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Authors: Kerstin Gier

Esmeralda (8 page)

BOOK: Esmeralda
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Mister George se pasó el dorso de la mano por la calva, e iba a abrir la boca para decir algo cuando oímos unos pasos que se acercaban y el ruido de una puerta al cerrarse. Desproporcionadamente alarmado, mister George me arrastró al otro lado de la esquina, en la dirección opuesta a donde había llegado el ruido, y se sacó a toda prisa un pañuelo del bolsillo de la chaqueta.

La persona que se acercaba a paso ligero por el pasillo era Falk de Villiers, el tío de Gideon y gran maestre de la logia, que sonrió al vernos.

—Ah, estáis aquí. El pobre Marley ha llamado por el teléfono interno para preguntar dónde os habíais metido, y he pensado que sería mejor ir a ver qué pasaba.

Parpadeé y me froté los ojos, como si mister George acabara de desatarme el pañuelo, pero habría podido prescindir de la comedia porque Falk de Villiers no me prestó ninguna atención y se limitó a abrir la puerta de la sala del cronógrafo o del antiguo laboratorio de alquimia.

Falk era tal vez unos años mayor que mi madre y era un hombre muy apuesto, como todos los De Villiers que había conocido hasta el momento. Mentalmente yo siempre lo comparaba con el jefe de una manada de lobos. Su espeso cabello ya tenía canas y contrastaba con sus ojos ambarinos dándole un aspecto muy atractivo.

—Bien, Marley, ya ve que nadie ha desaparecido —dijo en tono jovial a mister Marley, que se encontraba sentado en una silla y en ese momento se levantó de un salto y empezó a retorcerse las manos nerviosamente.

—Yo solo tenía la… pensé que… para mayor seguridad… —balbució—. Le ruego que me perdone, sir…

—Todos celebramos que se tome tan en serio sus obligaciones —dijo mister George, y Falk preguntó:

—¿Dónde está mister Whitman? Habíamos quedado para tomar el té con el decano Smythe y pensaba que el encontraría aquí.

—Acaba de irse —dijo mister Marley—. De hecho tendría que haberse cruzado con él.

—Oh, en ese caso me voy corriendo, tal vez aún le alcance. ¿Vienes tú también Thomas? —Después de dirigirme una mirada de soslayo, mister George asintió con la cabeza—. Ya nos veremos mañana para el baile, Gwendolyn. —Ya estaba saliendo por la puerta cuando se volvió de nuevo y dijo como de pasada—: Ah, y saluda a tu madre de mi parte. Supongo que está bien, ¿no?

—¿Mi madre? Sí, está bien.

—Me alegra oírlo. —Imagino que puse cara de sorpresa, porque carraspeó y añadió—: No es fácil hoy día para una madre criar sola a los hijos y trabajar al mismo tiempo, por eso me alegro de que todo le vaya bien.

Ahora sí que le miré con cara de asombro.

—¿O tal vez me equivoco y en realidad no está sola? A una mujer tan atractiva como Grace seguro que no le faltan pretendientes; tal vez incluso tenga pareja fija…

Falk me miró con aire esperanzado, pero cuando vio que yo arrugaba la frente, echó un vistazo a su reloj de pulsera y exclamó:

—Oh, vaya, se ha hecho muy tarde. Ahora sí que tengo que irme.

—¿Eso era una pregunta? —inquirí después de que Falk hubiera cerrado la puerta.

—Sí —dijeron al unísono mister George y mister Marley, y este último se puso como un pimiento—. Hum… al menos a mí me ha parecido como si quisiera saber si tiene pareja fija —murmuró.

Mister George se echó a reír.

—Falk tiene razón, se ha hecho muy tarde. Si nuestro Rubí quiere tener tiempo libre esta noche, debemos enviarla ahora mismo al pasado. ¿Qué año elegimos, Gwendolyn?

