Nemia asintió, con los ojos cerrados.
—Debería ser exactamente en las antípodas del lugar donde el Ratonero y Fafhrd tengan su... ¡ul?... su aventura.
Ojos asintió también y enumeró con expresión soñadora:
—Cielos azules, aguas ondulantes, una playa impecable, una brisa suave, flores y esbeltas esclavas por doquier...
—Siempre he deseado un lugar donde no exista el mal tiempo, donde el clima sea perfecto —dijo Nemia—. ¿Sabes qué mitad del reino de Ilthmar es la que tiene el mejor clima?
—Preciosa Nemia —murmuró Ojos—. Eres tan civilizada... y tan, tan inteligente. Después de otro, eres, desde luego, el mejor ladrón de Lankhmar.
—¿Y quién es el otro? —quiso saber Nemia.
—Yo, naturalmente —replicó Ojos con recato.
Nemia extendió el brazo y dio un tirón de oreja a su compañera... no demasiado doloroso, pero bastante fuerte.
—Si de ello dependiera cualquier cantidad de dinero —le dijo en voz baja pero con firmeza—, te demostraría que no es exactamente tal como dices, pero como esto no es más que una charla...
—Queridísima Nemia...
—Dulcísima Ojos...
Las dos mujeres se abrazaron y besaron cariñosamente.
El Ratonero tenía los labios apretados y los ojos brillantes de ira, sentado ante una mesa en un reservado cerrado por una cortina en La Lamprea de Oro, una taberna parecida a La Anguila de Plata.
Con la punta de un dedo golpeó la madera de teca e hizo vibrar el aire rancio con su voz:
—Dobla esas veinte piezas de oro y haré el viaje para escuchar la proposición del príncipe Gwaay.
El pálido hombre sentado ante él, que tenía los ojos entornados, como si le molestara la luz de la vela, respondió en voz baja:
—Veinticinco... y te pondrás a su servicio al día siguiente al de tu llegada.
—¿Por qué clase de asno me tomas? —preguntó el Ratonero en un tono amenazante—. Podría solucionar todos sus problemas en un solo día .... como suelo hacer... ¿y entonces, qué? No, no, ningún servicio acordado de antemano. Sólo escucharé su proposición, y... treinta y cinco piezas de oro de anticipo.
—Muy bien, que sean treinta piezas de oro... veinte de las cuales habrás de devolver si te niegas a servir a mi amo, cosa que sería un paso arriesgado, te lo advierto.
—El riesgo es mi compañero inseparable —replicó secamente el Ratonero—.Sólo devolvería diez piezas.
El otro asintió y empezó a contar lentamente los rilks sobre la mesa.
—Diez ahora —le dijo—, otros diez cuando te unas a nuestra caravana mañana por la mañana, en la Puerta del Grano, y diez cuando lleguemos a Quarmall.
—Cuando tengamos el primer atisbo de las torres de Quarmall —insistió el Ratonero.
Su interlocutor asintió de nuevo. El Ratonero recogió malhumorado las diez monedas de oro y se levantó. Cerró el puño y tuvo la sensación de que las monedas aprisionadas allí eran muy poca cosa. Por un momento pensó en volver al lado de Fafhrd e idear con él planes contra Ogo y Nemia.
Pero no, jamás. Comprendió que en aquel estado de miseria e ira contra sí mismo ni siquiera podría mirar a su viejo amigo a la cara.
Además, era indudable que el nórdico estaría borracho como una cuba.
Y con dos o tres rilks podría obtener ciertos placeres tolerables y hasta interesantes con los que llenar las horas antes de que el alba le liberase de aquella odiosa ciudad.
Fafhrd estaba borracho, en efecto, pues iba ya por la tercera jarra de vino. Había arrojado al brasero todas las gemas negras y ahora, con la mayor delicadeza, usaba la punta de su cuchillo para liberar sin hacerles daño a los insectos luminosos, los cuales zumbaban de un lado a otro, erráticamente.
