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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

Espejismo (10 page)

BOOK: Espejismo
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—¡Le han hecho daño, madre, y es mi amigo! ¿Por qué? Kyre no escapaba. ¡Me prometió que volvería!

—Gamora… —Simorh hablaba ahora con más dulzura, como si no le restaran fuerzas para un enfrentamiento—. Tú no lo entiendes, Gamora. Vete a la cama de nuevo. Tu aya te acompañará.

—¡No! —replicó la niña—. ¡No me iré hasta que sepa por qué han maltratado a Kyre! Vi desde la ventana que le llevaban como si estuviese muerto. ¡Madre…!

Aumentó la palidez de Simorh, que cerró los ojos. Gamora sollozaba y la simpatía que hacia ella experimentaba Kyre, asociada a la culpa en que él había incurrido al aprovecharse de la fe que le demostrara la chiquilla, le obligó a vencer el dolor que aún sentía y a ponerse de pie, pese a que sus piernas apenas le sostenían.

—Mi pequeña princesa…

El sonido de su voz cortó en el acto las protestas de Gamora, que le miró con ojos muy abiertos.

—No estoy herido —agregó, a la vez que abría los brazos, confiando en que su aspecto no delatara la mentira de sus palabras—. ¿Lo ves? Estoy de pie y hablo con vos… Incluso puedo sonreíros…

Detrás de Gamora vio a Simorh, que le observaba con expresión de sospechosa incertidumbre. Luego miró de nuevo a la niña.

—Lo digo de veras. No estoy herido.

Gamora se pasó la lengua por los labios.

—Entonces… ¿por qué te llevaban de aquella manera? ¡Parecías un animal recién cazado!

Sus ojos volvieron a encontrarse brevemente con los de Simorh.

—Era un juego, pequeña princesa…

—¿Un juego?

—Sí.

Gamora no estaba convencida del todo, pero Kyre comprobó que daba gran importancia a sus palabras y, finalmente, la niña miró a su madre.

—¿De verdad?

Era la última confirmación que necesitaba.

—Sí —dijo Simorh en tono débil—. Un juego.

La mirada que la soberana lanzó a Vaoran estaba impregnada de veneno, y probablemente le hubiese dirigido un comentario bien acre, de no haber llamado la atención de todos unos pasos en la escalera. Las pisadas eran desparejas… y apareció el príncipe DiMag, vestido con una ligera túnica de lana, bajo la cual distinguió Kyre las arrugadas prendas que ya llevara aquella misma mañana en el Salón del Trono.

—¡Conque ésta es la causa de todo el alboroto! —dijo, recorriendo con sus ojos castaños a todos los presentes—. Había llegado a creer que, por lo menos, se trataba de una invasión… Supongo que debo estar contento de que el castillo siga intacto.

—¡Pensaba que habían herido a Kyre, padre! —intervino la niña, apartándose de Simorh para correr hacia él.

El príncipe le dedicó una mirada y, luego, acarició con gesto ausente sus oscuros cabellos.

—Ah, ¿sí? —preguntó.

Seguidamente miró a su esposa y, por último, al corpulento maestro de armas, y en sus ojos parecía haber vitriolo.

—¿Y por qué lo pensaste, hija?

Vaoran se apresuró a hablar antes de que pudiese hacerlo Gamora.

—Hubo un pequeño… imprevisto, mi señor —dijo con voz untuosa—, y la princesa Simorh tuvo la gentileza de solicitar mis servicios.

—Ah, ya… —respondió DiMag, apenas sonriente.

—Era un juego —insistió Gamora—. ¡Lo ha dicho Kyre!

—Entonces era eso —señaló el padre con expresión reservada—. Pero la medianoche no es una hora propia para juegos, Gamora. ¡No si quieres llegar a ser digna de tu posición el día de mañana y no si deseas que nosotros podamos descansar todavía un poco, esta noche!

La niña se sonrojó.

