Read Espejismo Online

Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

Espejismo (7 page)

BOOK: Espejismo
10.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué te ocurre, Kyre? —preguntó, con voz solícita y ojos muy abiertos—. Algo te preocupa. ¿Te… te condujo mi madre al Salón del Trono? —inquirió, pasándose la lengua por los labios con un gesto que recordaba a su padre.

Aquella chiquilla debía de tener los ojos y los oídos de una zorra… Kyre hizo un movimiento afirmativo, y Gamora suspiró.

—Me figuraba que lo haría. Creo que mi padre tenía interés en verte, pero… ¿verdad que había alguien más? Oí comentar que, esta madrugada, habían traído de la costa a un prisionero.

—A vos no se os escapa nada, ¿verdad, mi pequeña princesa?

—No puedo permitírmelo —contestó Gamora con toda su candidez—. ¿No es cierto que hay un prisionero en el castillo?

Kyre se preguntó qué sospecharía la niña y qué podía explicarle sin disgustarla. Era fácil olvidar su tierna edad. Después de unos momentos de vacilación, respondió al fin:

—Sí. Había un prisionero.


¿Había?
—repitió en el acto Gamora que, evidentemente, había pescado lo que Kyre hubiera querido evitarle—. Creo que ya entiendo… ¿Fue mi padre quien le mató?

La expresión de Kyre le dio la respuesta. Adquirió entonces el rostro de la niña un aire casi salvaje, y también su voz sonó así cuando exclamó:


¡Bien…!

—¿Vos lo aprobáis?

Gamora le miró sorprendida, hasta que la comprensión empezó a asomar a sus ojos y la sorpresa fue substituida por una triste sonrisa.

—Todavía no lo entiendes, ¿eh? ¡Pobre Kyre!

¡
Pobre Kyre,
en efecto! El hombre se apartó.

Detrás de él, Gamora dijo:

—¿Hablaste con mi padre?

Kyre respiró profundamente.

—No —respondió—. Sólo intercambiamos un par de palabras.

—Entonces ¿no te explicó por qué odiamos tanto a los habitantes del mar?

La fiereza de sus últimas palabras le demostró que el odio de la chiquilla no era más que una doctrina, algo que había aprendido desde la infancia sin preguntarse nada y, probablemente, sin entenderlo tampoco. El enojo de Kyre se disipó. El hecho de que Gamora fuese una niña explicaba y excusaba su actitud y, al mismo tiempo, era el catalizador de la clara y fría razón que, de alguna forma, él había estado esperando.

Una ciudad podrida por el odio. Un gobernante cuya salud mental era discutible, y la amargura de cuya esposa contagiaba todo cuanto tocaba… Y una chiquilla para la que la muerte y los asesinatos eran algo tan corriente, que no merecían que uno perdiera ni un pensamiento en ellos. Fuera lo que fuese que Haven y sus gentes esperaban de él, fuera el que fuese el papel que Simorh le tenía destinado, Kyre decidió que no quería tomar parte en nada.

Había temido a la maga porque, según ella, poseía la clave de su vida o de su muerte, pero… ¿valía la pena esa vida que le ofrecía Haven, con toda su corrupción? Mejor estaría muerto o de nuevo en el limbo, y el súbito pensamiento disipó hasta el último de sus temores. Tenía que abandonar la ciudad. Ignoraba adónde iría, pero era preciso que se fuera.

Gamora esperaba una respuesta a su pregunta, y Kyre se puso en cuclillas para que sus ojos quedaran a un mismo nivel. Tomó las manos de la niña entre las suyas y trató de sonreír.

—Hay muchas cosas que no entiendo, pequeña princesa, y que quizá no entienda jamás. Lo único que sé, es que debo abandonar esta ciudad.

El rostro de la chiquilla se nubló.

—¿Por qué?

—No puedo explicároslo. Al menos, no todavía. ¿Podéis ayudarme, Gamora?

Ésta frunció el entrecejo.

—¿Volverás?

—¡Claro que sí!