Esta actividad le había valido las protestas de dos escanciadores y el apagabroncas del local, y ahora se acercó a él Slevyas en persona, frotándose el cuello bovino, pues uno de los bichos le había picado, lo mismo que a un parroquiano. También Fafhrd había recibido dos picaduras, pero ni siquiera se había dado cuenta. Tampoco prestaba la menor atención a los cuatro hombres que le reprendían.
Soltó a la última abeja nocturna, la cual pasó silenciosamente junto al cuello de Slevyas, quien la esquivó soltando un juramento. Fafhrd se recostó en su silla, al parecer muy afligido. El dueño de la taberna se encogió de hombros y se alejó de él con sus tres servidores, uno de los escanciadores dando manotadas en el aire.
Fafhrd lanzó al aire su cuchillo, el cual cayó casi de punta, pero no se clavó en la madera de la mesa. Lo envainó con dificultad y tomó un último sorbo de vino.
Como si alguien fuese a salir del último reservado, se movieron sus pesadas cortinas que, como todas las demás, tenía cosidas una cadenas y unas láminas metálicas, a fin de que un parroquiano no pudiera acuchillar a otro a través de ellas, excepto si tenía suerte y un finísimo estilete.
Pero en aquel momento, un hombre muy pálido, embozado en su capa para protegerse los ojos de la luz de la vela, entró por la puerta lateral y se dirigió a la mesa de Fafhrd.
—Vengo en busca de tu respuesta, nórdico —dijo en un tono suave pero siniestro. Miró las jarras volcadas y el vino derramado—. Es decir, si te acuerdas de mi proposición.
—Siéntate y toma un trago —le dijo Fafhrd—. Ten cuidado, que vuelan por aquí avispas de luz... y son feroces. —Entonces añadió desdeñosamente—: ¡Si me acuerdo...! El príncipe Hasjarl de Marquall... o Quarmall, la travesía en barco, una montaña de rilks de oro. ¡Si me acuerdo, dices...!
El recién llegado, que seguía en pie, le corrigió:
—Veinticinco rilks, siempre que embarques conmigo en seguida y prometas servir a mi príncipe durante un día. Luego, dependerá del acuerdo al que llegues con él.
El hombre embozado puso sobre la mesa una torrecilla de monedas de oro ya contadas.
—¡Muy generoso! —dijo Fafhrd, mientras cogía el dinero y se ponía en pie, tambaleante.
Dejó cinco monedas sobre la mesa y se guardó el resto en su bolsa, excepto tres, que tintinearon en el suelo. Descorchó la tercera jarra de vino y se apartó de la mesa.
—Detrás de ti, camarada —dijo al otro, dándole un empujón hacia la puerta lateral, y salió haciendo eses tras él.
Dentro del reservado al fondo de la sala, Alyx la Ganzúa frunció los labios y meneó la cabeza con desaprobación.
La habitación era penumbrosa, estaba irritantemente oscura para quien gustaba de la nitidez en los detalles y del sol resplandeciente. Las pocas antorchas fijadas en las paredes emitían una luz macilenta, más propia de fuegos fatuos que de llamas verdaderas, aunque liberaban un agradable aroma a incienso. Daba la impresión de que los habitantes de aquellos lugares eran reacios a la luz y sólo la toleraban en pequeña cantidad para beneficio de los extranjeros.
A pesar de su tamaño considerable, la habitación había sido tallada en sólida y oscura roca —el suelo liso, las paredes curvadas y pulimentadas y el techo en forma de cúpula— y o bien era una cueva natural arreglada por el hombre, o bien había sido tallada y bruñida totalmente por medio del esfuerzo humano, aunque semejante trabajo era casi increíble. Entre las antorchas había numerosas hornacinas hondas, en las que brillaban estatuillas metálicas, máscaras y objetos de orfebrería.
