Acto seguido, Cleómenes reorganizó la situación económica y social de la ciudad. La cancelación de las deudas y el reparto de tierras debían compensar el contraste social y, sobre todo, aumentar el número de ciudadanos. Se repartieron 4.000 lotes de tierra de igual tamaño entre los hombres capacitados para llevar armas de entre los «inferiores» y los periecos; además, se examinó la aptitud de algunos extranjeros para convertirse en ciudadanos. Cuando Cleómenes, al final de su reinado, fue sucumbiendo cada vez más a la presión militar, se pusieron en libertad muchos ilotas, a cambio del pago de dinero, para incrementar de nuevo el número de ciudadanos. A estas reformas sociales estaban vinculadas otras militares, encaminadas a aumentar la fuerza de combate del ejército; además, se impuso de nuevo para todos los ciudadanos el tipo de vida licúrgico orientado a la guerra.
El éxito de estas medidas en cuanto a la política exterior fue arrollador, y no solo atribuible a las mejoras militares, inmediatamente perceptibles. Fue sobre todo el revolucionario programa social de Cleómenes el que despertó muchas esperanzas en las ciudades del Peloponeso y de la Liga Aquea. De este modo, el rey fue de éxito en éxito: ganó para Esparta ciudades como Mantinea, Tegea, Dymae, Élide y otras más. Durante cinco años, Cleómenes fue capaz de restablecer la posición hegemónica de Esparta en el Peloponeso. Arato, el jefe de la Liga Aquea, se hallaba próximo a su final político y, enfrentado incluso a sus propios partidarios, se vio obligado a proponer al rey espartano que asumiera en su lugar el mando de la Liga Aguea. Hallándose en un callejón sin salida, Arato se decidió a dar un paso desesperado: se alió con Antígono III Dosón de Macedonia (227-221 a. C.), precisamente el estado en cuya enemistad, a los ojos de muchos, residía la base de la existencia de la Liga Aquea. Antígono, como no cabía esperar de otro modo, no se dejó someter por Cleómenes. Sin embargo, al fracaso final de Cleómenes también contribuyó el hecho de que no cumplió, seguramente porque no podía, las exigencias de muchos ciudadanos empobrecidos, sin tierras y endeudados tras la cancelación de las deudas y el reparto de tierras en las ciudades «liberadas» por él, como por ejemplo Argos. La estructura social de Esparta (ilotas y periecos) se diferenciaba demasiado de la de otras ciudades de Grecia, con lo que la mera transmisión de su programa social a otras ciudades quedaba descartada. Esparta no podía ser un modelo para todos. Probablemente tampoco los espartanos estaban dispuestos a considerar como útil a sus intereses el apoyarse en los inestables movimientos democráticos de masas, lo cual desde luego no habría sido «licúrgico». Así fue como, en el 222 a. C., se entabló una batalla en Selasia, al norte de Esparta, contra la coalición de aqueos y macedonios, cuyo resultado fue la derrota de las tropas espartanas. Cleómenes se salvó y huyó a Egipto, cuyo rey Ptolomeo III Evergetes (246-222/221 a. C.) lo acogió de buena gana. Pero con esta derrota de Selasia concluyó el gran sueño de una nueva Esparta, que podría haber recuperado su antigua posición de poder en Grecia.
Las graves consecuencias para Esparta consistieron en que la ciudad del Eurotas, por primera vez en su historia, fue conquistada por una potencia extranjera, los macedonios; además, fueron acometidos algunos cambios (no sabemos cuáles) en el orden político. En materia de política exterior, Esparta pasó, entre el 222 y el 206, por un período de debilidad, a lo largo del cual surgieron los primeros contactos entre espartanos y romanos, y, en cuanto a política interior, trajo consigo el final definitivo de la monarquía dual. En el año 206 accedió al trono la última personalidad espartana significativa, Nabis. Este era rey, como lo acreditan las monedas y las inscripciones acuñadas por él, pero ciertos «grupos de opinión» greco-romanos hostiles lo convirtieron, más aún que a Cleómenes, en la suprema encarnación del tirano. Es probable, aunque hoy día aún no se sabe con certeza, que Nabis —un nombre que no se repite en Esparta— proviniera de una casa real con todas las de la ley (¿los Europóntidas?).
