Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
«El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos»
[19]
.
Después de todo lo dicho se descubre fácilmente que la división de la historia en «historia sagrada» e «historia profana» se presta a un malentendido grave: Creer que la historia de la salvación acontece al margen de la historia general de la humanidad.
En realidad sólo hay una historia.
La historia de la salvación es la salvación en la historia
, y se está dando desde el principio de la creación. Lo que comienza con Cristo no es la salvación, sino la revelación del plan de salvación que llena todos los tiempos:
«Nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa (…)
desde toda la eternidad
en Cristo Jesús,
y se ha manifestado ahora
» (2 Tim 1, 9-10).
La vida y la historia poseen una dimensión invisible a los ojos de la carne, un misterioso «más allá interior». Lo mismo que la mirada del artista cuando contempla un cuadro penetra más profundamente que la del hombre de la calle; o el enamorado, cuando mira la flor seca pegada en un extremo de la carta de la amada, va mucho más allá de esos pétalos arrugados sobre un papel; así el cristiano, frente al hombre, frente al mundo y frente a la historia, ve «más allá» que los demás hombres. Es un vidente. El autor de la carta a Tito le llama el hombre del «superconocimiento» (
epignosis
: Tit 1, 1).
Los cristianos son la porción de la humanidad consciente de la salvación que en ella se opera
. También los ateos que luchan por un mundo mejor empujan hacia delante la «causa de Jesús», el reino de Dios —quizás, incluso, más que muchos cristianos—, pero sin saberlo.
El mundo como naturaleza estática ha sido para la tradición cristiana el lugar privilegiado de la experiencia religiosa. Recordemos la atracción que el desierto ejerció sobre el monaquisino primitivo, el cántico franciscano a las criaturas o las preguntas que San Juan de la Cruz lanzaba a los «bosques y espesuras plantados por la mano del amado»
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.
Sin embargo, como hemos visto, el lugar donde se manifiesta el Dios de la Biblia no es tanto la naturaleza como la historia. Por eso Jesús invitaba a pasar de la lectura de las señales cósmicas a la lectura de las señales históricas:
«Al atardecer decís «va a hacer buen tiempo, porque el cielo tiene un color rojo de fuego», y a la mañana: «Hoy habrá tormenta porque el cielo tiene un rojo sombrío ». ¿De modo que sabéis discernir el aspecto del cielo y no podéis discernir los signos de los tiempos?» (Mt 16, 2-3; cfr. 24, 32-33 y Jer 8, 7).
Por eso el Concilio Vaticano II recordó que «es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio»
[21]
.
Una vez más el análisis lingüístico nos va a enseñar algo muy importante: Hay en griego dos palabras para designar nuestro vocablo «tiempo»:
Cronos
(tiempo de reloj) y
kairós
(tiempo favorable para obrar, oportunidad). Pues bien, para hablar de los «signos de los tiempos» el Nuevo Testamento utiliza la palabra
kairós
. O sea que —como dice Bloch— no solamente hemos de comer algo, sino que también hay algo que cocinar. El futuro no existe ya a la manera que existía América antes de que Colón la «descubriera». Muchos futuros son posibles, y por eso el futuro —más que «descubrirlo»— hay que hacerlo.
Cuando Sthendal escribe en «La Cartuja de Parma» aquella célebre escena en la que Fabricio del Dongo pasa todo el día tumbado en tierra, protegiendo su cuerpo con su caballo, en medio de una inmensa confusión, y solamente al atardecer se entera de que había estado en la batalla de Waterloo
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, ha creado una magnífica parábola para describir la actitud de no pocos cristianos que pasan por la historia sin comprender ni una palabra de lo que en ella se está jugando. Un día sabrán que con su acción profesional, cívica, política, etc. estuvieron edificando (o boicoteando) el Reino de Dios.
Debemos admitir que no siempre es fácil leer los signos de los tiempos; la historia del cristianismo está llena de trágicas equivocaciones: Eusebio de Cesárea —y tras él innumerables figuras de la Iglesia— exaltaron la paz de Constantino como el rasgo más evidente que pudiera darse de la protección de Cristo a los suyos
[23]
; por el contrario, fue necesario más de un siglo para que la Iglesia reconociera los valores de la Revolución Francesa.
Por eso precisamente la exhortación conciliar a escrutar los signos de los tiempos «permanentemente» y «a fondo».
