Durante todo el camino hasta el pueblo, el amo de los bueyes se entregó a estas reflexiones y trató de formular en su escaso intelecto campesino un método que le permitiera presentarse como un héroe. Pero al tiempo que ideaba un relato exagerado de su viaje, pensó en el destino de uno que se atrevió a jactarse de haber robado en los viñedos de Quarmall, aquel cuyo nombre se pronunciaba sólo en un susurro, secretamente. Y así el carretero decidió limitarse a los hechos, por simples que fueran, y confiar en la atmósfera de horror que despertaría toda manifestación de actividad en Quarmall.
Mientras el carretero todavía azotaba a sus bueyes, el Ratonero contemplaba el juego mental de dos hombres espectrales, y Fafhrd bebía vino para ahogar el pensamiento de una muchacha desconocida torturada, en aquel mismo momento. Quarmall, el Señor de Quarmall, hacía su horóscopo para el año siguiente. Trabajaba en la torre más alta de la fortaleza, poniendo en orden el enorme astrolabio y los demás instrumentos necesarios para sus observaciones minuciosas.
A través de las cortinas de encaje, el sol de la tarde inundaba la pequeña habitación; los rayos incidían en las superficies pulimentadas y se descomponían en los colores del arcoiris al ser reflejados oblicuamente. Hacía calor, incluso para un anciano vestido con prendas ligeras, y Quarmall se acercó a las ventanas opuestas al lado del sol y descorrió las cortinas, dejando que la fresca brisa del páramo refrescara su observatorio.
Miró ociosamente por las anchas troneras. A lo lejos, más allá de las laderas aterraplenadas, podía ver el tramo curvo de la carretera que conducía al pueblo.
Las pequeñas figuras que avanzaban por el camino parecían hormigas que se esforzaban por librarse de alguna trampa viscosa; y como hormigas, incluso mientras Quarmall las contemplaba, insistieron en su avance y finalmente desaparecieron. Quarmall se apartó de las ventanas y suspiró, con una leve decepción, pues lamentaba no haber mirado un poco antes. Los esclavos siempre eran necesarios. Además, habría tenido la oportunidad de probar uno o dos instrumentos recientemente inventados.
Pero Quarmall jamás lamentaba lo pasado y, encogiéndose de hombros, volvió a sus asuntos.
El anciano Quarmall no era especialmente repulsivo hasta que uno reparaba en sus ojos, de forma peculiar y con el globo de color rojo rubí. El iris era blanco, con la pátina de iridiscencia perlina que, entre las criaturas vivientes, sólo se encuentra en los moradores del mar, rasgo que había heredado de su madre, una sirena. Las pupilas, como motas de cristal negro, brillaban con una increíble inteligencia malevolente. Su calvicie estaba acentuada por los mechones de áspero pelo negro que le crecían simétricamente sobre cada oreja. Tenía la piel pálida y fofa en las mandíbulas, pero muy tensa sobre los altos pómulos. Delgado como una hoja de acero afilada, su nariz larga y prominente le daba el aspecto de un viejo halcón o un cernícalo.
Si los ojos de Quarmall eran el rasgo más imponente de su aspecto, su boca era el más hermoso. Tenía los labios llenos y rojos, cosa notable en un hombre de edad tan avanzada, y dotados de esa movilidad peculiar que sólo se encuentra en ciertos recitadores, oradores y actores. Si Quarmall hubiese podido saber lo que es la vanidad, podría haberse sentido orgulloso de la belleza de su boca; pero aquella boca perfectamente moldeada sólo servía para acentuar el horror de sus ojos.
Miró veladamente a través de los redondeles de hierro del astrolabio a la réplica de su rostro, colgada de la pared opuesta: era su propia máscara en cera, obtenida aquel mismo año y pintada realistamente por su mejor artista. Los ojos de iris blancos estaban cerrados por necesidad, pero aun así la máscara daba la sensación de estar mirando. Era la última de una serie de tales máscaras, cada una algo más oscurecida por el tiempo que la siguiente. Aunque algunas eran feas y muchas reflejaban una apostura provecta, había un gran parecido entre los rostros de ojos cerrados, pues pocas habían sido, quizá ninguna, las intrusiones en el linaje masculino de Quarmall.
El número de máscaras era, tal vez, inferior a lo que podría haberse esperado, pues la mayoría de los Señores de Quarmall fueron longevos y tuvieron hijos a edad avanzada. En cualquier caso, su número era considerable, puesto que la dinastía de Quarmall era muy antigua. Las máscaras más viejas eran de un color pardo negruzco y no estaban hechas de cera, sino de piel curtida y momificada de aquellos antiguos autócratas. Las artes de desollar y curtir habían alcanzado muy temprano un grado exquisito de perfección en Quarmall, y todavía se practicaban con celosa y orgullosa habilidad.
