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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

Espejismo (18 page)

BOOK: Espejismo
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Las agresivas palabras que había estado apunto de pronunciar Kyre se ahogaron en su boca. No había esperado de DiMag tal confesión, aunque el tono empleado por el príncipe y su expresión le decían con toda claridad que era sincero. Y eso destruyó en un instante todas sus opiniones preconcebidas.

—¿Por qué? —inquirió.

—¿Que por qué lo lamento? —preguntó a su vez el príncipe, fijando la vista en él.

—Sí. No tiene sentido.

—¡Ya lo creo que lo tiene! —insistió DiMag—. A mí no me gusta la idea del sacrificio humano. Una vez me encontré con Calthar: de su mano procede la herida que nunca se cura, y el hecho de que yo siga vivo, sin verme entregado a cualquiera de los tormentos que ella inflige a sus víctimas, es su burla personal contra mí. No desearía mi suerte a ninguna criatura viva: no soy tan monstruo como para eso, aunque tú no lo creas —dijo, y su rostro se endureció—. Pero tampoco soy tan tonto como para abogar por los más elevados principios cuando nos vemos amenazados por un enemigo al que no podemos combatir con medios honorables. Si hay que luchar contra la brujería con brujería, no voy a rechazar un arma valiosa, sobre todo siendo la única que nos queda.

DiMag se levantó despacio y se reunió con Kyre junto ala ventana.

—No creo que Brigrandon te explicara todo esto, tan pronto. Yo esperaba acostumbrarte a la idea de modo más… delicado, por así decirlo. Y no me importa confesar que abrigaba ciertas esperanzas de que, a su debido tiempo, tú llegaras a simpatizar con nuestra causa y pudieras ser persuadido de la necesidad de cargar con el manto del Lobo del Sol por tu propia y libre elección… Veo que estaba equivocado.

De nuevo esbozó una débil sonrisa y seguidamente, miró a Kyre de manera seria y franca.

—Ahora me doy cuenta —agregó— de que, de haber existido la improbable posibilidad de que tal esperanza se cumpliera, nosotros la hemos destruido al esconderte toda la verdad.

Kyre le devolvió la mirada.

—Nunca hubiese existido semejante posibilidad. Haven no representa nada para mí. No le debo ninguna lealtad. ¿Cómo pudisteis pensar que yo me avendría a vuestro plan?

—Ya sé que no podía esperar eso de ningún hombre mortal. De un cero, tal vez, pero no de un hombre mortal. Tú, sin embargo, no eres una persona totalmente vacía de compasión ni de afecto. Quizá podrías haber sido convencido en bien de la niña que un día gobernará en mi lugar.

—¿Gamora?

—Sí —contestó DiMag, contemplando la niebla—. Ella te enternece. Hasta yo me doy cuenta. Y no me sorprende, porque en mi hija hay algo que los demás hemos perdido. Inocencia, dulzura, bondad… Llámalo como quieras. Yo no encuentro la palabra exacta. Pero estoy encariñado con Gamora, y había empezado a confiar en que…

—¡No! —le cortó Kyre con aspereza—. ¡No podréis engatusarme de ese modo! ¡Nunca utilizando a Gamora! Me habéis dicho lo que queréis de mí, pero yo no estoy dispuesto a hacer semejante sacrificio. ¡Ni por Gamora, ni por vos, ni por nadie! No tenéis derecho a exigir eso de mí…

—¿Derecho? —replicó DiMag, los ojos llenos de ira—. ¡Todo el derecho del mundo! Incluso tengo el
deber
de utilizar todos los medios a mi alcance, para salvar a mí ciudad y a quienes en ella habitan… Se nos viene encima la Noche de Muerte, y no podemos esperarla en nuestras actuales condiciones. ¿Qué te induce a pensar que yo te debo más de lo que tú me debes a mí?

Kyre apretó las mandíbulas.

—No voy a hacerlo, DiMag. y si vos creéis que lo haré, ¡maldito seáis mil veces!