Le dolía mentir, pero ahora era necesario.

—¿Cuándo? —quiso saber Gamora—. Quiero que vuelvas pronto, Kyre, o… ¡déjame ir contigo!

—No, mi pequeña. Eso es imposible. Pero regresaré pronto. Lo prometo —añadió, aunque algo se retorcía en su interior y, en silencio, maldijo la serpiente que tenía por lengua.

Ella no acababa de creerle, pero comprendió que no debía influir en su ánimo. Apartó suavemente sus manos de las del hombre, dio media vuelta y retrocedió despacio hacia la puerta.

—Esta cerradura es vieja —dijo, con voz extrañamente plana— . Yo no puedo dejar la puerta abierta, pero cuando vengan a traerte la comida, tú te vales luego del tenedor para hacerla saltar… No se imaginarán que ha sido cosa mía, y te prometo que yo no te delataré.

Kyre estaba seguro de que la criatura mantendría la promesa. Sin duda sería más fiel que él a su palabra.

—Entiendo —dijo, con un movimiento de afirmación.

—Si quieres escapar del castillo… —continuó la niña, luchando por contener las lágrimas—. Lo descubrí yo misma, y de vez en cuando bajo a la ciudad para explorarla. Mira… —y, alzando los estrechos hombros como si, aunque con cierta reluctancia, hubiese tomado una determinación, explicó—: Si me humedezco el dedo y te dibujo un plano en el suelo, quedará marcado hasta que la sepas de memoria.

Se lamió el dedo varias veces y, rápidamente, hizo una serie de líneas en las losas. Kyre las entendió sin dificultad.

—Has de esperar a que sea de noche —indicó Gamora—. Hasta que todo el castillo duerma. La niebla te protegerá.

Kyre miró hacia la ventana.

—Pues ahora no hay niebla —dijo.

—Pero volverá —afirmó la niña con una sonrisa oblicua—. Siempre sucede así. Pensaré en ti, Kyre. Aunque no pueda verte, vigilaré desde mi ventana y me figuraré que me dices adiós con la mano. ¿Lo harás?

—Lo haré, princesa —al menos podría cumplir esa promesa—. Y no olvidaré lo que habéis hecho por mí. ¡Gracias!

Impulsado por el agradecimiento, se inclinó y besó a la niña en la frente.

Se sonrojó Gamora mientras retrocedía en dirección a la puerta, tratando de disimular su felicidad.

—Tengo que irme. Que el Ojo te proteja, Kyre. Y… yo quiero a mi padre, ¿sabes? Quizá te extrañe, pero así es…

Aquella observación, repentina y sin motivo aparente, resultaba un poco singular, como si la niña hubiera leído los pensamientos de Kyre y ahora intentase defender a DiMag. Pero antes de que pudiera responder, Gamora había salido ya, y él sólo pudo escuchar el débil chasquido de la cerradura.

Lo peor de todo fue la espera. Kyre pasó la mayor parte del día junto a la angosta ventana. Primero trató de abrirla, pero después, al comprobar que estaba aherrumbrada e inmovilizada por la sal del mar y la humedad, se contentó con sentarse a mirar a través del vidrio, rayado por los vendavales. Escaso era el panorama que desde allí se le ofrecía. Ocasionales ruidos llegaban al castillo desde la distante ciudad, apagados por la niebla, que en ningún momento cedió del todo. Kyre procuraba mantener alejados otros pensamientos, mientras intentaba adivinar el origen de los incoherentes sonidos, pero nada logró apartar el constante temor de que se abriera la puerta que había a sus espaldas y alguna orden de Simorh le estropeara los planes.

Pero tal orden no llegó y, por fin, la luz del día empezó a palidecer al hacerse todavía más densa la capa de niebla. Los lejanos ruidos se disolvieron en un profundo silencio, y Kyre tuvo la sensación de que la sangre de sus venas era reemplazada por un abrasador y llameante río de tremenda tensión. Se levantó y dio unos pasos, pero volvió a tomar asiento, temeroso de que alguien pudiera oír desde abajo sus incesantes movimientos y subiese a ver qué ocurría. Y finalmente comprendió que, durmiesen o no los ocupantes del castillo, no podía esperar más.

