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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

Espejismo (4 page)

BOOK: Espejismo
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—Soy la princesa Gamora. Mi padre es el príncipe DiMag de Haven, y mi madre es la princesa Simorh.

—Tu… ¿Vos?

Durante unos segundos, el hombre creyó no haber oído bien.

—¿La bru… la encantadora es vuestra madre?

—Naturalmente. Ella y mi padre son primos… Estos matrimonios son tradicionales. No estás muy enterado de nuestras costumbres, ¿verdad?

El hombre movió la cabeza, incapaz de explicar el efecto que la revelación de la niña había producido sobre su imagen mental de Simorh. Sencillamente, no podía ver en aquella bruja de gélida mirada, que le arrebatara de la nada, a la madre de una chiquilla tan dulce y espabilada. De modo que el príncipe, para el que Simorh había tenido tan amargas palabras, era su marido… Tal conocimiento arrojó una cierta luz sobre los motivos que la mujer tenía para mostrarse tan dura.

—Cuando muera mi padre, el príncipe, yo gobernaré Haven —prosiguió la pequeña, dándolo por hecho—. Salvo que, entre tanto, me naciera un hermano. Pero como todo el mundo dice que eso no pasará, seré yo quien gobierne —añadió con gran candidez en la mirada.

El hombre consiguió vencer la confusión de sus propios pensamientos y advirtió algo del disgusto que, sólo disimulado en parte, asomaba detrás de las palabras de la niña.

—¿No tenéis ganas de gobernar? —preguntó.

Los ojos de Gamora se nublaron cuando ésta respondió:

—¡No!

—¿Por qué?

—Porque, entonces, ya no quedará nada que gobernar.

La madurez de semejante declaración hizo vibrar una cuerda en el corazón del hombre, y le recordó algo que Simorh le había dicho la noche anterior, mientras caminaban sobre la arena bajo la fría y terrible mirada de la Luna.
Media ciudad se había hundido y ahogado en una sola noche, al producirse dos mareas seguidas sin descender el nivel de las aguas
… El espantoso desastre debía de haber ocurrido casi al mismo tiempo de nacer Gamora.

Temeroso de poner nerviosa a la chiquilla, pero a la vez ávido de averiguar cosas, el hombre dijo:

—No entiendo lo que decís, princesa. ¿Por qué no ha de continuar prosperando Haven?

Durante unos momentos, creyó que Gamora le iba a contestar con franqueza, mas no fue así. Por el contrario, su cara adquirió una marcada expresión de disgusto, y los oscuros bucles se agitaron al mover ella la cabeza con energía.

—¡Tómate el desayuno, Kyre, o se enfriará!

—No habéis contestado a mi pregunta, Gamora.

—No… no puedo.

Los grises ojos de la niña reflejaron brevemente una angustia, pero luego se calmaron en parte, y volvió a ellos la honestidad infantil.

—No me atrevo… Soborné al sirviente para que me dejara traerte la bandeja… Si supiesen que he estado hablando contigo, me castigarían. Oí decir —explicó, después de tragar saliva—, oí decir que no había que contarte nada… Todavía no, por lo menos. ¡Y ahora come, Kyre, por favor…! ¡Come!

Inmediatamente, él se arrepintió de haber intentado sacar de la niña más de lo que ésta estaba dispuesta a revelar. Sin más comentarios, destapó la bandeja y, aunque no tenía apetito, se llevó una agradable sorpresa al ver su contenido: un plato de pescado al vapor, bien aderezado con algunas hierbas desconocidas para él y, además, una copa de líquido oscuro, que olía a ricas especias. Gamora le observó muy seria mientras él, para satisfacerla, vaciaba la copa y después probaba el pescado. Algo en aquel sabor le pareció familiar, aunque no pudo localizarlo. Había comido más de la mitad cuando se dio cuenta de que el apremio de su estómago era superior a la oposición de su mente.

