Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Ya decía Santo Tomás de Aquino que la fe es «menos cierta» que el conocimiento porque las verdades de la fe «trascienden el entendimiento del hombre»
[13]
A Santa Teresa del Niño Jesús, en su lecho de muerte, le venían estos pensamientos: «La muerte te dará no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada». Y añadía:
«Debo pareceros un alma llena de consuelos, para quien casi se ha rasgado el velo de la fe. Y, sin embargo…, esto no es ya un velo para mí, es un muro que se alza hasta el cielo (…) Canto simplemente lo que QUIERO CREER»
[14]
.
Para este estado de ánimo sigue siendo insuperable la norma de San Ignacio de Loyola: «En tiempo de desolación, nunca hacer mudanza»
[15]
.
Sin embargo, después de salir de la «noche oscura», el creyente siente que ha descubierto a Dios de una manera nueva. Puede decir como Job: «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job 42, 5).
La oportunidad que nos brindan las dudas de fe nos permite sacar una conclusión: Si hubo un tiempo en que nos acusábamos de «tener dudas de fe», hoy más bien deberíamos
buscarlas a propósito
, como la única manera de ir
pasando
del dios de madera al Dios de verdad. Santo Tomás de Aquino decía:
«Es necesario que aquel que quiera conocer cualquier verdad, conozca todas las dudas y dificultades que existen contra aquella verdad, porque en la solución de aquellas dudas se encuentra la verdad. Así que para saber verdaderamente ayudan mucho las razones de las tesis contrarias»
[16]
.
Aunque parezca una paradoja, igual que las dudas de fe pueden prestar un buen servicio al creyente individual, las herejías pueden prestar un buen servivio al conjunto de la Iglesia. A principios del siglo III escribía Orígenes:
«Si la doctrina eclesiástica no hubiera sido atacada en todas partes por las herejías, nuestra fe no habría podido formularse con tanta claridad ni profundidad. (…) La doctrina católica está asaltada por las contradicciones de sus enemigos para que nuestra fe no se duerma en la ociosidad, sino que sea fortalecida por el ejercicio. Por eso decía el Apóstol: "Conviene que haya herejías" (1 Cor 11, 19)»
[17]
.
Nótese que hablamos de «ir pasando» al Dios de verdad, y no de «llegar», porque —como gustaban decir los teólogos medievales— «Dios es siempre mayor»:
«Busquemos, pues, como si hubiéramos de encontrar, y encontremos con el afán de seguir buscando»
[18]
.
Toda idea
hacia
Dios, si pretendemos convertirla en una idea de Dios, se vuelve mentirosa. La idea se convierte en un ídolo. Todo el rigor de la prohibición de Ex 20,4 está justificado: «No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo». Y es que junto a la idolatría plástica hay otra (no menos grave) mental, que consiste en rendir culto no a Dios, sino a los conceptos teológicos. Por eso es pertinente el consejo que Herrmann Friedrich Kohlbrügg daba a su discípulo Wichelhaus: «Que no se entere tu camisa de que te tienes por teólogo». «Pessimum miraculum», decía San Buenaventura de una teología que cree «entender» demasiado: «El vino se transforma en agua»
[19]
.
Semejantes afirmaciones podrían sugerir a no pocos enemigos de la inteligencia que la teología es perjudicial o, en el mejor de los casos, innecesaria. Entre tales personas prosperó y fue ensalzada la «fe del carbonero». Por ejemplo, Melchor Cano, en el informe que dio a la Inquisición para que se condenara el Catecismo de Carranza, afirma que es «absolutamente condenable la pretensión de dar a los fieles una instrucción religiosa que sólo conviene a los sacerdotes» y «poner en romance tanta teología»
[20]
.
De la fe del carbonero es un ejemplo notorio aquel sorprendente diálogo del Catecismo de Astete:
P.—
Además del Credo y los Artículos
(de la fe),
¿creéis otras cosas?
P.— Sí, padre; todo lo que está en la Sagrada Escritura y cuanto Dios tiene revelado a su Iglesia.
P.—
¿Qué cosas son esas?
R.— Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.
P.—
Bien decís: que a los doctores conviene, y no a vosotros, dar cuenta por extenso de las cosas de la fe; a vosotros bastaos darla de los Artículos, como se contienen en el Credo»
[21]
.
Eso es lo que Fray Luis de Granada —en un libro que en la España de 1560 «las niñas del cántaro lo traían bajo el brazo y las fruteras y verduleras lo leían cuando vendían y pesaban la fruta»
[22]
— llamaba irónicamente «creer a bulto y a carga cerrada lo que sostiene la Iglesia»
[23]
.