La cerradura cedió con notable facilidad. Los goznes chirriaron de manera espantosa, pero sólo durante unos instantes y no con la suficiente intensidad para llamar la atención. Con la máxima cautela, Kyre se abrió paso por la puerta entreabierta y salió al estrecho rellano.

Una mortecina lámpara iluminaba a medias el primer tramo de escalera, y el rancio olor a aceite de pescado le inundó la nariz al pasar por allí. Más abajo reinaba la oscuridad. Kyre tuvo que descender por los desiguales peldaños apoyándose en la pared hasta que, por fin, se halló al pie de la torre. Allí eran más numerosas las lámparas, aunque también habían sido puestas a media luz para la noche, y sus pequeñas llamas no eran más que unos puntos que daban al pasadizo más sombras que claridad. Kyre aguardó sin moverse ni respirar, hasta que el silencio y el suave e ininterrumpido bisbiseo le aseguró de que no había nadie por allí. Por último avanzó, una muda sombra entre sombras, camino de las gradas que le conducirían a los muros del castillo.

Pese a lo rendida que estaba, Thean no podía conciliar el sueño. Los efectos del fuerte incienso que inhalara tan profundamente la noche anterior y que le habían permitido mantenerse despierta mientras su señora estaba en el templo en ruinas, no acababan de desvanecerse. Apenas cerraba los ojos para intentar dormir, en algún rincón de su mente empezaban a revolotear extrañas visiones, y el sueño parecía burlarse de ella, siempre a su alcance pero sin dejarse atrapar.

Al otro lado de una cortina, su compañera Falla dormía tranquilamente en su lecho. En el piso inferior, sin embargo, sonaban unos incesantes pasos que indicaban que también Simorh estaba desvelada. Thean había visto poco a su señora, durante el día —corrían rumores de que los asuntos de Estado la habían obligado a permanecer alejada de la torre—, pero de sobras había notado el nerviosismo en sus ojos, cuando al fin regresó y, sin intercambiar más de un breve saludo con sus aprendizas, se dirigió a sus aposentos particulares. Desde entonces, no hacía más que dar pasos y más pasos, y Thean no necesitó recurrir a su aguda sensibilidad psíquica para saber que algo iba muy mal.

Los movimientos en el piso inferior cesaron de repente. Thean se alzó de su cama junto al agonizante fuego, y tembló de frío al salir del estrecho círculo de calor. Ya se disponía a encender la luz cuando la puerta se abrió.

En el umbral apareció Simorh. Vestía túnica de lino y se había echado un pañolón sobre los hombros. En la oscuridad, sus ojos semejaban vastos y oscuros agujeros en el rostro.

—Thean… Es tarde para estar levantada. La joven hizo una reverencia.

—Sí, señora, pero no podía dormir.

—Tampoco yo puedo —dijo Simorh, cruzando la estancia en dirección a la ventana en forma de aspillera, pero la noche y la espesa niebla habían empañado el vidrio hasta darle un oscuro tono gris—. Algo se prepara… Lo presiento.

Respiró entre dientes, excitada, emitiendo casi un silbido, y Thean dijo:

—Tal vez sufráis todavía las consecuencias del conjuro, princesa. Debió de ser muy duro.

—No —respondió la encantadora, moviendo la cabeza con energía—. Es otra cosa, y sospecho que… —hizo una pausa, se mordió el labio y miró a la muchacha—. Consulta la bola de cristal, Thean. Hazlo por mí… Necesito llegar hasta la raíz del asunto, y no descansaré hasta haberlo conseguido.