Todavía comía, con la niña sentada muy atenta a su lado, cuando, sin previo aviso, se abrió la puerta de su habitación circular. Gamora miró por encima del hombro y, de súbito, se puso de pie con la cara pálida y sólo dos llameantes manchas rojas en sus mejillas.

Simorh estaba en el umbral. Lucía un vestido de color amarillo oscuro, más formal que la prenda de la noche anterior, y llevaba el cabello peinado en complicadas trenzas. Dirigió una mirada indiferente a Kyre y, en cambio, posó en la hija unos ojos vibrantes de enojo.

—Tendría que haber sabido que te encontraría aquí.

El sarcasmo de su voz hizo enrojecer aún más a Gamora, que sintió tensarse todos los músculos del cuerpo y miraba hacia delante sin ver, porque no quería encontrarse con los ojos de la madre.

Simorh entró en la pieza y dejó la puerta abierta de par en par.

—¡Fuera de aquí! ¡Vuelve a tus lecciones! ¡Y diles a tu preceptor y a tu aya que no tienes permiso para salir de tu cuarto, aunque hayas terminado la clase.

Gamora adquirió nueva vida, y sus ojos se agrandaron.

—¡No, madre, os lo pido…!

—¡Fuera! —repitió Simorh con furia.

La niña huyó. Kyre observó en sus ojos el resplandor de las lágrimas, cuando salía asustada y, antes de que la encantadora pudiese fijarse en él, le dominó la rabia y dijo en tono de reproche:

—¿Se castiga en Haven a los niños por mostrar simple curiosidad?

Simorh se volvió en el acto hacia su persona. Los labios de la mujer formaban una delgada línea amarga.

—¡Tú..! —gritó con severidad—. ¿Qué sabes tú de niños, ni de nada? Además, no obtendrás de Gamora ninguna respuesta a tus preguntas… Si no contienes tu dichosa curiosidad, haré mucho más que imponerle silencio a tu lengua…

Parte de la confianza que había llegado a sentir Kyre se evaporó ante la amenaza de Simorh. Conocía de sobra la fuerza de aquella mujer y, en cambio, carecía de la suficiente seguridad en mismo para ponerla a prueba. Al menos, por ahora. Hizo un gesto de conformidad apenas perceptible, y ella le dio la espalda, alzando los hombros con orgullo.

—¡Ponte presentable! —ordenó con voz terminante—. Vas a ser conducido ante el príncipe DiMag, y a él no le gusta que le hagan esperar.

Si la mención del nombre del esposo le causaba algún fastidio, disimuló bien. Y Kyre contestó, tranquilo:

—Estoy todo lo presentable que puedo resultar con estas ropas.

—Muy bien —dijo Simorh con un sonido de impaciencia en la garganta—. Ven conmigo, pues. Y… cuando te halles ante el príncipe, debes escuchar sin decir nada, ¿entendido? ¡No te atrevas a formular ni una sola pregunta, ni a dar una sola opinión! A nadie le interesa tu parecer, de cualquier forma.

Con estas palabras abandonó la estancia, y Kyre la siguió. Por lo visto, estaba alojado en lo alto de una de las torres del castillo, ya que la puerta daba directamente a una escalera de caracol. Simorh descendía a una rapidez difícil de mantener, y Kyre sólo la alcanzó al pie del tramo. Continuaron por un corto rellano, antes de bajar nuevas escaleras, hasta que éstas desembocaron, ya más amplias, en un vestíbulo decorado con tapices, el mismo que él viera la víspera. Simorh no aminoró el paso, pero torció hacia un lado y condujo a Kyre hacia una doble puerta que se abrió al tocarla ella. Un laberinto de pasadizos le produjo una profunda confusión hasta que, por fin, un último juego de puertas —con centinelas esta vez— puso término a su camino allí donde los interminables corredores se ramificaban y perdían en la oscuridad. Simorh avanzó hacia los centinelas y ya se disponía a dar perentoria orden de que abriesen las puertas, cuando sonaron unos apresurados pasos a su derecha. La soberana y Kyre se volvieron. Era Vaoran.