—¡Tu voluntad no significa nada! —gritó el príncipe—. Si hemos de obligarte, te obligaremos. Ya has experimentado lo que Simorh es capaz de conseguir. Dudo de que resistieses mucho el tormento que ella podría aplicarte para asegurar tu cooperación… —DiMag dio media vuelta y se puso a renquear por la habitación como un animal enjaulado—. ¿Crees que me gusta eso? Si tú fueses un cero, la nada que Simorh esperaba conjurar con sus hechizos, no surgiría ningún problema. El hecho de que no lo seas complica las cosas, aunque el desenlace no puede ser distinto.

Se detuvo, miró a Kyre con el rostro en tensión, y prosiguió:

—Si existiese otro camino, lo elegiría. La idea de enviar a un hombre que no me ha hecho ningún daño a una muerte casi cierta martiriza mi conciencia. Pero si existe una posibilidad, cualquier posibilidad, de que tú seas el único medio de vencer a un enemigo mortal y de que mi hija tenga un futuro…, ¡viviré contento con mis problemas de conciencia!

Kyre dijo con voz temblorosa:

—Podría mataros, príncipe DiMag. También eso resolvería vuestro dilema.

—¡Inténtalo! —rugió con desprecio el soberano—. Pero dudo de que lo consiguieras. Incluso con mi invalidez, soy mucho mejor espadachín de lo que tú jamás llegarás a ser. Además, no te serviría de nada. Destrúyeme, y aún tendrás que enfrentarte a Simorh. ¿Acaso crees poder derribar sus látigos de plata con una espada?

Kyre tragó saliva. Recordaba la horrible experiencia y no deseaba repetirla.

—Mátame, y no te quedará ni un solo amigo en el mundo —agregó DiMag—. Abandona Haven, y Simorh te traerá otra vez. Si saltas de la Torre del Amanecer o te arrojas al mar, lo mejor que puedes esperar es la muerte. De este otro modo, al menos tienes una posibilidad. ¿Por qué no la aprovechas, pues?

Kyre sintió que la ira volvía a apoderarse de él, todavía con mayor intensidad al comprender que DiMag tenía razón. Dio media vuelta, bruscamente, y su voz sonó seca cuando respondió:

—No tenemos nada más que decirnos.

—Por lo visto, no. Pero recuerda lo que te he advertido, Kyre. Merece la pena pensarlo.

Hubo un silencio de varios segundos, violento y angustioso. Por fin, Kyre se encaminó a la puerta y, dado que DiMag contemplaba taciturno la ciudad envuelta en niebla, abandonó la estancia sin más palabras.

—Kyre, Kyre, espérame.

El joven se detuvo al oír la ansiosa vocecilla infantil, y sintió que todos los músculos de su cuerpo se tensaban, a medida que la cólera renovada amenazaba con invadirle de nuevo. Los pequeños pasos de Gamora resonaron en el corredor, y pronto estuvo la niña a su lado, tomándole de la mano mientras le sonreía feliz. Venía de la Torre del Amanecer, y Kyre supuso que le habría estado buscando.

—¡Ven, Kyre, adivina qué he encontrado esta mañana en el jardín! Es una flor que…

Kyre la interrumpió.

—¿No deberías estar en clase?

Su tono la asustó, aunque sólo logró apagar su entusiasmo durante unos momentos.

—El maestro Brigrandon se emborrachó anoche, y todavía está durmiendo, de manera que no puede darme clase. ¡Ven conmigo, tienes que venir…

—¿Tengo?

Esa palabra era para él como sal en una llaga, y dirigió tal mirada a la chiquilla, que ésta dio un paso atrás, con los grandes ojos grises muy abiertos del susto. DiMag había intentado utilizar a la niña para coaccionarle emocionalmente, y ahora, en ese momento, Kyre casi odiaba a Gamora. Sólo con un gran esfuerzo se dijo que la niña no tenía la culpa, y que la pobre no entendería su súbita hostilidad. Procuró que los músculos de la cara se le relajasen, y meneó la cabeza mientras decía:

—Lo siento, princesa… Estoy un poco… confuso.

