Yepes ante el comisario del Santo Oficio en aquel lugar, a cuyo cargo quedaban las repreguntas. Todos los que antes habían declarado que Céspedes era varón se reafirmaban en sus declaraciones. Y cuando se les insistía para que revelasen el tamaño del miembro aseguraban que lo tenía como un hombre normal, incluso mayor. Hasta tal punto que uno, de suyo donoso, añadía: «Podríamos haber echado mano de un cuchillo y cortarle medio miembro, y aun harto le quedaría».

Incluso estando pendientes otros dos testigos de Yepes, estos siete eran providenciales para la reo. Cuando parecía que los médicos de la Inquisición, junto a Mantilla y el fiscal Sotocameño, la habían puesto contra la pared, se había revuelto de modo inesperado. Después de todo, los testimonios de los médicos que ahora le atribuían el mero sexo de mujer se referían al estado actual, no al que tenía cuando se casó con María del Caño. Y alguno de ellos, como Mantilla, se contradecían, habiéndolo dado por varón en su momento.

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