—Princesa —dijo éste, con una reverencia—. No os propondréis introducir a esta criatura en el Salón del Trono…

En los ojos de Simorh hubo un relampagueo peligroso.

—¿Desde cuándo son asunto tuyo mis decisiones?

El rostro del maestro de armas adquirió una expresión violenta.

—Os pido perdón, señora… Pero el príncipe DiMag se halla en una urgente reunión del Consejo.

La dama suspiró como si tratara con un niño recalcitrante y no demasiado inteligente.

—Hace una hora, Vaoran, que a través del sirviente personal del príncipe DiMag recibí el encargo de traerle esta criatura a mi esposo —y añadió en tono cortante—: Al contrario de lo que algunos creen, la memoria del príncipe nada tiene de deficiente. En consecuencia, debo deducir que eres tú quien tiene unas insondables razones para intentar obstaculizarme el encuentro… Espero estar equivocada —añadió después de una pausa.

Diríase que los hombros de Vaoran se pusieron rígidos, y Kyre dedujo, por la expresión de su cara, que, pese a su máscara de arrogancia, el hombre tenía miedo de Simorh.

—No quise ofenderos, señora. Desconocía vuestro acuerdo… Sin embargo —agregó, con un evidente esfuerzo para enfrentarse con la venenosa mirada de la princesa—, concluyo que no conocéis las noticias referentes a las patrullas costeras…

—¡Como bien sabes, a mí no se me comunica nada de lo que ocurre en este solitario lugar! —replicó Simorh con fiereza—. ¡Además, no veo qué relación pueden tener los informes de las patrullas costeras con mi cita con el príncipe!

—Hace media hora, señora, trajeron un prisionero.

—¿Un prisionero?

La ira de Simorh se aplacó de manera perceptible. La tempestad de sus ojos quedó súbitamente mitigada por una desagradable mezcla de recelo y ansia.

El maestro de armas dirigió una vacilante mirada a Kyre, pero la princesa hizo un gesto con la mano.

—No importa su presencia. ¡Habla!

Vaoran miró de nuevo al hombre pelirrojo. La actitud de Simorh no había reducido sus dudas. Sin embargo, no se esforzó en seguir disimulando.

—Fue encontrado cuando la marea era más alta. Estaba herido. El comandante de la patrulla supone que fue atrapado por una corriente que le estrelló contra las rocas del cabo situado al norte. Los de su propia especie le abandonaron, como era de esperar, de modo que la patrulla le trajo a la ciudad.

Simorh asintió.

—Ya comprendo. ¿Dónde está ahora?

—Sometido a interrogatorio. Sólo aguardamos las órdenes del príncipe para conducirle al salón.

Durante unos momentos, Simorh miró reflexiva hacia las puertas, y luego, para desconcierto de Kyre, clavó en él unos ojos de indescifrable expresión.

Con voz reposada dijo:

—Condúcenos por la puerta de la guardia de corps, Vaoran. Deseo ver a la criatura, cuando la lleven ante el príncipe, cosa que, además, puede servir de saludable lección a nuestro amigo aquí presente.

Al maestro de armas le hizo poca gracia la orden, pero no encontró motivo para negarse a cumplirla. Con una breve reverencia, respondió:

—¡Sí, mi señora!

Más pasillos, más confusión… Kyre caminaba detrás de Simorh y de Vaoran, que daba grandes zancadas. Se dio cuenta de que la escasa iluminación de los pasadizos se reducía aún más, y de que la atmósfera se hacía tremendamente húmeda y densa. Al extremo de un oscuro corredor en forma de túnel, carente de adornos, llegaron a una pesada cortina que Vaoran corrió hacia un lado para descubrir una puerta baja que se abrió mediante unas bisagras silenciosas. Al moverse la hoja, Kyre retrocedió instintivamente. Cayó sobre él la luz procedente del otro lado, mucha luz, y el susurro de unas voces le recordó un mar sombrío y hostil. Todo junto provocó en él, de nuevo, el asfixiante y molesto olor del miedo.