Quarmall apartó su mirada de la máscara y la posó en su cuerpo cubierto por una túnica ligera. Era un hombre esbelto, y sus caderas y hombros indicaban todavía que en otro tiempo había practicado la cetrería, la caza y la esgrima con los mejores. Sus pies eran ágiles y su paso todavía ligero. Largos y espatulados eran sus dedos, de nudillos prominentes, mientras que sus palmas carnosas evidenciaban su maña y destreza, elementos imprescindibles para un hombre de su vocación, pues Quarmall era brujo, como lo habían sido todos los Señores de Quarmall desde el pasado más remoto. A todos los varones de su linaje se les adiestraba para esta vocación desde su infancia, del mismo modo que se engatusa a ciertas cepas para que se retuercen y desarrollen en un bancal difícil.
Al reanudar su tarea, Quarmall reflexionó en el adiestramiento que había recibido. Era un infortunio para la Casa de Quarmall que tuviera dos en lugar del único heredero habitual. Cada uno de sus hijos era un nigromante acreditado y muy versado en otras ciencias pertenecientes al Arte; ambos rebosaban ambición y estaban llenos de odio, no sólo entre ellos sino también hacia Quarmal, su padre.
Quarmall imaginó a Hasjarl en sus Niveles Superiores, por debajo de la fortaleza, y a Gwaay, en la región más profunda de sus Niveles Inferiores... Hasjarl cultivaba sus pasiones como si viviera en un ardiente círculo infernal, haciendo de la energía, el movimiento y la lógica llevados a sus últimas consecuencias los bienes supremos, amenazando constantemente con latigazos y torturas y llevando a cabo tales amenazas, y ahora había contratado a un forzudo pendenciero para que le defendiera con su espada... Gwaay, entretanto, se mantenía en estado latente, como si habitara el círculo más frío del infierno, y procuraba limitar su vida al arte y el pensamiento intuitivo, tratando de lograr que, mediante la fuerza de su meditación, la roca inerte le obedeciera, refrenando a la muerte con el poder de su voluntad, y ahora había contratado a un hombrecillo gris que era como el hermano menor de la Muerte para que le defendiera con su cuchillo... Quarmall pensó en Hasjarl y Gwaay y por un momento una extraña sonrisa de orgullo paternal apareció en sus labios. Entonces agitó la cabeza y su sonrisa se hizo aún más extraña, al tiempo que le recorría un débil estremecimiento.
Tenía la suerte de haber llegado a viejo, se decía, habiendo dejado muy atrás la plenitud de su vida, que en el caso de los magos era muy extensa, pues habría sido desagradable dejar de vivir en esa plenitud o incluso en el inicio de su crepúsculo vital, y sabía que tarde o temprano, a pesar de todos sus encantamientos protectores y sus precauciones, la Muerte se le acercaría en silencio o saltaría sobre él en cualquier momento, desde algún rincón desprotegido. Aquella misma noche su horóscopo podría señalar la llegada inevitable de la Muerte, y aunque los hombres vivían de mentiras, tratando a la misma verdad como una mentira que se puede explotar, las estrellas seguían siendo estrellas.
Sabía que cada día sus hijos utilizaban con más inteligencia y sutileza el Arte que les había enseñado, y Quarmall no podía protegerse matándolos. El hermano podía asesinar al hermano, o el hijo a su progenitor, pero desde los tiempos más antiguos estaba prohibido que el padre matara a su hijo. Era una costumbre para la que no existían buenas razones, ni hacían falta. La costumbre, en la Casa de Quarmall, permanecía inalterable, y no se la desafiaba a la ligera.
Quarmall pensó en el bebé que germinaba en el vientre de Kewissa, la concubina aniñada que era la favorita en su vejez. En la medida en que su vigilancia y sus precauciones hubieran surtido efecto, aquel niño era suyo con toda seguridad..., y Quarmall era el más despierto y cínicamente realista de los hombres. Si aquel bebé vivía y era varón, como habían predicho los augurios, y si Quarmall disponía como mínimo de doce años más de vida para adiestrarle, y si Hasjarl y Gwaay eran arrebatados por los hados o se destruían entre sí...
Quarmall abandonó estas especulaciones. Esperar doce o más años de vida cuando Hasjarl y Gwaay eran cada día más sutiles en sus brujerías... o confiar en la extinción de dos vástagos tan cautos, salidos de su propia carne... ¡hacía falta una buena dosis de vanidad e irrealismo para alimentar tales pensamientos!
Miró a su alrededor. Había completado los preliminares para hacer el horóscopo, los instrumentos estaban preparados y alineados, y ahora sólo hacían falta las observaciones finales y su interpretación. Quarmall cogió un pequeño martillo dé plomo y golpeó ligeramente un gong de bronce. Apenas se había desvanecido la resonancia cuando apareció en la arcada un hombre alto, vestido lujosamente.