—Lo siento —dijo en un susurro.

DiMag rió con una cordialidad que sorprendió a Kyre.

—Entonces demuéstralo yéndote ahora con tu aya, mi pequeña. ¡Ya es hora de que estés en la cama!

El príncipe acarició una vez más los cabellos de su hija, y ella le miró con infinito cariño.

—Sí, padre.

La mujer de aspecto tan preocupado, que no se había atrevido a abrir la boca en presencia de sus amos, se hizo cargo de la princesita con evidente alivio, y Gamora se dejó conducir escaleras arriba, aunque sin dejar de contemplar la escena con sus enormes ojos grises, hasta que desapareció en lo alto.

Nadie se movió hasta que fue imposible que la niña y su aya les oyeran. DiMag descendió entonces los dos peldaños que le separaban del vestíbulo. Sus movimientos eran más torpes que durante el día, y Vaoran se le acercó, solícito.

—¿Puedo ayudaros señor? DiMag le miró.

—No, gracias. Estoy seguro de que te agradará saber, Vaoran, que si bien el húmedo aire de la noche no es lo mejor para mi pierna enferma, aún estoy en condiciones de valerme por mí mismo.

Había llegado entre tanto al centro del reducido grupo formado por Vaoran, Simorh y Kyre (los hombres de Vaoran se habían cuadrado al llegar al soberano, pero nadie les prestaba la menor atención), y lentamente giró sobre su pierna sana para mirar a los tres, uno tras otro.

Y de pronto les dejó sorprendidos a todos al decir:

—Veamos… ¿Quién va a explicarme la verdad sobre el alboroto de esta noche?

Dos vivas manchas rojas se encendieron en las mejillas de Simorh, y Vaoran movió la mandíbula, aunque no llegó a emitir sonido alguno. Sólo la expresión de Kyre no cambió, y DiMag, en vista de su aparente impasibilidad, clavó en él una oblicua mirada.

—Tienes la piel y las ropas quemadas, Lobo del Sol —indicó—. ¿Acaso intentaste inmolarte?

Simorh habló antes de que pudiese hacerlo Kyre.

—Esas señales habrán desaparecido pronto —dijo.

—¡Ah, ya entiendo! —contestó DiMag con una mirada de desafío—. ¿Y por qué?

—Escapó del castillo —explicó Simorh, señalando a Kyre—. ¡Sabéis muy bien por qué era preciso traerle de nuevo!

—Yo lo sé, en efecto, pero… ¿lo sabe él?

La expresión de la princesa se hizo defensiva y, a la vez, cansada, como si le molestara tener que exponer de nuevo un argumento ya de sobras conocido.

—Eso no tiene importancia, DiMag.

Su esposo estudió con la mirada el dibujo del suelo enlosado, y con un pie siguió una resquebrajadura que había en el mármol.

—Estoy convencido de que no tiene importancia para vos ni para mí y, desde luego, tampoco para nuestro valeroso maestro armas aquí presente. Pero… ¿se ha molestado alguien en preguntar al Lobo del Sol lo que
él
opina?

Levantó DiMag la vista, y Kyre quedó asombrado al encontrar en sus ojos pardos un destello de simpatía.

—Aquí se toman decisiones en las que él no interviene, y se ponen en marcha unos acontecimientos en los que él tiene un papel, sin que se le haya comunicado siquiera, por educación, qué papel va a ser —continuó con una débil sonrisa—. Si yo estuviera en su lugar, creo que me rebelaría.

—Señor… ¡No podéis compararos con…! —empezó a decir Vaoran, pero el príncipe le interrumpió con profunda ironía.

—Naturalmente. No puede haber comparación entre el hombre que gobierna Haven y un simple cero… Pero ni siquiera a un cero le negaría yo los derechos que, sin dudar un solo instante, concedería a un perro.