Nabis era un revolucionario. Cuando murió, en el año 192 a. C., apenas quedaba ya nada del tradicional orden espartano. Siguiendo las huellas de Agis y de Cleómenes, también Nabis se había propuesto hacer que Esparta fuera independiente en política exterior y fortalecerla militarmente; con ello pretendía alcanzar igual rango que las grandes potencias de entonces: Macedonia, la Liga Aquea, la Liga Etolia y Roma. Para lograr este objetivo, utilizó todos los registros de la actuación política: violencia y persuasión, «guerras relámpago» y manejo bien calculado de sus enemigos, atizar los conflictos sociales y aferrarse a las tradiciones conservadoras. Al principio, Nabis tuvo éxito con su política. En el año 197 a. C., por una alianza con el rey Filipo V de Macedonia, que necesitaba urgentemente todo tipo de apoyo en su guerra contra Roma, obtuvo Argos. También en esta ciudad llevó a cabo Nabis su programa de reformas. Dos años más tarde, sin embargo, tuvo que abandonar Argos por presiones de Roma y, además, renunciar a las ciudades lacónicas de los periecos. Pues poco antes, en el verano del 196 a. C., tras su victoria sobre Filipo V en la batalla de Cinocéfalos, en Tesalia, el general Flaminino había proclamado solemnemente la libertad y la autonomía de todas las ciudades griegas; así pues, una expansión del poder como la de Nabis ya no se ajustaba a los tiempos, salvo si era romana, naturalmente. Así fue como, en el 195 a. C. los romanos llegaron a sostener una especie de guerra de liberación contra el tirano Nabis. No obstante, este logró resistir durante cierto tiempo, pues los romanos, por razones de política interior, se contuvieron de tomar directamente el poder sobre Grecia. En el 192 a. C., Nabis fue asesinado, con lo que Esparta tuvo que ingresar en la Liga Aquea, que se hallaba bajo el mando de Filopoimen, renunciar expresamente al orden de Licurgo y acatar las estructuras y los cargos políticos de los aqueos. Lo licúrgico, como para entonces ya sabían los enemigos de Esparta, no significaba otra cosa que la conquista del poder en el Peloponeso.
En los primeros decenios del siglo II a. C., para todas las potencias griegas había comenzado una nueva época. Tanto Macedonia como la Liga Aquea, la Liga Etolia, Esparta o Atenas… todas ellas tuvieron que doblegarse —como muy tarde en el 146 a. C., cuando Roma se hizo militarmente con el dominio sobre Grecia— a la nueva autoridad durante muchos siglos. Esparta siguió siendo, al menos formalmente, una ciudad griega libre incluso bajo el régimen provincial de los romanos; y al cabo de más de un siglo, en tiempos del emperador Augusto, el espartano Gayo Julio Euricles (obsérvese bien el nombre) logró adquirir influencia en el sur de Laconia y sobre algunas ciudades periecas. De todos modos, este episodio no cambió nada de la sumisión de Esparta a la soberanía romana.
Así hemos llegado al final de nuestra historia espartana. Son pocas las noticias que nos hablan del posterior destino de la ciudad: del saqueo y destrucción por Alarico y los visigodos en el 395 d. C.; de las inmigraciones eslavas hacia Laconia; de la ocupación por el franco Guillaume II de Villehardouin en 1248. Este construyó Mistra al oeste de Esparta, que desde el siglo XIII hasta el XV desempeñaría un papel de gran importancia en la historia bizantina, y que se convirtió en el escenario de poemas tan famosos como Hyperion, de Hölderlin, y Fausto (2.
a
parte), de Goethe. En 1834 fue construida la Esparta moderna.