Cruzaba la estancia una corriente perpetua de aire frío, que inclinaba las débiles llamas azuladas y traía olores ácidos de tierra mojada y roca húmeda a los que nunca enmascaraba del todo el aroma dulzón y picante de las antorchas.
Los únicos sonidos eran los producidos de vez en cuando por el roce de la piedra sobre madera, en el otro extremo de la mesa, donde tenía lugar una partida con fichas de piedras negras y blancas, y al otro lado de la habitación el pesado suspiro de los grandes ventiladores que succionaban el aire fresco en el ahora, por lo que sólo sabía de él que era un joven pálido, apuesto, de hablar reposado, no más real para el aventurero, a causa de la penumbra constante y la distancia invariable entre ellos, que un fantasma.
El Ratonero jamás había presenciado aquella clase de juego, que era muy extraño en diversos aspectos.
El tablero parecía verde, aunque era imposible discernir claramente los colores en el interminable crepúsculo de las antorchas, y carecía de cuadros o marcas perceptibles, excepto una línea fosforescente que dividía el tablero en dos campos iguales.
Cada jugador iniciaba el juego con doce fichas circulares y planas colocadas en su lado del tablero. Las fichas de Gwaay eran negras como la obsidiana, y las de su viejo oponente blancas como el mármol, de modo que el Ratonero podía distinguirlas a pesar de la penumbra.
El objeto del juego parecía consistir en mover las fichas al azar, hacia adelante, a lo largo de distancias desiguales, y conseguir introducir primero en el campo contrario por lo menos siete de ellas.
Lo más extraño de todo era que el jugador movía las fichas no con los dedos, sino mirándolas fijamente. Al parecer, si uno miraba una sola ficha, podía moverla con bastante rapidez, y si miraba varias podía moverlas todas juntas, en línea o agrupadas, pero con más lentitud.
El Ratonero aún no estaba totalmente convencido de que presenciaba una exhibición de poder mental. Aún sospechaba que había hilos invisibles, soplidos silenciosos, manipulaciones ocultas del tablero por debajo de la mesa, potentes escarabajos debajo de las fichas o imanes escondidos, pues las piezas de Gwaay podían ser, por su color, una especie de calamita.
En aquel momento, las fichas negras de Gwaay y las blancas del anciano estaban agrupadas en la línea central, y sólo se movían un poco de vez en cuando, cuando el esfuerzo de los jugadores hacía que avanzaran la distancia equivalente a la anchura de una uña en un sentido y luego en el otro. De súbito, la ficha más rezagada de Gwaay giró velozmente hacia atrás y avanzó hacia un espacio libre en el borde del tablero. Dos de las fichas del anciano formaron una cuña y avanzaron a lo largo de la línea central, a través del punto débil así creado. Cuando las dos fichas del anciano que se habían separado regresaron para enfrentarse a las otras, la ficha rezagada de Gwaay se apresuró a cruzar la línea. El juego había terminado... Gwaay no hizo ningún gesto que así lo indicara, pero el anciano empezó a colocar de nuevo con los dedos las fichas en sus posiciones de partida.
—¡Vaya, Gwaay, poco te ha costado ganar ese juego! —dijo el Ratonero con petulancia—. ¿Por qué no juegas con dos a la vez? Ese viejo debe de ser un brujo del Segundo Rango para tener un juego tan flojo... o quizá un aprendiz decrépito del Tercero...
El anciano dirigió una mirada maligna al Ratonero.
—Los doce que estamos aquí somos brujos del Primer Rango, y lo somos desde nuestra juventud —afirmó en un tono siniestro—. Saldrías rápidamente de dudas si uno de nosotros te señala incluso con su dedo meñique.
—Ya has oído lo que ha dicho —dijo Gwaay en voz alta al Ratonero, sin mirarle.
