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Authors: Kerstin Gier

Esmeralda (3 page)

BOOK: Esmeralda
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—Es solo que… no me encuentro bien porque… cosas de chicas, ¿sabes?

—Ay, cariño.

—Cuando llame a Leslie, seguro que enseguida me sentiré mejor.

Para mi sorpresa, y la de Xemerius, mi madre se dio por satisfecha con esa explicación. Me preparó té, me dejó la jarra y mi taza estampada preferida en la mesita de noche, me acarició la cabeza y me dejó tranquila, renunciando incluso a sus habituales advertencias («¡Gwenn, que son las diez y ya llevas cuarenta minutos al teléfono! ¡Ya os veréis mañana en la escuela!»). A veces, realmente, era la mejor madre del mundo.

Suspirando, levanté las piernas de la cama y caminé con paso inseguro en dirección al cuarto de baño. Sentí un corriente de aire fría.

—¿Xemerius? ¿Estás ahí? —pregunté a media voz mientras buscaba el interruptor a tiendas.

—Eso depende. —Xemerius estaba colgado cabeza abajo de la lámpara del pasillo, balanceándose y parpadeando deslumbrado por la luz—. ¡Solo si no vuelves a transformarte en una fuente ambulante! —Su voz se hizo aguda y llorosa y empezó a imitarme, por desgracia, bastante bien—. «Y entonces él dijo, no tengo ni idea de qué estás hablando, y entonces yo dije, sí o no, y a continuación él dijo, sí, pero por favor, deja de llorar…» —Suspiró de forma teatral—. Realmente las chicas son lo más irritante que hay, por detrás de los empleados de banca jubilados, las dependientas de las tiendas de medias y los presidentes de las sociedades de horticultura.

—No puedo garantizarte nada —susurré para no despertar al resto de la familia—. Lo mejor será que no hablemos de tú-ya-sabes-quién, porque si no… bueno… la fuente podría volver a ponerse en marcha.

—De todos modos, no podría soportar oír su nombre otra vez. ¿Qué te parece si por fin nos ponemos a hacer algo razonable, como, por ejemplo, buscar un tesoro?

Dormir tal vez habría sido algo razonable, pero, por desgracia, volvía a estar completamente desvelada.

—Por mí, podemos empezar a buscar, pero antes tengo que ir un momento a eliminar el té.

—¿Quéééé?

Señalé la puerta del baño.

—Ah, vale —dijo Xemerius—. Te esperaré aquí.

El espejo del baño tenía mejor aspecto del que esperaba. Ni rastro de tuberculosis, por desgracia. Solo tenía los párpados algo hinchados, como si me hubiera pasado un poco con la sombra de ojos rosa.

—¿Se puede saber dónde te has metido todo este rato, Xemerius? —pregunté cuando volví al salir al pasillo—. No habrás estado, por casualidad, en casa de…

—¿De quien? —preguntó Xemerius con cara de indignación—. No me estarás preguntando por aquel cuyo nombre no puede pronunciarse…

—Hmmmm… sí.

Me moría de ganas de saber qué había hecho Gideon esa noche. ¿Cómo estaría su herida del brazo? ¿Habría hablado con alguien sobre mí? ¿Le habría dicho tal vez algo como: «Todo esto es un gran malentendido. Claro que quiero a Gwendolyn. Nunca he tratado de engañarla»?

—Ni hablar, no voy a caer en la trampa. —Xemerius bajó aleteando de la lámpara y se posó en el suelo. Sentado ante mí, apenas me llegaba por encima de las rodillas—. Además, no he salido. He revisado a fondo toda la casa. Si alguien puede encontrar el tesoro, ese soy yo, aunque solo sea porque ninguno de vosotros es capaz de pasar a través de las paredes, o de revolver los cajones de la cómoda de tu abuela sin ser descubierto.

