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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

Espejismo (17 page)

BOOK: Espejismo
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—Esa profecía… —dijo—. ¿Se halla en uno de vuestros manuscritos?

—Hasta donde pudo ser traducida, sí. Existe. No lo dudéis siquiera.

Otro largo silencio, durante el cual la mirada de Kyre volvió a extraviarse. Al final, murmuró:

—Acostaos, Brigrandon. Tengo una deuda con vos, que no puedo pagar. Necesito estar solo y pensar… —frunció el entrecejo, como si se arrancara a sí mismo de otro inimaginable plano de pensamiento y de la existencia—. Quisiera permanecer aquí, si me lo permitís. Por lo menos, hasta que salga el sol.

—Podéis quedaros; claro.

Brigrandon se puso en pie, se tambaleó, y un fajo de papeles cayó al suelo con sordo ruido. La lámpara que había en el centro de la mesa se balanceó de manera alarmante, arrojando grotescas sombras sobre la pared, y el preceptor empezó a avanzar despacio en dirección a una alcoba separada por cortinajes, agarrándose a los muebles para no caerse. Estaba borracho, y Kyre lo envidió.

Brigrandon alcanzó la cortina y la apartó al segundo intento, descubriendo una cama estrecha y sin adornos al fondo de la alcoba. Vaciló, tambaleándose un poco sobre sus pies, sacudió la cabeza con gesto triste.

—Quedaos aquí tanto tiempo como os apetezca, si mis ronquidos no os molestan. y si queréis contar mañana con un oído comprensivo, aquí estaré… Tengo una última cosa que deciros —añadió, y sus dedos se agarraron a la tela de la cortina mientras se introducía en la pequeña cámara—. Es algo que podéis tener en cuenta o ignorar, según os parezca. El primer Kyre fue príncipe y gobernador de Haven, y era amado por una hechicera. Además estaba libre de todas las desventajas que coartan al hombre que gobierna hoy Haven. Recordadlo, amigo, en todos vuestros tratos con DiMag. ¡Buenas noches!

Kyre aguardó a que hubiesen cesado todos los débiles ruidos producidos por el preceptor mientras se preparaba para dormir . Entonces tomó la lámpara y dobló la mecha hacia arriba, de forma que las sombras se retiraron de la mesa. El olor a aceite de pescado invadió la estancia, pero él apenas se enteró. Poco a poco se adueñaba de su persona una extraña y profunda sensación de paz. Lo sabía,
¡por fin lo sabía!
y en él despertó algo nuevo: un creciente valor y una creciente certeza de que no aceptaría el destino que Haven había elegido para el nuevo Kyre. Que le llamaran como les diese la gana sus carceleros: ¡él no era Kyre!, y ésa era una lección que pronto tendrían que aprender.

La marea había subido al máximo para descender luego de nuevo, y ahora crecía otra vez, siguiendo el avance de la grisácea bruma. Cubrió la franja de guijarros y la fina arena de la bahía, así como las calles y casas petrificadas debajo de ella. y cuando, siempre callada y lenta, engulló el paisaje, salió la Hechicera y se envolvió en ella, primero un espectro ceniciento en el horizonte; después, un brillante ojo que desde lo alto contemplaba el mar y bañaba de plata las crestas de las olas. Las corrientes y la resaca se movían con fuerza entre las negras rocas, y azotaban con el descuidado ritmo de siglos y siglos la corroída superficie de los acantilados. En el extremo de la ahora sumergida franja de guijarros asomaban impasibles las ruinas del templo; un esqueleto que destacaba contra un oscuro fondo verdegrís.