La Iglesia siempre ha afirmado —y Trento lo proclamó solemnemente— que «la fe es el principio de la salvación humana, el fundamento y raíz de toda justificación»
[24]
. Pero pretender que una fe que ni siquiera sabe lo que cree pueda salvarme, ronda la magia. Difícilmente podrá atribuirse alguna eficacia histórica a una fe tal.
Nosotros pensamos que la «fe del carbonero» sólo es buena para el «carbonero», o sea, para aquel que no puede tener otra. Afortunadamente siempre hubo en la Iglesia una «fides quaerens intellectum», una fe que busca entender. Santo Tomás de Aquino es el más preclaro exponente de esa postura. Hay una anécdota, ocurrida durante una sesión pública de controversia celebrada el año 1271 en París, que expresa perfectamente su pensamiento. A uno de los participantes, que rechazaba toda argumentación y defendía una fe apoyada exclusivamente en la autoridad, le contestó:
«Si resolvemos los problemas de la fe sólo por el camino de la autoridad, poseeremos ciertamente la verdad, pero en una cabeza vacía»
[25]
.
Una historia de los tiempos de Jesús cuenta que un día se presentó un pagano al célebre rabbí Schammay y le dijo que se convertiría a la religión judía si era capaz de explicarle su contenido en el tiempo que es posible permanecer apoyado sobre un solo pie
[1]
. No nos importa aquí lo que respondió el rabino, sino pensar qué respuesta daríamos nosotros si alguien nos preguntase por el cristianismo en los mismos términos.
La Constitución Soviética de 1936 dice en su artículo 12:
«El trabajo en la U.R.S.S. es, para todo ciudadano apto, un deber y un honor, según el principio: "El que no trabaja, no come"»
[2]
.
Su notable semejanza con el principio paulino («si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma»: 2 Tes 3, 10) nos lleva a preguntarnos si no será inútil querer definir al cristianismo por unos contenidos éticos específicos. Aun seleccionándolos entre los que parecen más originales (el amor a los enemigos, por ejemplo), siempre acabaremos encontrando alguien que los defienda fuera de la Iglesia y quizás, incluso, quien los viva mejor que nosotros (piénsese en Gandhi).
Desde luego, se podría observar
negativamente
la falta de fe del que obra (o al menos su incoherencia), puesto que la fe —si bien no señala un camino específico— veta algunos caminos que otros hombres sí creen posible recorrer. Siempre que se instrumentalice al hombre, siempre que se quiera utilizar medios malos para alcanzar fines buenos, etc., le fe veta.
Pero cuando las obras están «bien hechas» es inútil querer encontrar en ellas un «sello» especial que distinga las que fueron realizadas por cristianos: No existe la física cristiana, ni la paternidad cristiana, ni la política cristiana… Las obras exteriores del hombre éticamente maduro coincidirán con las del cristiano responsable. Esa convicción fue expresada ya en el antiquísimo Discurso a Diogneto:
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás (…) sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de una peculiar conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos, como todos engendran hijos…»
[3]
.
Si
positivamente
no tienen por qué distinguirse la vida exterior del cristiano y la del no cristiano; si el no cristiano puede hacer obras tan buenas como el cristiano, ¿no deberíamos deducir de ahí que muchos hombres son cristianos
sin saberlo
?
Ya desde antiguo se planteó esta cuestión. Por ejemplo, San Gregorio Nacianceno, con ocasión de la muerte de su padre —convertido tardíamente a la fe cristiana— decía:
«El, aun antes de haber llegado a nosotros ya era nuestro. Se identificaba con nosotros por sus costumbres. Porque así como muchos de los nuestros no lo son en realidad, alejados del cuerpo común por su modo de vivir, así por el contrario, muchos de los que están fuera son nuestros en tanto que anticipan la profesión de fe con su estilo de vida. Sólo les falta el nombre, pues tienen la sustancia de la cosa. También mi padre era de éstos, rama ajena pero orientada dinámicamente hacia nosotros por su estilo de vida»
[4]
.