—Alguna ventaja tiene que tener ser invisible —dije yo, y renuncié a comentar que Xemerius no podía revolver nada de nada, porque con sus zarpas fantasmales ni siquiera podía abrir un cajón. Ninguno de los espíritus que había conocido hasta el momento era capaz de mover objetos. Y la mayoría ni siquiera eran capaces de provocar una corriente de aire—. Supongo que ya sabes que no estamos buscando un tesoro, sino solo una indicación de mi abuelo que pueda servirnos de ayuda para saber algo más sobre este asunto.

—La casa está repleta de trastos en los que guardar tesoros, por no hablar de todos los posibles escondrijos —continuó Xemerius sin inmutarse—. Las paredes del primer piso en parte son dobles, y en medio hay unos pasadizos estrechísimos que definitivamente no han sido pensados para gente con el culo gordo.

—¿De verdad? —Nunca había visto esos pasadizos de los que hablaba—. ¿Y cómo se puede entrar?

—En la mayoría de las habitaciones las puertas han sido, sencillamente, empapeladas, pero aún hay una entrada en el armario empotrado de tu tía abuela y otra detrás del macizo aparador del comedor. Y en la biblioteca también hay una conexión con la escalera de la vivienda de mister Bernhard y otra que sube al segundo piso.

—Lo que explicaría por qué mister Bernhard siempre aparece como si saliera de la nada —murmuré yo.

—Y eso no es todo: en el gran tubo de la chimenea que corre junto a la pared divisoria con el número 83 hay una escalera por la que se puede trepar hasta el tejado. Desde la cocina ya no hay acceso, porque ahí la chimenea está tapiada, pero en el armario empotrado del final del pasillo del primer piso hay una trampilla lo bastante grande para que pase incluso Papá Noel. O vuestro siniestro mayordomo.

—O el deshollinador.

—¡Y aún me falta el sótano! —Xemerius hizo si no hubiera oído mi objeción—. ¿Ya saben vuestros vecinos que hay una puerta secreta que da a su casa? ¿Y que bajo su sótano existe otro sótano más? Aunque quien quiera buscar algo allí no debe tener miedo de las arañas.

—Entonces será mejor que busquemos primero en otro sitio —dije rápidamente olvidándome por completo de susurrar.

—Si supiéramos que estamos buscando, naturalmente sería más sencillo. —Xemerius se rascó la barbilla con la pata trasera—. Pero con lo poco que sabemos podría tratarse de cualquier cosa: el cocodrilo disecado del trastero de la escalera, la botella de whisky detrás de los libros de la biblioteca, el fajo de cartas del compartimento secreto del secreter de tu tía abuela, la caja metida en un hueco de la pared…

—¿Una caja en la pared? —le interrumpí.

Xemerius asintió con la cabeza.

—Oh, creo que has despertado a tu hermano —dijo.

Giré sobre mí misma. Mi hermano Nick, de doce años, estaba parado en la puerta de su habitación y se pasaba las manos por su revuelta cabellera pelirroja.

—¿Con quién estás hablando, Gwenny?

—Es muy tarde —susurré—. Vuelve a la cama, Nick.

Nick me miró indeciso, y pude ver literalmente cómo se iba despabilando segundo a segundo.

—¿Qué decías de una caja en la pared?

—Yo… quería buscarla, pero creo que será mejor que espere a que se haga de día.

—¡Tonterías! —exclamó Xemerius—. Veo en la oscuridad tan bien como… una lechuza. Además, difícilmente vas a poder registrar la casa cuando todos estén despiertos, a no ser que quieras tener más compañía aún.

—Yo tengo una linterna —dijo Nick—. ¿Y qué hay dentro de la caja?

—No lo sé exactamente. —Reflexioné un momento—. Posiblemente algo del abuelito.

—Oh —dijo Nick interesado—. ¿Y dónde está escondida la caja?

Miré a Xemerius.

—La he visto colocada en una pared lateral del pasadizo secreto que hay detrás del hombre gordo con patillas montado a caballo —dijo Xemerius—. Pero ¿quién va a esconder secretos… tesoros a estas alturas en una aburrida arca? El cocodrilo me parece mucho más prometedor. ¿Quién sabe con qué lo habrán rellenado? Yo voto por que lo rajemos.