El Ratonero, en absoluto intimidado, por lo menos exteriormente, replicó:
—Sigo creyendo que podrías vencer a dos de ellos a la vez, o a siete... ¡o a toda la docena decrépita! Si ellos pertenecen al Primer Rango, tú debes ser de la Magnitud Cero o Negativa.
Los labios del anciano se movieron en silencio y se llenaron de espuma en las comisuras, pero Gwaay se limitó a decir afablemente:
—Si sólo tres de mis fieles amigos abandonaran sus concentraciones brujeriles, los envíos de mi hermano Hasjarl penetrarían a través de los Niveles Superiores y me atacarían todas las enfermedades que figuran en el compendio del mal, y algunas otras que sólo existen en la corrompida imaginación de Hasjarl... o quizá me haría desaparecer por completo.
—Si nueve de los doce tienen que protegerte continuamente, no podrán dormir mucho —observó el Ratonero.
—Los tiempos no son siempre tan turbulentos —replicó Gwaay tranquilamente—. En ocasiones, la costumbre o mi padre imponen una tregua, a veces el oscuro mar interior está en calma. Pero hoy sé por ciertos signos que están organizando un gran ataque contra el hígado, los pulmones, la sangre, los huesos y el resto de mi organismo. El querido Hasjarl tiene una doble asamblea de brujos que apenas son inferiores a los míos, de Segundo Rango, pero de primera clase dentro del mismo, y los azuza para que tramen mi desgracia. Soy tan desagradable para Hasjarl, oh, Ratonero, como lo son para tus labios los sencillos frutos de nuestros lechos de estiércol. Además, esta noche mi padre Quarmall hace su horóscopo en la torre del homenaje, muy por encima de los Niveles Superiores de Hasjarl, por lo que es conveniente que vigile bien todas las ratoneras.
—Si lo que te falta es ayuda mágica —replicó audazmente el Ratonero— tengo uno o dos hechizos que podrían dejar pequeños a los brujos y magos de tu hermano.
A decir verdad, el Ratonero tenía en su bolsa un hechizo escrito en crujiente pergamino, aunque sólo uno, que tenía vivos deseos de poner a prueba. Se lo había dado su propio mentor brujeril y maestro, Sheelba del Rostro sin Ojos.
Cuando habló Gwaay, lo hizo en el tono más bajo posible, y el Ratonero tuvo la impresión de que si hubiera habido una vara más de distancia entre ellos, no le habría oído.
—Tu misión es protegerme de los espadachines enviados por mi hermano, en particular ese campeón que, según parece, ha contratado. Mis brujos del Primer Rango me guardarán de las «esquelas amorosas» de Hasjarl. Que cada uno se ocupe de lo suyo.
Dicho esto, Gwaay dio una ligera palmada, y una esbelta muchacha esclava apareció silenciosamente en la arcada que daba acceso a la estancia. Sin mirarla siquiera, el señor le ordenó:
—Vino fuerte para nuestro guerrero.
La muchacha desapareció.
Por fin el anciano había colocado de nuevo trabajosamente las fichas blancas y negras en sus posiciones de partida, y Gwaay contempló las suyas pensativamente, pero antes de hacer ningún movimiento se dirigió de nuevo al Ratonero:
—Si todavía te resulta difícil matar el tiempo, dedícate a seleccionar la recompensa que te llevarás cuando hayas terminado tu trabajo. Y en tu búsqueda no descartes a la doncella que te trae el vino. Se llama Ivivis.
El Ratonero no—dijo nada. Ya había elegido más de una docena de bellos y lujosos objetos que tenía Gwaay en cajones y hornacinas, y los había guardado en un cuarto pequeño que encontró dos niveles más abajo. Si descubrían el escondrijo, explicaría que se había limitado a hacer una inocente selección previa, en espera de la definitiva, pero quizá no convencería a Gwaay, pues era agudo, a juzgar por la sutileza con que había observado que rechazaba la seta y otros detalles.