Esos «cristianos sin saberlo» han recibido en nuestro siglo nombres muy diversos: Karl Rahner habló en otro tiempo de «cristianos anónimos»
[5]
, Paul Tillich de la «Iglesia latente»
[6]
, Edward Schillebeeckx de la «fe implícita»
[7]
, Jacques Grand'- Maison de «una Iglesia fuera de la Iglesia»
[8]
…
Es cierto que los defensores del cristianismo anónimo no pretenden utilizar tal nomenclatura cuando están hablando con los no creyentes, sino solamente en el lenguaje intracristiano, pero no es menos cierto-que inevitablemente trasciende y en ningún sitio se encontrará un ateo, musulmán o budista serio que no considere una insolencia verse convertido en cristiano «malgré lui», sin su consentimiento.
Todavía resultará más intolerable si, dando un paso más, a los «cristianos indignos» nos permitimos llamarlos «ateos anónimos»
[9]
; con lo cual convertimos a todos los hombres buenos, quieran o no, en cristianos, y a todos los malos, quieran o no, en ateos.
¿Qué pensaríamos nosotros si un budista nos considerara benévolamente como «budistas anónimos»? De hecho, ya Feuerbach nos trató de «ateos anónimos»:
«Mi ateísmo —escribió— no es otro que el inconsciente y efectivo ateísmo de la humanidad y la ciencia moderna, pero hecho consciente, explícito, declarado»
[10]
.
Pues bien, aun cuando sea cierto que todos podemos tener convicciones inconscientes diferentes de las que conscientemente profesamos, creemos que es necesario respetar en cada cual lo que dice ser, so pena de que todos seamos capitalizados por cualquier creencia o increencia como adeptos inconscientes.
Ya hemos visto que no parece pastoralmente acertado hablar de «cristianos anónimos». Demos ahora un paso más: ¿Qué decir teológicamente de esa expresión?
En 1972 un conocido filósofo marxista, Roger Garaudy, sorprendió a todos al acabar un libro con una profesión de fe:
«Durante toda mi vida me he preguntado si yo era cristiano. Durante cuarenta años me he respondido que no. Porque el problema estaba mal planteado: Como si la fe fuera incompatible con la vida del militante. Ahora sé que ambas se unifican. Y que mi esperanza de militante no tendría más fundamento que esa fe»
[11]
.
Sin embargo, tres años después, respondiendo a una pregunta en un debate organizado por las A.C.L.I., rectificó:
«Si digo que no soy cristiano es por un motivo para mí fundamental: Yo no consigo rezar. La oración plantea la suposición de que se discute, de que se está en diálogo con alguien; yo no he hecho nunca esta experiencia; lo siento. Experimento como una disminución esta esperanza fallida. He aquí por qué no me atrevo a decir que soy cristiano»
[12]
.
Así, pues, en un primer momento Garaudy pensó que durante cuarenta años había sido un «cristiano anónimo», pero pronto se corrigió a sí mismo: Ni antes ni ahora ha sido cristiano porque, aunque sus convicciones coinciden con las del cristianismo, no ha tenido nunca una experiencia personal de Jesucristo: No consigue rezar.
Y es que, en efecto, resulta insuficiente una relación con Jesús definida
sólo
por tomar el relevo de su «causa» de justicia y libertad para todos los hombres. Sabiendo que no hay que confundir la fe con las creencias, ni con sus exigencias éticas; que la fe, antes que nada —lo vimos en el capítulo anterior— es el encuentro personal con Cristo, hablar de «fe implícita» es tan contradictorio como decir «círculo cuadrado» o «hierro de madera».
Desde el Nuevo Testamento los cristianos se han caracterizado por el reconocimiento explícito de Cristo; por la confesión de su nombre. Son los que «confiesan con su boca que Jesús es Señor y creen en su corazón que Dios le resucitó de entre los muertos» (Rom 10, 9). Es verdad que no sirve para nada
limitarse a
decir «Señor, Señor» (cfr. Mt 7, 21), pero decir «Señor» es el rasgo distintivo del cristiano.
El cristianismo es opción personal. No es una especie de «convenio colectivo» que coge a todos los hombres buenos por el hecho de serlo, quieran o no. Si estiramos tanto la palabra «cristiano» que llega a ser sinónimo de «hombre justo», o estiramos tanto la palabra «oración» que acaba identificándose con la vida, etc. hemos convertido en inútil el lenguaje. Hablar de «fe implícita» o de «cristianismo anónimo» es en muchos hombres la confesión desoladora de una total inexperiencia de Dios. Y es importante señalar esto, porque en bastantes cristianos está empezando a hacerse realidad lo que había preconizado Feuerbach: La teología cristiana deviene antropología y se hace incapaz de decir Dios a los hombres
[13]
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