Como el cocodrilo y yo ya nos conocíamos de antes, me opuse a su propuesta.

—Primero miraremos en esa caja. Lo del hueco en la pared no suena nada mal.

—¡Suena aburriiido! —berreó Xemerius—. Probablemente, uno de tus antepasados escondió ahí el tabaco de pipa para que no lo vieran sus padres… —Por lo visto, se le había ocurrido una idea, porque de repente sonrió con malicia—. ¡O el cuerpo descuartizado de una criada insolente!

—La caja está en el pasadizo secreto detrás del cuadro del tatatarabuelo Hugh —le expliqué a Nick—, pero…

Antes de que hubiera terminado la frase, mi hermano ya había dado media vuelta.

—¡Voy corriendo a por mi linterna!

Lancé un suspiro.

—¿Y ahora por qué suspiras otra vez? —Xemerius puso los ojos en blanco—. No veo qué problema hay en que nos acompañe. Haré mi ronda rápidamente para asegurarme de que el resto de la familia sigue durmiendo —añadió desplegando las alas—. No queremos que la fisgona de tu tía nos sorprenda in fraganti cuando encontremos los diamantes, ¿verdad?

—¿Qué diamantes?

—¡Piensa en positivo por una vez! —Xemerius ya había salido volando—. ¿Qué prefieres? ¿Diamantes o los restos putrefactos de la criada insolente? Todo es cuestión de actitud. Nos encontraremos ante el gordo del jamelgo.

—¿Estás hablando con un fantasma?

Nick, que había vuelto a aparecer detrás de mí, apagó la luz del pasillo y encendió su linterna.

Asentí con la cabeza. Nick nunca había puesto en duda que podía ver fantasmas, todo lo contrario: a los cuatro años (yo tenía ocho) ya me defendía con vehemencia cuando alguien no quería creerme como la tía Glenda, por ejemplo, que siempre se indignaba cuando iba con nosotros a Harrods y yo me ponía a hablar con el simpático portero uniformado de los grandes almacenes, mister Grizzle. Como mister Grizzle ya hacía cincuenta años que había muerto, naturalmente nadie podía comprender que me quedara allí parada y empezara a hablar sobre los Windsor (mister Grizzle era un ferviente admirador de la reina) y sobre lo húmedo que era ese junio (el tiempo era el segundo tema favorito de mister Grizzle). Algunas personas se reían, otras encontraban que los niños tenían una fantasía «divina» (lo que la mayoría subrayaba revolviéndome el cabello) y otras sencillamente sacudían la cabeza, pero nadie se alteraba tanto como la tía Glenda. Abochornada por mi conducta, mi tía acostumbraba tirar de mí, se ponía a maldecir cuando yo plantaba los pies en el suelo, decía que debería tomar ejemplo de Charlotte (que, por cierto, ya por entonces era tan perfecta que no se le movía de sitio ni un pasador del pelo) y, lo más cruel de todo, me amenazaba con dejarme sin postre. Pero aunque sabía que cumpliría sus amenazas (y a mí me encantaban los postres en todas sus variantes, incluida la compota de ciruelas), no tenía valor para pasar ante mister Grizzle fingiendo que no le veía. En momentos así, Nick siempre trataba de ayudarme rogándole a la tía Glenda que me soltara porque el pobre mister Grizzle no tenía a nadie con quien charlar aparte de mí, y en cada ocasión la tía Glenda le dejaba fuera de combate con gran habilidad diciéndole con voz melosa: «Ay, mi pequeño Nick, ¿cuándo entenderás que tu hermana solo quiere llamar la atención? ¡Los fantasmas no existen! ¿O es que ves a alguno por aquí?». Y al final Nick siempre se veía obligado a sacudir tristemente la cabeza y la tía Glenda podía sonreír con aire triunfal.