La joven ignoraba si sería capaz de utilizar sus talentos, pero no discutió. Cruzó la habitación hacia un arca situada en un extremo, y sacó de ella una diminuta esfera de cristal verde, envuelta en tela negra. Simorh miraba mientras ella extendía el paño en el suelo y colocaba encima la esfera. A continuación, cuando Thean se inclinó sobre la bola mágica, la princesa hechicera se colocó en silencio detrás de ella y apoyó ligeramente ambas manos en sus hombros. Thean vio que la esfera empezaba a nublarse, adquiriendo un aspecto lechoso, y que en ella se iba formando una imagen. No sabía la muchacha lo que aquello significaba. No era más que una médium para Simorh, quien a través de su mente extrajo el mensaje contenido en el cristal.

Fue todo cosa de un instante. Simorh creyó haber averiguado la dirección en que debía buscar la causa de su inquietud, y estaba en lo cierto. La esfera, que había enfocado casi inmediatamente sus pensamientos y sospechas, le proporcionó una rápida sucesión de claras imágenes, y a la princesa le dio un vuelco el corazón.
Un hombre pelirrojo, una niña de ojos grises, un cuarto vacío, una playa batida por la marea

Thean se echó hacia atrás, estremecida, cuando su señora rompió de súbito el contacto psíquico entre ambas. Reaccionó pronto, pero Simorh ya se encaminaba a la puerta exterior.

—¡Aguarda aquí! —ordenó la princesa con fiereza—. y despierta a Falla. ¡Os necesitaré a las dos!

Con estas palabras desapareció, y la puerta se cerró tras ella con un fuerte golpe.

Simorh no perdió el tiempo llamando a unos criados que, a esas horas, estarían atontados y no le servirían prácticamente de nada. En cambio subió a toda prisa la escalera de la Torre del Amanecer y, una vez arriba, la puerta abierta de par en par le explicó todo cuanto precisaba saber.

La princesa permaneció unos segundos en el umbral, apoyada la espalda en la fría piedra y cerrados los ojos para dominar la desesperación que la había invadido. No había ahorrado esfuerzos para educar a la chiquilla e inculcarle el espíritu de Haven, y aun así se permitía tan imperdonables desobediencia y temeridad. Pero quizá no se le pudiera echar la culpa a Gamora, al fin y al cabo. Ella misma, Simorh, debería haber sabido que una criatura procedente de la oscuridad tendría siempre la perfidia de la oscuridad.

Simorh dio media vuelta e inició el descenso. Al final del tramo se introdujo por un corredor lateral que la condujo más allá de su propia torre, hacia las profundidades del castillo. En el cuarto del aya no había luz, pero por debajo de la puerta siguiente asomaba una cierta claridad, delatora de una lámpara encendida, aunque disimulada con algo.

Cuando abrió esa puerta, Simorh halló a su hija arrodillada junto a la ventana. Tenía las manos entre la cara y el cristal y miraba fijamente al exterior, moviendo la cabeza en un esfuerzo por atravesar con la vista la niebla y la oscuridad. Una ola de furia se adueñó de Simorh, que cerró la puerta con gran fuerza.

La niña se puso en pie de un salto, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Cuando alzó los ojos, su madre estaba a su lado.

—¡Levántate!

La cólera exhibida antes por Simorh no era nada en comparación con la de ahora. Gamora obedeció temblorosa, retrocediendo hacia su lecho a medida que su madre avanzaba hacia ella. De repente, Simorh alargó la mano y agarró un mechón de pelo de su hija. La pequeña tuvo que detenerse con un grito de dolor.

—¿Qué has hecho? —la acusó Simorh, con voz sibilante—. ¿
Qué has hecho,
criatura desobediente y estúpida? ¡Vamos, dímelo!

A cada sílaba sacudía a Gamora, y ésta rompió a llorar de miedo.

BOOK: Espejismo
10.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Skinned -1 by Robin Wasserman
The Governor's Lady by Inman, Robert
Below the Surface by Karen Harper
The Mall by S. L. Grey
The Emerald Cat Killer by Richard A. Lupoff
White People by Allan Gurganus
Haleigh's Ink by Jennifer Kacey
Perdition by PM Drummond