Como habíamos acordado con Leslie, dije esforzándome en aparentar indiferencia:

—Tanto da. La otra vez, en el año 1956 (¿era 1956, no?) no había ratas en el sótano y estuve bastante cómoda. —Naturalmente, no mencioné que en medio de mi desratizada comodidad había tenido un encuentro secreto con mi abuelo—. Allí podría aprender un poco de vocabulario francés sin temblar de miedo todo el tiempo.

—No hay problema —dijo mister George, y abrió un grueso diario mientras mister Marley corría a un lado el tapiz que ocultaba la caja fuerte con el cronógrafo.

Traté de mirar por encima del hombro de mister George mientras pasaba las páginas, pero sus anchas espaldas no me permitían ver.

—Veamos, fue el 24 de julio de 1956 —dijo mister George—. Y tú estuviste allí toda la tarde y saltaste de vuelta a las 18.30.

—Las 18.30 sería una buena hora —dije yo rezando interiormente por que nuestro plan funcionara. Si podía saltar exactamente al momento en que había abandonado la habitación la otra vez, mi abuelo aún estaría abajo y no tendría que perder el tiempo buscándolo.

—Creo que será mejor que elijamos las 18.31, no vaya a ser que te tropieces contigo misma.

Mister Marley, que había colocado la caja del cronógrafo sobre la mesa y ahora sacaba con mucho cuidado el aparato, del tamaño de un reloj de chimenea, de su funda de terciopelo, murmuró:

—Pero en realidad no puede decirse que eso sea de noche. Mister Whitman indicó que…

—Sí, ya sabemos que mister Whitman se toma las normas muy en serio —dijo mister George mientras se concentraba en las ruedecitas dentadas.

Sobre la superficie de aquel extraño aparato, entre delicados motivos geométricos y dibujos coloreados de planetas, animales y plantas, resplandecían unas piedras preciosas engastadas tan gruesas y brillantes que casi parecían artificiales —como las joyas autoadhesivas con las que a mi hermana pequeña le gustaba jugar—. A cada uno de los viajeros del tiempo en el Círculo de los Doce le correspondía una piedra preciosa. Para mí había un rubí, y el diamante, que era tan enorme que con el dinero obtenido con su venta se habría podido comprar todo un bloque de pisos, era «propiedad» de Gideon.

—Pero imagino que los dos somos lo bastante caballeros para no dejar a una joven dama sola de noche en un sótano oscuro, ¿no es cierto, Leo? —acabó mister George.

Mister Marley asintió no muy convencido.

—Leo es un bonito nombre —dije yo.

—Viene de Leopold —repuso mister Marley, y sus orejas se pusieron rojas como las luces traseras de un coche mientras se sentaba a la mesa, abría el diario y desenroscaba el capuchón de una pluma. La escritura pequeña y pulcra con que se habían anotado las largas hileras de fechas, horas y nombres sin duda era suya—. Mi madre encuentra que es un nombre horroroso, pero es una tradición ponérselo a todos los primogénitos de nuestra familia.

—Leo es un descendiente directo del barón Miroslaw Alexander Leopold Rakoczy —explicó mister George, y mientras hablaba se volvió un momento hacia mí y me miró a los ojos—. Ya sabes, el legendario compañero del conde de Saint Germain conocido en los Anales con el nombre del Leopardo Negro.

Yo estaba perpleja.

—Ah, ¿de verdad?

Mentalmente comparé a mister Marley con el enjuto y pálido Rakoczy, quien me había infundido tanto miedo con sus terribles ojos negros; pero no tenía muy claro si debía decir «Bueno, pues ya puede estar contento de no parecerse a su siniestro antepasado» o si a fin de cuentas no era peor aún ser pelirrojo y pecoso y tener cara de luna.

—Cuando mi abuelo por parte de padre… —arrancó a decir mister Marley, pero mister George le interrumpió rápidamente.

—Seguro que su abuelo estaría muy orgulloso de usted —dijo en tono decidido—. Sobre todo si supiera con cuánto coraje ha sacado adelante sus exámenes.