Vaoran no percibió el ligero énfasis en las palabras del príncipe, ni tampoco tuvo ocasión de replicar, porque DiMag se había vuelto de nuevo hacia su mujer, ignorando al maestro de armas como si no tuviera la más mínima importancia.

—¡Curadle las quemaduras, ponedlo presentable y enviádmelo!

—¿Ahora? —inquirió ella con los labios pálidos.

—¡Ahora, sí! —repitió DiMag—. Creo que el Lobo del Sol yo tenemos muchas cosas que decirnos, y me imagino que tendrá tan poco sueño como yo.

Y sin aguardar respuesta de nadie, dio media vuelta y se encaminó, cojeando, a las escaleras.

Capítulo 5

Kyre se hallaba en una habitación desordenada al máximo. Los libros y papeles de DiMag cubrían todo el espacio existente, y una revuelta colección de armas ocupaba la única y pequeña parte de pared no vestida con tapices. Una sola lámpara, que ardía a media llama y despedía la misma fría luz verde que las de la entrada, constituía la única iluminación de la estancia, y una raída cortina, que otrora fuera de color carmesí y que había adquirido, con los años, un tono semejante al de la sangre seca, cubría a medias la ventana.

El aspecto del aposento y otro par de detalles habían obligado a Kyre a modificar de nuevo sus primeras impresiones acerca del príncipe. Ni le gustaba, ni confiaba en él. Había algo en su persona que le ponía nervioso. Además, DiMag era evidentemente variable, dado a las extravagancias, y Kyre sólo necesitaba pensar en el modo en que había dado muerte al prisionero en el Salón del Trono para que el estómago se le revolviera. No obstante, resultaba indudable el afecto que DiMag sentía hacia su hija, aunque tuviese dificultad para expresarlo. y había sido el primero en demostrar un poco de consideración hacia el aturdido fruto de las brujerías de Simorh.

¿O se engañaba?

—¡Lobo del Sol!

La voz le asustó, ya que procedía de un sombrío rincón del aposento; DiMag se alzó del largo diván que, por lo visto, le servía de cama.

Kyre se volvió hacia él. Inseguro acerca de cómo debía actuar, hizo una breve reverencia que no reflejaba precisamente mucho respeto.

—Príncipe DiMag…

El soberano sonrió.

—Siéntate, Kyre, si encuentras sitio. Las entrevistas formales son muy pesadas —dijo, acercándose a la ventana de la cortina medio corrida—. Haven languidece nuevamente envuelta en niebla… A veces cuesta recordar los días en que no era así…

Se manoseó la gastada túnica y, de repente, miró cara a cara al forastero:

—¿Ha reinn trachan, ni brachnaea pol arcath?

Algo se agitó en un oculto recodo del cerebro de Kyre: aquellas palabras sonaban extrañas y no parecían tener sentido… Sin embargo, descubrió en ellas una vibración remotamente familiar… Después de tratar inútilmente de hacer memoria, Kyre meneó la cabeza.

—No lo entiendo —confesó.

—No importa —respondió DiMag, encogiéndose de hombros—. La lengua antigua. Mi tutor me la enseñó cuando yo era niño, y el preceptor de mi hija procura meterle algo de ella en la cabeza. Pero es una lengua prácticamente muerta. Además, creo que mi acento acaba de hacerla incomprensible. Me preguntaba si te resultaría familiar —agregó el príncipe con una expresión calculadora en los ojos.

Lo era, pero…

—No —contestó Kyre.

—Es igual. De cualquier forma, los manuscritos que han sobrevivido a la remota época en que esa lengua se hablaba están ya tan descoloridos que tanto da…

Casi sin darse cuenta de lo que hacía, y con cierta pena, Kyre echó una mirada a los montones de papeles que había encima de una mesa, cerca de la cama, y preguntó:

—Sois hombre docto, ¿no, señor?

—Hombre docto… —repitió DiMag, considerando durante unos momentos aquella expresión, como si tal idea no se le hubiera ocurrido antes, pero luego rió con ironía—. Supongo que tengo esa desgracia, en los tiempos que corren… Porque es indudable que ya no puedo calificarme de guerrero.