Dormía Haven mientras dos luces verdes, sujetas a un arco de arenisca, desafiaban a la noche. En una ventana del castillo ardía una lámpara que arrojaba su débil claridad sobre las blancas flores que luchaban por sobrevivir en el yermo jardín. Un príncipe tiraba sin saberlo de la manta tejida a mano que le cubría, atenazado por una pesadilla demasiado familiar. También Simorh soñaba, en su torre, e incluso dormida trataba de interpretar lo que en ese estado veía. y la princesa Gamora, contenta de saber que su aya dormía como un tronco en la pieza contigua y de ningún modo se imaginaría que ella seguía despierta, jugaba a oscuras con la concha encontrada en la playa. Le divertía contemplar el resplandor de su superficie nacarada y hacer reflejar en ella la luz de la Luna que penetraba a través de la bruma y de la entreabierta cortina que cubría la ventana. La concha parecía hablarle, susurrarle historias de remotos y bellos lugares, creando vívidos cuadros en su mente, y Gamora ansiaba contestar a la llamada de la concha y conocer los mundos de ensueño prometidos, escapar y no confiar a nadie su secreto, ni siquiera a Kyre. Sería una aventura maravillosa.

Y Calthar, depredadora inmóvil e infinitamente paciente en la absoluta oscuridad de su sanctasantórum, observaba el negro pozo sin fondo, que no tenía secretos para ella, y sonrió mientras sus labios formaban silenciosas y misteriosas palabras. Entre tanto, no lejos de allí, Talliann se movía en un sueño que nada tenía de natural, en el laberinto gobernado por Calthar. Inconscientemente luchaba contra las restricciones impuestas a su mente, y murmuró un nombre que, despierta, no conocía. Un nombre muy lejano, de otro tiempo, de otra historia. Algo que ya estaba muerto cuando comenzó la historia que ella estaba viviendo ahora.

Capítulo 8

Amaneció. El Sol no era más que una débil y pálida luz fantasmal en medio de la niebla que envolvía la ciudad, y apagaba todo ruido y todo movimiento. Kyre se había quedado dormido con la cabeza apoyada en la mesa de Brigrandon, y sólo despertó cuando los primeros y difusos rayos rozaron su cara. El viejo erudito descansaba aún en su alcoba en medio de un completo silencio.

Cuando la luz diurna se hizo más intensa y atenuó poco a poco el resplandor esparcido por la lámpara que Kyre tenía a su lado, el joven se levantó, aunque no sin esfuerzo, porque tenía los miembros entumecidos. Miró brevemente hacia la cortina que separaba la alcoba de Brigrandon, vaciló unos instantes y, por fin, se encaminó a la puerta. No tenía nada contra el preceptor. Sí, en cambio, estaba decidido a enfrentarse a los responsables de su situación. Y, cuando lo hiciera, su furia no conocería límites.

El aire de las primeras horas de la mañana era gélido, y la humedad tan intensa que penetraba hasta los huesos. Cuando Kyre hubo llegado al cuerpo central del castillo, en dirección a la terraza —el único camino que por ahora conocía—, la humedad se pegaba, viscosa, a su rostro y a sus manos, para mezclarse además con el helado sudor que le producía la ira. El vestíbulo estaba frío y desierto, sin luces que lo iluminaran ni sirvientes a la vista. Kyre sólo dudó unos segundos, antes de avanzar hacia las escaleras. A esa hora, DiMag debía de hallarse en sus aposentos. Era lo que le convenía. Necesitaba hablar a solas con el príncipe, sin estorbo de sus vasallos.

Mientras subía los peldaños de dos en dos, las manos de Kyre empezaron a temblar. Cerró una y otra vez los puños para vencer los espasmos, pero continuaron asaltándole, e incluso se extendieron a sus brazos hasta hacerle sentir como un resorte a punto de dispararse a la menor provocación.

En el rellano tampoco vio a nadie. Pero al doblar la esquina se encontró con un obstáculo olvidado: la guardia permanente, situada ante las puertas de DiMag. Dos hombres, anónimos en sus uniformes, miraban fijamente a la pared de enfrente, inmóviles.