—Fallé un poco en «Manejo de armas tradicionales», saqueé solo un «suficiente» —dijo mister Marley.

—Bah, eso tampoco tiene ninguna utilidad para nadie; es una disciplina totalmente anacrónica. —Mister George tendió la mano hacia mí—. Ya estamos listos, Gwendolyn. En marcha al año 1956. He ajustado el cronógrafo a tres horas y media exactamente. Sujeta bien la cartera y sobre todo no te la dejes en la habitación, ¿de acuerdo? Mister Marley te esperará aquí.

Apreté la cartera contra mi pecho con un brazo y le alargué la mano libre a mister George, que deslizó mi dedo índice en uno de los minúsculos registros del cronógrafo. La aguja penetró en la carne y un magnífico rubí brilló llenando toda la habitación de luz roja. Cerré los ojos mientras me dejaba arrastrar por una violenta sensación de vértigo. Cuando volví a abrirlos un segundo después, mister Marley y mister George habían desaparecido, igual que la mesa.

Estaba más oscuro que antes. Una única bombilla iluminaba la habitación, a cuya luz pude distinguir a mi abuelo Lucas, que se encontraba de pie a solo un metro de mí absolutamente atónito.

—Tú… No te… ¿No ha funcionado bien? —dijo horrorizado. En el año 1956 tenía veintitrés años y no se parecía gran cosa al octogenario que yo había conocido de pequeña—. Has desaparecido hace un momento y acto seguido has vuelto a aparecer otra vez aquí.

—Sí —dije orgullosa, y contuve el impulso de lanzarme a sus brazos.

Como en nuestro otro encuentro, al verle se me había hecho un nudo en la garganta. Mi abuelo había muerto cuando yo tenía diez años, y volver a verle seis años después de su entierro era una experiencia tan maravillosa como horrible. Lo horrible no era que en nuestros encuentros en el pasado no fuera el abuelo que yo había conocido, sino una especie de versión inacabada suya; lo horrible era que yo fuera una persona totalmente desconocida para él. Mi abuelo no sabía cuántas veces me había sentado de pequeña en su regazo, ni que él había sido quien me había consolado con sus historias cuando mi padre había muerto, o que siempre nos dábamos las buenas noches en una lengua secreta inventada que aparte de nosotros no entendía nadie. Él no tenía ni idea de cuánto le quería, y yo no podía decírselo. A nadie le gusta oír algo así de una persona con la que solo ha pasado unas horas. Traté de olvidarme, en la medida de lo posible, del nudo en la garganta, y continué:

—Para ti solo ha pasado un minuto, calculo, razón por la cual te perdono que aún no te hayas afeitado el bigote, pero para mí han sido unos días en los que han ocurrido un montón de cosas.

Lucas se pasó la mano por el bigote y sonrió.

—Sencillamente te has vuelto a… Vaya, eso ha sido muy astuto por tu parte, nieta.

—¿Verdad que sí? Aunque, para serte sincera, ha sido idea de mi amiga Leslie. Para que pudiéramos estar seguras de que te encontraría. Y así no perderíamos tiempo.

—Sí, bueno, el problema es que tampoco he tenido tiempo de pensar en lo que vamos a hacer a partir de ahora. En este instante me disponía a recuperarme un poco de tu visita y reflexionar con calma sobre todo esto… —Me miró con la cabeza ladeada—. Es verdad, se te ve distinta que hace un rato… Hace un momento no llevabas ese pasador en la cabeza y… parece como si te hubieras adelgazado.

—Gracias —dije.

—No pretendía ser un cumplido. Por tu aspecto se diría que hay algo que no marcha bien. —Se acercó un paso más y me dirigió una mirada inquisitiva—. ¿Va todo bien? —preguntó afablemente.

«Muy bien», quise decir, pero, para mi horror, me puse a llorar a lágrima viva.

—Perfecto —sollocé.