—Me vencisteis con suficiente facilidad, en el Salón del Trono, señor.

—Hum… Quizá demostré, simplemente, tu ineptitud. No lo sé. Desde luego, no eres un espadachín. Aunque lo que tú eres, es otra cuestión… ¿verdad? —añadió con aquella mirada astuta y calculadora que Kyre ya había observado en DiMag.

El prisionero suspiró. El príncipe se mostraba solapado y jugaba con él. Pese al ungüento, la piel le dolía y estaba todavía lacerada. Tenía todo el cuerpo molido y además, experimentaba un gran cansancio. En ningún caso estaba dispuesto a ser el títere de DiMag ni de otra persona.

—Príncipe —dijo con decisión en la voz—. Ignoro por qué me habéis ordenado venir, y no sé qué queréis de mí. Pero no puedo responder a vuestra pregunta, y creo que vos ya lo entendéis. La princesa Simorh —continuó— dice que soy un cero, y desde luego no tengo conocimientos ni recuerdos que me permitan discutir tal cosa. Lo cierto es que no comprendo para qué he de serviros.

El silencio duró el minuto que, aproximadamente, necesitó DiMag para ir cojeando a su lecho. Se dejó caer en él y repuso en tono de fatiga:

—Siéntate.

Aunque algo vacilante y con cierta reluctancia, Kyre apartó varios papeles de una silla y tomó asiento. DiMag hizo un gesto de satisfacción.

—Muy bien. Ahora pasaremos a tu asunto, si es lo que te preocupa. Te hice venir para llegar a un trato contigo, Lobo del Sol.

—¿Un trato?

—Sí. ¿Por qué te sorprende tanto? —exclamó DiMag, riendo de nuevo—. Te aseguro que he pasado media vida haciendo tratos y estableciendo compromisos. y en comparación con mis súbditos, eres un aprendiz en semejantes negociaciones. Si tú…

Pero se interrumpió al llamar alguien tímidamente a la puerta.

—¡Adelante!

El cambio de tono hizo levantar una ceja a Kyre, y el sirviente, que cumplía con su cometido, recibió una mirada de abierto desprecio.

—Vuestra cena, señor.

El hombre depositó sobre la mesa una bandeja cubierta y, rápidamente, retrocedió hacia la puerta. DiMag alzó el lienzo que cubría los platos y dijo:

—¡Espera!

El sirviente se estremeció. DiMag estudió los manjares durante unos segundos, llamó al hombre con un gesto de la mano y señaló una fuente de pescado desmenuzado, con nueces y hierbas.

—¡Esto! —dijo, y a continuación indicó otro plato que contenía frutas cocidas y escarchadas—. Y esto, y también un trozo de pan.

El sirviente se inclinó y, para asombro de Kyre, tomó una pequeña porción de cada uno de los platos. El príncipe contemplaba la pared en un silencio pétreo mientras el hombre masticaba, tragaba y, finalmente, hacía un movimiento afirmativo.

—Todo es bueno, señor.

—Bien. No necesitaré nada más, esta noche —declaró DiMag y señaló la puerta con un leve ademán.

La puerta se cerró detrás del sirviente. El príncipe esbozó una sonrisa agria.

—En los últimos dos años han intentado envenenarme seis veces, y no dudo de que volverán a pretenderlo.

— Pero… ¿quién…?

—¿Quién? ¡Por la Hechicera! ¿Quieres permanecer aquí hasta la madrugada, escuchando la lista de posibilidades? —exclamó el príncipe, que se agarró la pierna enferma y la subió al diván, de forma que quedara recta delante de él—. Tengo mis sospechas, pero no voy a darles satisfacción acusando a uno u otro sin pruebas. Además no es problema tuyo, ni tiene por qué serlo —concluyó con amargura—. ¡Come tú también!

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