Pero la antigua Esparta sigue viva como atracción turística y como idea. Esto último será el tema del capítulo siguiente. En cuanto a lo primero, ya en la época romana Esparta fue un centro turístico que atrajo a numerosos visitantes desde todos los rincones del Imperio. Se había convertido en una ciudad museo que ofrecía su mito a cambio de pago. Muchas inscripciones y relatos de viajes de la época dan testimonio de esa Esparta, que ya no es, sin embargo, la Esparta de cuya historia, sociedad y cultura pretendía tratar este libro.
El mito de Esparta va inseparablemente unido a la historia de la ciudad de Esparta. El vocablo griego
mythos
significa originariamente «palabra»; luego pasó a significar también «relato»; Platón utilizaba este concepto cuando no quería explicar un estado de cosas o una idea de manera racional o «lógica», sino mediante la narración de una historia fabulosa, de una leyenda comprensible para todos. En ese sentido, Esparta era y es un mito, una leyenda o una idea. Muchos se han valido de ella en todos los tiempos para expresar sus propias ideas y convicciones: políticos, filósofos, pedagogos, historiadores… Sobre las instituciones, las costumbres y los ideales espartanos se ha discutido y se discute hasta la saciedad; los capítulos anteriores han demostrado que la Esparta de la Antigüedad constituye una reserva casi inagotable de material de discusión sobre problemas políticos y sociales. A excepción de Roma, ninguna ciudad de la Antigüedad ha suscitado tanto interés para la posteridad; ninguna ha sido más admirada ni más denostada que Esparta.
Las explicaciones de Platón y de Aristóteles desde el punto de vista de la teoría del Estado, así como los edificantes, instructivos e idealizadores escritos de Plutarco sobre las principales personalidades espartanas abonaron el terreno sobre el que se erigió el mito de Esparta. Estos autores admiraban o criticaban la historia y el sistema político y social de Esparta y los describían como algo especial, incluso único, dentro del mundo griego. Del contenido de los capítulos anteriores se puede deducir con facilidad qué temas de esta historia eran los que más podían despertar el interés y la fantasía de los contemporáneos y de la posteridad. Citemos solo algunos ejemplos destacados: la constitución de Licurgo tenía elementos democráticos, monárquicos y oligárquicos que sin duda estaban proporcionadamente combinados, pues durante mucho tiempo Esparta permaneció estable y libre de conflictos sociales y políticos, posibilitando además grandes éxitos en materia de política exterior. Una fascinación similar suscitaba la educación espartana que, bajo la supervisión estatal, estaba exclusivamente orientada a ese Estado y que alcanzó una fama casi proverbial. La educación parecía inculcar en los espartanos un amor especial hacia su estado, amor que halló su expresión más palpable en la heroica lucha de los que combatieron en las Termópilas bajo las órdenes del rey Leónidas en el 480 a. C. Otros pilares sobre los que se asienta el mito de Esparta son el aferramiento de los espartiatas a sus ideas religiosas —sin la influencia de ningún espíritu de la época—; la voluntad, interpretada como amor a la libertad, de independencia política y económica, y la lucha, resultante de esta voluntad, contra bárbaros y tiranos; la idea de igualdad entre todos los ciudadanos de pleno derecho, la limitación de la economía a únicamente lo necesario, el rechazo del dinero, la posición social de las mujeres, el respeto hacia los ancianos, la implantación de la esclavitud estatal, el papel destacado del deporte y de la belleza física, así como la concisión del lenguaje lacónico… Si insertamos cada uno de estos distintivos del orden espartano en su respectivo contexto histórico, surgirá una imagen real —única en el mundo griego— de la historia y del orden de Esparta. Si, por el contrario, aislamos cada elemento de este orden espartano de su contexto histórico y lo «utilizamos» para fines que no estén al servicio de la investigación histórica de Esparta, entonces dichos elementos —independientemente de si se glorifican o se rechazan— son interpretados, modificados y se vuelven cada vez menos «reales», hasta acabar convirtiéndose en un mito.