Kyre redujo el paso. Los centinelas no le prestaron la menor atención. De pronto, obedeciendo a alguna señal ignorada, uno de ellos se volvió para abrir la puerta que había a su lado. Kyre percibió un murmullo de voces: la de DiMag, rápida y cortante, y otra que le pareció conocida, pero que no pudo identificar. Poco después apareció la corpulenta figura del maestro de armas, Vaoran, que agachó la cabeza para no chocar con el dintel. La puerta volvió a cerrarse —de golpe— a sus espaldas, y Vaoran giró en dirección a la escalera, pero se detuvo de repente.

—¿Tú? ¿Qué haces tú aquí?

Ni siquiera se dignó dar un nombre a Kyre, y su irritada voz contenía desprecio.

Kyre apretó de nuevo los puños, esta vez sin querer, porque su rabia había dado paso, ahora, a la antipatía que le inspiraba el guerrero.

—Mis asuntos no os importan nada.

Los ojos de Vaoran se entrecerraron y, cuando el joven hizo ademán de abrirse paso, el maestro de armas le agarró por un brazo.

—No pretenderás ver al príncipe, ¿verdad, amigo mío?

Sus palabras eran un abierto desafío. Kyre se estremeció y clavó en él la mirada, satisfecho de comprobar que era un palmo más alto que Vaoran. Podía ser un hábil espadachín, pero de pronto eso le importaba muy poco. Kyre observó que, detrás de ellos, los guardias les contemplaban subrepticiamente, pero con gran curiosidad.

—¿Y si lo pretendo? —replicó Kyre sin levantar el tono.

Vaoran sonrió.

—El príncipe DiMag no tiene tiempo para ti, criatura. Tú no le interesas. Y, en bien de tu propia salud, voy a hacerte una advertencia…

No pudo seguir, porque estalló la cólera de Kyre. Había perdido ya el control. Su puño derecho golpeó con toda la fuerza posible la cara de Vaoran, a la vez que su brazo izquierdo tomó terrible empuje y chocó con un crujido de huesos contra el maestro de armas, que perdió el equilibrio y cayó como una piedra. Rodó por el suelo, y los dos centinelas se precipitaron hacia él para ayudarle o sujetar al atacante, o ambas cosas. Entonces, Kyre dio media vuelta. Los guardias no fueron lo suficientemente rápidos para impedir que pasara entre ellos y, antes de que pudieran darse verdadera cuenta, Kyre ya había abierto las puertas de las habitaciones de DiMag.

El príncipe quedó paralizado, sobrecogido, al verle irrumpir de aquella manera en sus aposentos privados. Precisamente estaba ocupado en ponerse la casaca de color carmesí que lucía en los actos oficiales, y tenía un aspecto ridículo con una manga a medio poner. Cuando DiMag se fijó en la expresión de su inesperado visitante, los músculos de su cara se atirantaron de forma visible.

—Necesito hablar con vos —dijo Kyre, fieramente—.
¡Ahora!

—Señor… —intervino uno de los centinelas, con la espada desenvainada—. No hemos podido detenerle, ha sido…

—¡Fuera de aquí!

DiMag le interrumpió con tal energía, que el hombre retrocedió, y Kyre aprovechó la ocasión para empujarle hacia fuera y cerrar la puerta con violencia.

El príncipe dejó caer la casaca al suelo y renqueó en dirección a la cama. Tomó entre sus dedos la borla que pendía de un cordón y dijo, sin alzar la voz:

—Si ahora tirase de esto, mis sirvientes acudirían en el acto. No obstante, es posible que no llegaran antes de que tú me hubieses asesinado… ¿Qué quieres? —preguntó, mirándole.

Golpear a Vaoran había calmado la cólera de Kyre, pero quedaba en su cuerpo la suficiente para mantener vivo el fuego que abrasaba su interior. Dio un paso adelante, notando con satisfacción que DiMag también lo daba, pero hacia atrás, y dijo jadeante:

—Anoche hablé con Brigrandon. Me explicó la leyenda del primer Kyre.

—¡Ah, ya! —contestó DiMag.

—Y me enteré de la índole de su legado, y del de su esposa, a esta extraña ciudad.