—¡Entonces deja que yo te alegre! Podemos dar un paseo por la playa, o te enseñaré, si lo prefieres, algunos de los viejos pasadizos del castillo, que nadie usa ahora.

Gamora no sabía qué hacer para complacerle, y él no aguantaba su compañía. Por mucho afecto que le hubiera tomado, no era suficiente para hacerle cambiar de idea. De nada le serviría a DiMag su maniobra. Al fin y al cabo, tampoco a Gamora le debía nada.

—Lo siento —volvió a decir, más ásperamente—. Estoy ocupado, Gamora. Tengo cosas que hacer.

—¿No pueden esperar? —insistió la niña.

Kyre creyó sentirse atrapado entre fuego y hielo, y lo único que ansiaba era escapar de la presión que la pequeña ejercía sobre él. Sus ojos se endurecieron, y soltó su mano de la de Gamora con un movimiento brusco.

—No. No pueden esperar.

A la niña se le saltaron las lágrimas, pero no hizo ningún otro intento de retenerle ni calmarle, y se limitó a mirar, desconcertada y triste, cómo se alejaba en dirección a la escalera.

Kyre sólo se detuvo cuando alcanzó la terraza que rodeaba el castillo frente al mar. La niebla todavía era más espesa que antes, si cabe, y ello impedía ver tres pasos más allá, pero el completo silencio en que esa bruma envolvía el mundo, y la soledad reinante en la terraza, le proporcionaron el aislamiento que tan desesperadamente necesitaba.

Se sentó en la balaustrada con la vista fija en la blanca pared de niebla, tratando de ignorar el olor a decadencia que le llegaba desde el jardín situado más abajo. No había querido herir a Gamora, pero se sentía incapaz de soportar su carita inocente y su alegre parloteo. Era preciso que estuviera solo mientras se consumía la cólera que de momento aún le dominaba.

Había ido a desafiar a DiMag, viendo allí confirmadas sus peores sospechas y por último, no había encontrado nada con qué combatir al príncipe. Éste tenía razón: buscara Kyre una escapatoria u otra, todos los caminos conducían al mismo inevitable final. Y si en algún momento había esperado llegar a hacer flaquear a DiMag con sus razonamientos, ahora comprendía que estaba totalmente equivocado. Además, carecía de poder para impedir que el soberano de Haven le utilizara como le pareciese.

¿Qué había dicho DiMag? «Si existiese otro camino, lo elegiría…» Kyre no podía creer que esa antigua, oscura y apenas entendida profecía fuese la única esperanza de Haven. La historia de la ciudad se había perdido en gran parte, o estaba mal traducida de una lengua ya muerta. Brigrandon, cuyos conocimientos no podían ser puestos en duda pese a sus debilidades, lo había reconocido abiertamente. y si la profecía era errónea, o la interpretaban mal, en los deteriorados archivos tenía que haber otra respuesta. Los soberanos de Haven pretendían que él luchara contra un enemigo al que no tenía posibilidad de derrotar, y depositaban todas sus esperanzas en algo tan débil y absurdo. Tan grande era su desesperación, que estaban dispuestos a sacrificarle por una causa absolutamente inútil. Él, en cambio, estaba decidido a no permitir que le obligaran a morir por Haven sin antes haber luchado hasta el último aliento. y confiaba en que, si se encontraba otra alternativa, DiMag sería fiel a su palabra. Quizá fuese una tontería por su parte, pero era lo único a lo que podía agarrarse.