No solo los griegos ensalzaron la constitución de Esparta como un mito. Como en tantos otros terrenos, les siguieron también en este los romanos. Políticos como Catón o Cicerón comparaban la constitución de la República romana clásica (287-31 a. C.) con el afamado modelo de Esparta. Como aristócratas convencidos, alegaban que la sociedad lacedemonia había sido gobernada por «los mejores», los espartiatas. Aquí ya se perciben las múltiples posibilidades de interpretación del modelo de constitución espartano. Tanto republicanos como monárquicos, demócratas, socialistas o nacionalsocialistas se han valido sin escrúpulos del modelo de Esparta. Quien recomendaba, como los ilustrados franceses del siglo XVIII, la división de poderes en el Estado, podía argumentar con Esparta exactamente igual que aquellos historiadores y políticos que, desde los años 20 del siglo XX, propagaron el Estado totalitario. Mientras que aquellos aludían sobre todo al control de los reyes por los éforos o a la división de tareas entre las instituciones, estos destacaban la omnipotencia del Estado por encima de la vida de cada espartiata. Pero también el joven movimiento socialdemócrata y marxista de comienzos del siglo XX se complacía aludiendo a Esparta, y aplicaba sus experiencias personales, en un entorno de orientación capitalista, a los reyes espartanos Agis y Cleómenes: estos aparecían como teóricos del socialismo cuyas ideas (licúrgicas) habían topado con la tenaz resistencia del capital; su maestra habría sido la filosofía socialista de la stoa. Esta interpretación del orden licúrgico como orden socialista es la evolución más consecuente de una teoría que contemplaba la idea de la igualdad económica como la principal característica del orden espartano. Y esta teoría no es nueva; ya en el siglo XVIII, Jean Jacques Rousseau, en su búsqueda de una constitución que armonizara de la mejor manera posible la libertad del hombre con el irrenunciable poder del Estado, formuló lo siguiente: «El Estado es, con respecto a sus miembros, dueño de sus bienes en virtud del contrato social. Los propietarios solo son depositarios del bien público. El soberano puede apoderarse legítimamente de los bienes de todos, tal y como ocurría en Esparta». Naturalmente, al decir estas palabras, Rousseau estaba pensando en el reparto de la tierra de Licurgo.
Lo contrario de igualdad es desigualdad, y también en este terreno se dejó acaparar Esparta. Ya la filosofía griega, y especialmente Aristóteles, intentó demostrar de un modo «científico» que los griegos eran mejores personas que los bárbaros y que, por lo tanto, estaban autorizados para dominar sobre esos bárbaros. En los siglos XIX y XX, esta confusa teoría fue retomada y adaptada a las propias necesidades «modernas». El orden espartano aportaba la «prueba». Los «investigadores de las razas» opinaban que precisamente ahí se podía demostrar, como una realidad indiscutible, la superioridad de una raza «nórdica» (¡pero hacía 200 años que se había discutido acaloradamente sobre el parentesco de los espartanos con los judíos, parentesco del que por primera vez nos pone en conocimiento el libro 1.
o
de los Macabeos!). En relación con Licurgo aparecen conceptos como «sin taras hereditarias», «estratificación de razas» o «Estado de raza». En el examen de aptitud de los niños espartanos tras su nacimiento por un gremio de ancianos, los ideólogos nacionalsocialistas —y el propio Hitler— quisieron ver la voluntad incondicional de los espartanos por mantenerse racialmente puros. Según ellos, solo así había sido posible que 6.000 espartiatas pudieran haber dominado a más de 350.000 ilotas, lo que debía servir de ejemplo para el presente. Y cuando la tiranía nacionalsocialista tuvo un fracaso militar en la batalla de Stalingrado, en 1943, causado por los que ellos consideraban los ilotas modernos, los demagogos evocaron de nuevo el mito de Esparta y quisieron comparar Stalingrado con la situación de las Termópilas: «Cuando llegues a Alemania, cuenta que nos has visto luchar en Stalingrado tal y como lo manda la ley, la ley de la seguridad de nuestro pueblo»; con estas palabras, una versión del famoso epigrama de las Termópilas, creía Hermann Göring poder alentar a los soldados.