Sin embargo, el día en que mi tía decidió finalmente no volver a llevarnos a Harrods, Nick cambió sorprendentemente de táctica. Mi diminuto y mofletudo hermanito (¡era tan mono de pequeño, y tenía un ceceo tan encantador!) se plantó ante la tía Glenda y gritó: «¿
Zabez
lo que acaba de decirme
mizter
Grizzle, tía Glenda? ¡Ha dicho que
erez
una bruja mala y
fruztrada
!». Naturalmente, mister Grizzle nunca hubiera dicho algo así (era demasiado educado y la tía Glenda demasiado buena clienta), pero la noche anterior mamá soltó algo parecido. Al oírlo, la tía Glenda apretó los labios y se largó pisando fuerte, llevándose consigo de la mano a Charlotte. Luego en casa hubo una discusión bastante fea con mi madre (mamá estaba enfadada porque habíamos tenido que encontrar el camino de vuelta solos, y a la tía Glenda le quedó claro como el agua que lo de la bruja «frutada» había salido de labios de su hermana), y el resultado fue que ya no pudimos salir más de compras con la tía Glenda. Aunque la palabra «frutada» se ha seguido utilizando entre nosotros hasta el día de hoy.

Más adelante, a medida que me iba haciendo mayor, dejé de contarle a todo el mundo que podía ver cosas que ellos no veían. Es lo más inteligente que se puede hacer si no quieres que te tomen por loca. Solo con mis hermanos y con Leslie no tenía necesidad de disimular, porque ellos me creían. En el caso de mamá y la tía abuela Maddy no estaba tan segura de eso, pero al menos ellas nunca se reían de mí. Como la tía Maddy tenía visiones a intervalos irregulares, probablemente sabía muy bien cómo te sentías cuando nadie te creía.

—¿Es simpático? —susurró Nick. El cono de luz de su linterna bailaba sobre los escalones.

—¿Quién?

—Pues el fantasma.

—Sí —murmuré ateniéndome a la verdad.

—¿Y qué aspecto tiene?

—Es bastante mono, pero él se considera un tipo peligroso.

Mientras bajábamos andando de puntillas hasta el segundo piso, que ocupaban la tía Glenda y Charlotte, traté de describir a Xemerius lo mejor que pude.

—¡Qué guay! —susurró Nick—. ¡Una mascota invisible! ¡Qué envidia me das!

—¡Una mascota! Sobre todo, no se te ocurra decir eso cuando Xemerius esté presente.

Casi esperaba oír los ronquidos de mi prima a través de la puerta del dormitorio, pero naturalmente Charlotte no roncaba. Las personas perfectas no hacen ruidos desagradables mientras duermen. Qué «frutante».

Medio piso más abajo, mi hermano pequeño soltó un profundo bostezo, y de pronto me entraron remordimientos de conciencia.

—Escucha, Nick, son las tres y media de la noche y mañana tienes que ir a la escuela. Mamá me matará si descubre que no te he dejado dormir.

—¡No estoy nada cansado! ¡Y no estaría bien que ahora me enviaras a la cama y siguieras sin mí! Dime, ¿qué escondió el abuelo?

—No tengo ni idea; tal vez un libro en el que me lo explica todo o una carta. El abuelito era el gran maestre de los Vigilantes. Lo sabía todo sobre mí y esa historia de los viajes en el tiempo, y también sabía que no era Charlotte la que había heredado el gen, porque yo me encontré con él personalmente en el pasado y se lo expliqué.

—¡Qué suerte tienes! —susurró Nick, y añadió casi avergonzado—: La verdad es que yo apenas lo recuerdo. Solo me acuerdo de que siempre estaba de buen humor y de que no era nada estricto, justo lo contrario de lady Arista. Además, siempre olía a caramelo y a hierbas raras.

—Eso era su tabaco de pipa. ¡Cuidado!

Llegué justo a tiempo de frenar a Nick. Ya habíamos pasado el segundo piso, pero en el tramo de escalera que llevaba al primer piso había unos cuantos peldaños traicioneros que crujían mucho. Al final había aprendido algo de repetidos paseos nocturnos a la cocina durante años. Rodeamos los puntos peligrosos y finalmente llegamos a la pintura del tatatarabuelo Hugh.

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