—¡Ah! —dijo nuevamente DiMag, y tuvo la prudencia de mirar en otra dirección.

—Haven necesita un héroe… —prosiguió Kyre, con rencor—. Es lo que vos me dijisteis, ¿no? ¡Un héroe que salve sus podridos huesos del desastre final! —gritó Kyre, y apretó los dientes para controlar mejor su respiración, antes de agregar—: ¡Sois un mentiroso!

Cegado por su furia, fue incapaz de estudiar la expresión de los castaños ojos de DiMag, pero un buen observador hubiese descubierto en ellos un breve destello de pesadumbre e, incluso, cierta simpatía.

—No te mentí, Kyre —respondió el príncipe—. Quizá tergiversara un poco los hechos, o los interpretara a mi modo… Pero no te mentí.

—¡Sois un maestro de la retórica, mi señor! —voceó Kyre—. ¡Sabíais la verdad! ¡Sabíais de sobra lo que la palabra
héroe
significaba en vuestros términos! No un guerrero ni un salvador: ¡simplemente, un sacrificio humano envuelto en las galas del mito! Una víctima que arrojar a una lucha imposible, sólo para satisfacer la dudosa premisa de una profecía que nadie entiende y que, probablemente, ni siquiera existe…

El silencio se hizo pesado, después de esta acusación, y los dos hombres se miraron hasta que, bruscamente, DiMag dirigió la vista hacia otro lado.

—Te vuelves elocuente, Kyre. Creo que no esperaba eso de ti. No… —y alzó una mano cuando vio que Kyre iba a explotar de nuevo—. No te ofendas. Digo sólo que esto añade más peso a mi convicción de que en ti hay más de lo que cualquiera de nosotros sabe. Claro que tú puedes acusarme de interpretarlo a mi manera;. de interpretarlo
todo
a mi manera… —añadió con una frágil sonrisa.

—¡Malditas sean vuestras interpretaciones! —chilló Kyre—. ¡Demasiadas hipocresías he oído ya de vos! Ahora quiero la verdad, y no me daré por satisfecho hasta que la sepa.

—No; ya sé que no… Bien; en estos momentos debería estar abajo, pero creo que los asuntos de Estado tendrán que esperar un poco. Siéntate, Lobo del Sol, y no te mantengas tan envarado —dijo, cojeando hacia su diván—. Vas a conocer la verdad.

—¡Toda!

—Como quieras.

DiMag se acomodó cuidadosamente en el diván. Kyre no hizo gesto alguno para sentarse, sino que se acercó a la ventana. El príncipe se frotó los dedos 'y se los miró.

—Por lo visto —continuó—, has interpretado correctamente los planes que la princesa Simorh tiene para ti. No negaré que también son mis planes, aunque no por mi gusto. Pero de eso hablaremos más tarde. Existe una profecía, sí; está fragmentada y no podemos estar seguros de que nuestra interpretación sea la acertada. Perdimos todo conocimiento sobre nuestra antigua lengua más o menos al mismo tiempo que perdimos a nuestros dioses, y no sabemos bien quiénes eran ni cómo eran. Sin embargo, la profecía existe, amigo mío. Tú eres una prueba viva de ello, ya que el encantamiento que te trajo a nuestro mundo forma parte integral de ella. Y dice también que, cuando Haven haga frente a la catástrofe final, el poder de nuestros enemigos sólo podrá ser desbaratado si alguien creado a imagen del Lobo del Sol planta cara y derrota a la bruja de los mares.

—¡Pero yo no soy el Lobo del Sol!

—Fuiste creado a su imagen —insistió DiMag con énfasis—. Cabe la posibilidad de que mi esposa fallara en algún pequeño detalle físico, pero en conjunto cumplió lo requerido. Tú no eres el auténtico Kyre, desde luego,
pero lo serás,
y te enfrentarás a Calthar. Es la única esperanza que le queda a Haven —añadió, mirando a la pared—. Y lamento muy, muy de veras, que tenga que ser así.

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