Llega el momento de hablar de la Iglesia, algo que no acaban de digerir ni siquiera muchos que, en principio al menos, ven con simpatía la figura de Jesús de Nazaret. Recordemos, por ejemplo, que Franz Schubert, en los credos de sus misas omitía siempre el «creo en la Iglesia».
A los judíos les gusta contar esta anécdota: Se anuncia a un rabino que por fin ha llegado el Mesías. El abre la ventana, mira a la calle, se vuelve de nuevo y dice: «No es verdad, porque no veo que haya cambiado nada».
«El judío —dice uno de ellos— sabe demasiado de la irredención del mundo y no reconoce en medio de esta irredención ningún enclave de salvación. La concepción de un alma redimida en medio de un mundo irredento resulta para él algo esencialmente extraño, originalmente insólito e incomprensible desde la raíz misma de su propia existencia. Es aquí —y no en una concepción puramente externa y nacionalista del mesianismo— donde estriba la razón última del rechazo de Jesús por Israel»
[1]
.
Sin embargo, da la impresión de que el rabino miró mal cuando se asomó a la ventana. «Todo» no sigue igual después de Cristo. Por lo menos habría que constatar la aparición de la Iglesia. Y no pretendo ser irónico, a pesar de que mis palabras recuerden sin duda la famosa frase de Loisy: «Jesús anunció el Reino de Dios y vino la Iglesia»
[2]
.
Esa frase admite una lectura correcta: «Jesús anunció el Reino de Dios y (de momento) vino (ya) la Iglesia» que, en palabras del Concilio Vaticano II, «constituye en la tierra el germen y el principio de ese Reino»
[3]
.
Los judíos se imaginaban que el Reino de Dios caería repentinamente sobre el mundo, acabando con el mal por las buenas o por las malas. Sin embargo Dios respeta los ritmos de la historia. Todas las parábolas del crecimiento (Mt 13) indican que el Reino se irá extendiendo lentamente.
Los famosos sumarios de los Hechos de los Apóstoles, por idealizados que puedan estar, ponen de manifiesto que en las primitivas comunidades cristianas se había inaugurado ya la «escatopraxis»
[4]
, la praxis del final de los tiempos:
«Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hech 2, 44-45).
«No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada unq según su necesidad» (Hech 4, 34-35).
También en la actitud que adoptaron los primeros cristianos ante la esclavitud se manifestó que allí se estaba haciendo presente el Reino de Dios. Séneca nos dice que los esclavos eran tratados «como bestias y no como hombres»
[5]
. En efecto, los esclavos pagaban en las aduanas idéntica tasa que los caballos, los jumentos y las muías: un denario y medio; y podían ser comprados, vendidos o hipotecados.
Pues bien, en medio de ese clima espiritual, Pablo proclama que entre quienes viven bajo el Reinado de Dios «ya no hay esclavos ni libres» (Gal 3, 28) y, en consecuencia, en el interior de las comunidades cristianas se confería el sacerdocio tanto a unos como a otros. Por una carta de San Jerónimo, fechada a finales del siglo IV, sabemos que eran frecuentes los esclavos que habían recibido las órdenes sagradas
[6]
. Y no sólo el presbiterado, sino también el episcopado. De hecho, fueron abundantes los conflictos con los amos de los esclavos por esa razón. Pero, sin duda, lo más significativo de todo fue la elección como Papa de San Calixto, que había sido un esclavo fugitivo de su amo Carpóforo, hecho por el cual fue condenado a trabajar en las minas de plomo de Cerdeña en el año 188. Fue elegido Obispo de Roma el año 217 por una gran mayoría frente al otro candidato, el culto y eminente teólogo Hipólito, y permaneció al frente de la Iglesia hasta el año 222. Ante semejante conducta no debe extrañarnos que Celso reprochara a los cristianos que, por su forma de vivir, levantaban en medio del Imperio romano una «voz de rebelión» (
phoné stáseos
)
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Así, pues, todas y cada una de las comunidades cristianas deben ser «sociedades de contraste»
[8]
, capaces de mostrar que «el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5, 17).
Llamadas a ser «sociedades de contraste», sí, pero también amenazadas siempre de «mundanización»: «Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres» (Mt 5, 13).