La primera en entrar en el recinto fue Simorh, que se agachó y desapareció en la relativa brillantez. Kyre vaciló y estuvo a punto de rebelarse, impulsado por una intuitiva sensación del peligro que allí le aguardaba, pero Vaoran posó una firme mano en su hombro y, prefiriendo lo desconocido al contacto con el maestro de armas, se sacudió la mano de encima y siguió a la princesa, que permanecía parpadeante en el gran salón de Haven.

El aposento era vasto o, al menos, así lo parecía. Todos los estrechos y altos ventanales estaban cubiertos por gruesas cortinas, y las lámparas que a intervalos ardían colgadas de las paredes arrojaban enormes pirámides de sombras que se fundían a incalculable altura entre pilares de piedra. Las paredes estaban decoradas con tapices que, como los del vestíbulo inmediato a la entrada del castillo, no eran más que una triste sombra de lo que en sus gloriosos días debieron ser. Los años y la humedad les habían robado todo el esplendor. La construcción del aposento los empequeñecía, del mismo modo que empequeñecía a las aproximadamente dos docenas de personas reunidas alrededor de un estrado que se alzaba junto a la puerta tapada por una cortina.

—¿Qué es esto?

Una voz de hombre, enojada y con un toque de amargura, cortó los murmullos, y Kyre miró a su izquierda. Sobre el estrado había un sillón tallado; el sillón estaba ocupado, y Kyre se encontró por primera vez cara a cara con el príncipe de Haven.

El sillón presentaba muchos adornos y era un mueble pesado, hecho de una madera tan vieja que estaba casi petrificada. En el alto respaldo aparecía el mismo emblema solar que en la hebilla del cinturón de Kyre, y amuletos semejantes estaban asimismo representados en los brazos. El príncipe DiMag se hallaba descuidadamente sentado, con una rodilla levantada y ambas manos agarradas a los brazos del sillón. Era más joven de lo que Kyre había supuesto, de constitución ligera, y sus despeinados cabellos tenían el mismo color de trigo dorado que los de Simorh. Vestía calzón carmesí y camisa de anchas mangas, muy ceñida a la cintura y profusamente bordada con hilo de oro. Las prendas eran viejas, y se diría que el príncipe había dormido con ellas.

De pronto, DiMag fijó sus inteligentes pero coléricos ojos castaños en Kyre, mirándole con una mezcla de curiosidad y resentimiento. Detrás del trono, otros doce o quince hombres observaban igualmente al recién llegado con gesto hostil.

—¿Qué es esto? —repitió el príncipe.

Una de sus manos se movió en dirección a la empuñadura de la maciza espada que colgaba envainada de su costado, en un gesto típico de guerrero, y entre esto y su tono de voz, Kyre se excitó y sintió una furiosa necesidad de desafiar al soberano por su arrogancia. Pero Simorh dio un paso adelante y le apartó sin demasiados miramientos.

—Le he puesto el nombre de Kyre —dijo, añadiendo en voz más baja pero cortante—: Afirmé que lo conseguiría, ¡y así fue!

DiMag frunció el entrecejo.

—Ya lo veo. ¿Cómo se os ha ocurrido traerle aquí en este momento?

La boca de Simorh se redujo a una estrecha y severa línea.

—Vos me ordenasteis venir, DiMag, y dijisteis que le trajera. Si después disteis contraorden, ésta ya no me llegó.

Los hombres situados detrás del trono menearon la cabeza ante la dura respuesta de la princesa, y uno o dos emitieron, entre dientes, siseos de desaprobación. DiMag clavó la vista en su mujer, por unos instantes, y la súbita tensión producida hizo comprender a los presentes que ninguno podría anticipar su reacción. Simorh mantuvo su desafiante actitud y, repentinamente, el príncipe aflojó el puño que tan apretado tuviera y esbozó una desafortunada sonrisa en la que había poco humor.

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