—Vamos, vamos —dijo Lucas dándome unas palmaditas en la espalda—. ¿Tan malo es?

Durante unos minutos no pude hacer más que verter lágrimas como una fuente. Y eso que creía que otra vez lo tenía todo controlado. La ira, tan enérgica y adulta, me había parecido la reacción apropiada frente a la forma de comportarse de Gideon. Además, era mucho más cinematográfica que ponerse a lloriquear. Pero, por desgracia, la comparación de Xemerius parecía ajustarse bastante bien a mi estado actual.

—¡Amigos! —dije finalmente entre sollozos, porque mi abuelo tenía derecho a una explicación—. Quiere que seamos amigos. Y que confíe en él.

Lucas interrumpió sus palmaditas y arrugó la frente extrañado.

—¿Y qué tiene eso de desesperante?

—¡Que ayer mismo aún me estaba diciendo que me quería!

Lucas puso cara de entender menos aún si cabe.

—Pues así a primera vista no me parece que sea la peor base para una amistad.

Mis lágrimas dejaron de manar como si alguien hubiera desenchufado la fuente.

—¡Abuelo! ¡Parece que no lo quieras entender! —grité—. ¡Primero me besa, luego descubro que todo era solo una táctica y que me estaba manipulando, y después me viene con lo del «seamos amigos»!

—Oh, ya entiendo. ¡Vaya… qué canallada! —Lucas seguía sin parecer muy convencido—. Perdona que haga conjeturas tontas, pero espero que no estemos hablando de ese joven De Villiers, el número once, el Diamante…

—Pues sí —dije—. Del mismo.

Mi abuelo lanzó un gemido.

—¡Vaya por Dios! ¡Lo que faltaba para los postres! Como si el asunto no fuera ya bastante complicado. —Me lanzó un pañuelo de tela, me cogió la cartera de las manos y dijo enérgicamente—: Y ahora basta de lloros. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—A las 22.00 horas de tu tiempo volveré a saltar de vuelta. —Curiosamente, el llanto me había sentado bien, mucho mejor que la variante adulta furiosa—. ¿Qué era eso que decías de los postres? De hecho tengo un poco de hambre, ¿sabes?

Lucas se echó a reír.

—Bueno, será mejor que vayamos arriba. La verdad es que esto es bastante claustrofóbico. Además, tengo que llamar a casa para decirles que llegaré tarde. —Abrió la puerta—. Vamos, nietecita. Por el camino puedes explicármelo todo. Y no te olvides de que si alguien pregunta, eres mi prima Hazel que ha venido del campo.

Una hora más tarde estábamos sentados con las cabezas echando humo en el despacho de Lucas, con un montón de hojas con anotaciones extendidas ante nosotros que consistían principalmente en números de años, círculos, flechas e interrogantes, además de unos gruesos infolios de cuero (los
Anales de los Vigilantes
de varias décadas) y el obligado plato de galletas, de las que los Vigilantes de todas las épocas parecían poseer reservas inacabables.

—Demasiado poco tiempo y demasiada poca información —repetía Lucas una y otra vez mientras caminaba de arriba abajo por la habitación mesándose los cabellos, completamente revueltos a pesar de la gomina—. ¿Qué puedo haber escondido en esa arca?

—Tal vez un libro con toda la información que necesito —dije.

Habíamos pasado sin ningún problema junto a la guardia de la escalera, porque el joven centinela seguía durmiendo como en mi última visita —al pasar a su lado, los vapores del alcohol casi podían palparse—. De hecho, en el año 1956 el ambiente entre los Vigilantes era mucho más relajado de lo que había imaginado. Nadie encontró extraño que Lucas hiciera horas extra y a nadie pareció preocuparle que su prima Hazel del campo le acompañara mientras trabajaba. Aunque, de todos modos, a esas horas casi no había nadie en el edificio. El joven mister George también había acabado su jornada, lo que era una lástima, porque me habría gustado volver a verle.

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