Dice Jean Mouroux que «los primeros cristianos se conducían con la violencia de la juventud, con la impaciencia del amor»
[9]
. Hoy puede darnos la impresión contraria: Una Iglesia sumamente organizada en la que las estructuras apagan la vida. Sin embargo, como demostró Max Weber en un ensayo ya clásico
[10]
, un grupo carismático que no se institucionalice acabaría por dispersarse y desaparecer. De hecho, la institucionalización de la Iglesia no es un invento de San Cipriano en el siglo III, como decían en otro tiempo algunos teólogos protestantes, sino que se encuentra ya en el Nuevo Testamento, y no precisamente en los escritos más tardíos. Ernst Kásemann, un escriturista protestante de talla, en un artículo titulado «Pablo y el precatolicismo », ha encontrado en el gran defensor de los carismas y de la libertad de los hijos de Dios un propulsor de la organización eclesial
[11]
.
Pablo, en efecto, no sólo aludía a menudo a su propia autoridad como «apóstol de Jesucristo» (Rom 1, 1; 1 Cor 1,1; Gal 1, 1…), sino que en el documento más antiguo del Nuevo Testamento, la primera carta a los tesalonicenses, menciona ya a «los que presiden en el Señor» (1 Tes 5, 12-13). De hecho, Pablo y Bernabé comenzaron en época muy temprana a designar responsables en las Iglesias, «presbíteros» (Hech 14, 23); y en el discurso a los presbíteros de Efeso (Hech 20,17-38) menciona ya a los
episcopoi
(v. 28).
Antes del Concilio Vaticano II estaba vigente una concepción piramidal de la Iglesia: En la cúspide estaba el Papa; a sus órdenes, los obispos; a las órdenes de éstos, los sacerdotes; y, por fin, en la base de la pirámide, los laicos, sometidos a la pasividad más absoluta. San Pío X, en la encíclica
Vehementer Nos
(1906), llegó a escribir: «En la sola jerarquía residen el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y, dócilmente, seguir a sus pastores»
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En realidad, en la Iglesia existen funciones distintas, pero eso no equivale a dignidades diferentes. La respuesta de Jesús a la pregunta de quién es el mayor en la comunidad de los discípulos fue tajante: Ninguno. Expresamente compara a los suyos con las estructuras autoritarias que eran frecuentes entonces en la sociedad civil y prohibe la introducción de un estilo semejante en la comunidad de sus seguidores (Lc 22, 24-27; cfr. Mt23, 8-11).
Así, pues, la Iglesia debe ser una «sociedad de contraste» también en el ejercicio de la autoridad. En efecto, si exceptuamos las reiteradas exhortaciones a ejercer la autoridad como un servicio (Mt 18, 1-4 y par.; Mt 20, 20-28 y par.), Jesús no dejó instrucciones muy concretas de cómo debería ser gobernada la Iglesia. Da la impresión de que, con tal de que se eliminara ese peligro corruptor, tenía poco interés en determinar el modo con que los jefes debían ejercer su autoridad. Sin embargo, cuando se observa el ejercicio de la autoridad en la Iglesia a lo largo de los siglos, la tensión entre teoría y práctica es innegable. Según Bouyer, el «mal primordial» dentro de la Iglesia Católica es haber hecho de la autoridad un
dominium
y no un
ministerium
; es decir, una relación de subordinación y no un servicio a los hermanos
[13]
.
Por otra parte, tampoco existen en la Iglesia estados que sean más perfectos que otros. En todos los estados debe aspirarse a vivir en plenitud la vida cristiana. El Concilio afirmó además que debe accederse a la santidad
en
y
por medio del
propio estado de vida
[14]
; cosa que se daba por supuesta por lo que a los sacerdotes y religiosos se refiere, pero era bastante novedoso referirlo a los seglares (matrimonio, familia, trabajo, política…).
Y si podemos decir que la Iglesia local es una comunión de hermanos en la fe, podríamos decir de igual forma que la Iglesia universal es una comunión de Iglesias locales.
Precisamente, la razón de ser del primado romano es el servicio a la comunión de todas las Iglesias. Este servicio de unidad estaba ya claramente prefigurado en la posición de Pedro entre la Iglesia de los judíos y la Iglesia de los gentiles. Pablo se sintió personalmente enviado a los gentiles y mantuvo unido bajo su autoridad el vasto campo misional de la gentilidad. De forma similar, Santiago ejerció su ministerio entre los judeocristianos. Sin embargo, Pedro, a diferencia de Pablo y Santiago, no pertenece directamente a ninguno de los dos grandes bloques del cristianismo primitivo, sino que está por encima de ambos abrazándolos entre sí. Ahí radica lo peculiar y distintivo de su misión. «No hay por qué callar —escribía años atrás el actual Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe— que con tales ideas se sientan también unas normas críticas para la forma efectiva en que se ejerce el primado»
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