Pero… ¿cómo y dónde buscar? Kyre levantó la cabeza, respirando profundamente el húmedo aire, y se confesó que no sabía por dónde empezar. Sin embargo, una idea se adueñaba de los más oscuros rincones de su cerebro. Algo que aún no tenía lógica, pero que se negaba a desaparecer. Instinto, intuición. No tenía motivo para creer en ello, pero barruntaba que la respuesta no se hallaba dentro de los muros de Haven, sino en el enigma de su propia identidad perdida.

No; aquello no tenía sentido… Kyre meneó la cabeza y bajó de la balaustrada. Tenía la ropa y los cabellos húmedos a causa de la pegajosa niebla, y sentía frío. Pero el frío no era meramente físico… No sabía cuándo pensaba celebrar Simorh la misteriosa ceremonia que, prácticamente, arrojaría sobre sus hombros la capa del Lobo del Sol, pero no la demoraría más de lo necesario y entonces, nada de lo que él pudiera hacer o decir le salvaría. Probablemente le quedaba menos tiempo del que suponía.

Era preciso que reflexionara. No era probable que Gamora le buscase durante el resto del día. Apenas tuviese ocasión, se prometió Kyre a sí mismo, procuraría reparar la torpeza cometida al tratar a la niña de manera tan poco afectuosa. Mientras tanto, la Torre del Amanecer era un refugio tan bueno como cualquier otro, y más agradable que aquella triste y abandonada terraza. Ignoraba de qué le servirían sus esfuerzos, pero al menos debía intentarlo.

Dio media vuelta y se encaminó despacio al interior del castillo.

DiMag estaba fatigado. Esos días no parecía poseer las energías de antes, y el choque con Kyre le había conmovido más de lo que en un principio creyera. Al comprender, además, que los asuntos de Estado se alargarían hasta bastante entrada la noche, sintió que la depresión se posaba sobre su persona como un pesado manto. No había comido en todo el día, y notaba el estómago vacío. No obstante, la idea de tomar algún alimento le producía náuseas. Lo único que deseaba era dormir sin sueños.

Aquel mismo día, un siervo fiel había descubierto en las cocinas del castillo una hierba tremendamente venenosa llamada «lengua de sierpe»,. Era obvio que las mortales hojas iban destinadas a la mesa de DiMag y, cuando fueron descubiertas, la corte había tenido que poner en marcha las investigaciones correspondientes. Para cumplir con el protocolo, los consejeros del príncipe se habían visto obligados a expresar formalmente su consternación ante el hecho de que alguien del propio castillo hubiese podido fraguar semejante crimen, así como a buscar a los conspiradores. Nadie había dado con el culpable o los culpables, de momento, pero DiMag no se hacía ilusiones: le constaba que sus consejeros hubiesen preferido que el asunto no saliese a la luz. Si la hierba hubiese sido hallada y eliminada sin tanto alboroto, el incidente habría sido arrinconado y convenientemente ignorado. Y, desde luego, algunos hubiesen preferido que la hierba no fuera descubierta.

DiMag se incorporó en su sillón. Los consejeros discutían sobre la reparación que necesitaba uno de los techos del ala occidental del castillo, y el príncipe tuvo que sofocar un terrible deseo de ponerse de pie y mandarles a todos a paseo, si no tenían nada más importante en que ocupar sus mentes, y abandonar el salón. Le dolía la cabeza, y la pierna le molestaba mucho más que en los últimos tiempos, pero si tenía que seguir gobernando Haven de manera indiscutida, era preciso. que
se le viera
gobernar, aunque se tratara de asuntos nimios.

Dos de los consejeros empezaron a discutir. El volumen de sus voces sacó al príncipe de su letargo, y ya estaba apunto de llamarles la atención cuando un nuevo alboroto, esta vez detrás de la puerta que tenía a sus espaldas, le hizo volverse. Se oían voces, o sollozos. No era fácil adivinarlo desde el salón… También los consejeros se dieron cuenta y callaron, con expresión de sorpresa.

—Señor… —empezó a decir uno.

Pero DiMag le mandó callar con un enérgico gesto, y luego ordenó a uno de los guardias que tenía detrás:

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