Flindach era el jefe de los magos, y sus tareas, aunque numerosas, no eran fácilmente visibles. Su poder, cuidadosamente oculto, sólo estaba por debajo del de Quarmall. La cautela y la crueldad se asentaban en su rostro, dándole un aire de hastío que armonizaba mal con el enorme interés que sentía por los asuntos ajenos. Flindach no era un hombre atractivo: una señal purpúrea le cubría la mejilla izquierda y tres grandes verrugas formaban un triángulo isósceles en la derecha, mientras que la nariz y el mentón sobresalían como los de una vieja bruja. Sorprendentemente, sus ojos eran de color rojo rubí donde deberían ser blancos y tenían el iris perlino, como los de su señor, lo cual producía un efecto de burlona irreverencia. Era un vástago más joven de la misma sirena que parió a Quarmall... después de que el padre de éste, siguiendo las extrañas costumbres de Quarmall, la entregara a su propio jefe de los magos.
Ahora los grandes ojos de Flindach, de mirada hipnótica, se movieron inquietos mientras Quarmall hablaba:
—Mis hijos Gwaay y Hasjarl trabajan hoy en sus Niveles respectivos. Sería conveniente que se les convocara a la sala del consejo esta noche, pues es la noche en la que se predecirá mi destino, y tengo la premonición de que ese horóscopo no será favorable. Dejémosles que cenen juntos y se diviertan planeando mi muerte... o intentando cada uno la del otro.
Cerró los ojos al pronunciar la última palabra y pareció más maligno de lo que debería parecer un hombre que espera la muerte. Aunque, dado su cometido, Flindach estaba acostumbrado a los terrores, apenas pudo reprimir un estremecimiento ante la mirada que le dirigía su amo tras los párpados cerrados, pero, recordando su posición, hizo la señal de obediencia y, sin una palabra ni una mirada atrás, salió de la estancia.
El Ratonero Gris no apartó la vista de Flindach mientras éste cruzaba la penumbrosa sala abovedada donde se llevaban a cabo las actividades brujeriles en los Niveles Inferiores hasta que llegó al lado de Gwaay. El pequeño aventurero se sintió muy intrigado por las verrugas y la señal púrpura en las mejillas de aquel hombre ricamente ataviado y con cara de brujo, y por sus misteriosos ojos de un rojo intenso, y al instante otorgó a aquel rostro encantador un lugar de honor en el abultado catálogo de caras monstruosas que almacenaba en las criptas de su memoria.
Aunque aguzó el oído, no entendió lo que Flindach decía a Gwaay ni lo que éste le respondía.
Gwaay terminó el juego telecinético con el que se entretenía enviando todas sus fichas negras más allá de la línea central, con una gran embestida que derribó la mitad de las fichas blancas de su contrario sobre su regazo apenas cubierto por el taparrabos. Entonces se levantó pausadamente de su taburete.
—Esta noche ceno con ni¡ querido hermano en los aposentos de mi reverenciado padre —dijo con voz melosa a todos los presentes—. Mientras esté allí y protegido por la escolta del gran Flindach, ningún hechizo podrá perjudicarme. Así pues, podéis descansar durante algún tiempo en vuestras concentraciones protectoras, oh, mis gentiles magos del Primer Rango.
Dicho esto, se volvió para salir.
El Ratonero, excitado por la oportunidad de ver de nuevo el cielo, aunque sólo fuera en la gélida noche, se levantó rápidamente de su silla.
—¡Escuchad, príncipe Gwaay! Aunque estéis a salvo de encantamientos, ¿no querréis la protección de mis aceros durante la cena? Muchos grandes príncipes nunca llegaron a reyes porque les sirvieron una fría hoja clavada en su pecho entre la sopa y el pescado. También sé hacer juegos malabares y bonitos trucos de magia.
Gwaay se volvió a medias.
—Tampoco el acero puede dañarme mientras la mano de mi padre esté extendida arriba —dijo con tanta suavidad que el Ratonero tuvo la sensación de que las palabras eran como bolas emplumadas lanzadas hacia sus oídos—. Quédate aquí, Ratonero Gris.
Su tono era de inequívoco rechazo, pero el Ratonero, temiendo una velada aburrida, insistió:
—También quisiera explicaros con más detalle ese hechizo mío del que os hablé..., un hechizo muy eficaz contra los magos del Segundo Rango e inferiores, como los que emplea cierto hermano dañino. Ahora sería un buen momento...
—¡Nada de hechizos esta noche! —le interrumpió severamente Gwaay, aunque sin elevar apenas su tono—. Eso sería un insulto a mi padre y a su gran servidor Flindach, maestro de magos aquí presente. Quédate aquí, amigo, manteniendo la paz, y no hables más. —Su voz adquirió entonces un dejo reverente—. Ya habrá tiempo suficiente para la brujería y el manejo de la espada, si es preciso matar.
Flindach asintió solemnemente al oír esto, y los dos hombres partieron en silencio. El Ratonero se sentó y observó con sorpresa que los doce viejos hechiceros ya estaban enroscados como cochinillas en los grandes sillones y roncaban sonoramente. Ni siquiera podría matar el tiempo desafiando a uno de ellos en aquel juego de concentración mental, o una partida de ajedrez convencional. La velada prometía ser realmente plúmbea.
Entonces una idea iluminó su rostro atezado. Alzó las manos y dio una ligera palmada, como había visto hacer a Gwaay.