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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (12 page)

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Naturalmente, sólo en sentido figurado podemos decir que Pentecostés es la democratización de la encarnación. Jesús y nosotros no somos hijos de Dios de la misma manera:

—Nosotros somos hijos
adoptivos
; adoptados por Dios al darnos su Espíritu, al que, por cierto, a menudo se llama «Espíritu de adopción» (Rom 8, 14-17; Gal 4, 5-6). Eso supera con mucho la noción estrictamente jurídica de adopción. En una frase audaz, 1 Jn 3, 9 llama al Espíritu Santo
sperma tou Theou
(simiente de Dios).

—En cambio Jesús es hijo engendrado, como proclama el Credo nicenoconstantinopolitano, porque es «de la misma naturaleza que el Padre».

Precisamente el adopcionismo es una herejía que pretende reducir la divinidad de Cristo a la nuestra. De hecho, Jesús nunca equiparó su filiación divina con la nuestra. No dice, por ejemplo, «nuestro Padre», sino «subo a mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

Empezábamos este capítulo diciendo que si lográramos asimilar que el Espíritu Santo forma parte de nuestra experiencia diaria, no podríamos menos que caer de rodillas en oración agradecida. Nuestro asombro debería ser como el de san Juan cuando afirmaba:

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre

para llamarnos Hijos de Dios,

pues ¡lo somos!

El mundo no nos conoce

porque no le conoció a El.

Queridos,

ahora somos hijos de Dios

y aun no se ha manifestado lo que seremos.

Sabemos que cuando se manifieste,

seremos semejantes a Él,

porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2).

¡Y es verdad! Aún falta más: Pentecostés nos ha dado solamente las «arras», las «primicias» del Espíritu. La plenitud todavía se halla por venir (cfr. Rom 8, 23; 2 Cor 1, 22). Como dice San Ireneo, «ahora hemos recibido una parte del Espíritu Santo para habituarnos poco a poco a llevar a Dios»
[19]
.

Espíritu y liberación

También la liberación intramundana tiene su origen en el Espíritu Santo. Es interesante ver su acción en los Jueces de Israel: El Espíritu del Señor vino sobre Otniel (Jue 3, 10), Gedeón (6, 34), Jefté (11, 29), Saúl (1 Sam 11,6), David (16, 13), etc., etc.

El Tercer Isaías es consciente de haber recibido el Espíritu de Dios para una tarea de liberación:

«El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahveh.

Me ha enviado a anunciar

la Buena Nueva a los pobres,

a vendar los corazones rotos,

a pregonar a los cautivos la liberación

y a los reclusos la libertad…»

(Is 61, 1; cfr. Lc4, 18-19).

Sobre el Mesías, afirmaba el Primer Isaías, «reposará el Espíritu de Yahveh» para que «haga justicia a los débiles» (Is 11, 2-5).

El «pecado contra el Espíritu Santo» que «no tendrá perdón nunca» (Me 3, 29) consistió en atribuir la obra liberadora de Cristo a un «espíritu inmundo (Satanás)» (Me 3, 22.30) y no a Dios. Pues bien, ese «pecado contra el Espíritu Santo» podemos estar cometiéndolo hoy siempre que desautorizamos una
auténtica
obra de promoción humana
por el mero hecho
de que sus promotores profesan ideologías no cristianas: Lo imperdonable es servirse de la teología para hacer odiosa la liberación de los hombres. El pecado contra el Espíritu Santo es no reconocer con alegría cristiana una liberación concreta que ocurre ante nuestros ojos y que —no lo dudemos— si es verdadera liberación está inspirada por el Espíritu de Dios aun cuando quienes la llevan a cabo no lo sepan.

El Vaticano II, tras describir con complacencia el progresivo desarrollo del orden social y de los derechos humanos —gestado no pocas veces fuera de la Iglesia— no teme afirmar:

«El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución»
[20]
.

9
Cuando Dios trabaja, el hombre suda

La doctrina sobre el Espíritu Santo que acabamos de exponer nos va a permitir además dar solución satisfactoria a un problema de gran actualidad, que ha impedido a muchos de nuestros contemporáneos aceptar a Dios.

El Dios de los hombres impotentes

Para saber a qué me refiero bastaría leer «La Santa Cruz de Caravaca», un sorprendente libro de oraciones y conjuros reeditado infinidad de veces en el pasado. He aquí, como muestra, el procedimiento que ofrece para curar la erisipela:

«Dígase esta oración:

"En el nombre de Dios + Padre,

y del Hijo de Dios +,

y de San Marcial +,

que ni por fuera + ni por dentro +

le hagas ningún mal".

Háganse las cruces que se señalan sobre la parte del paciente en que haya aparecido la erisipela, y récense tres padrenuestros a la Santísima Trinidad»
[1]
.

También incluye oraciones contra rayos, pedriscos, huracanes y tempestades; para curar el mal de orina, el dolor de muelas, las anginas, el mal de pechos, el ganado hinchado… e incluso para quitar «el fuerte mal de vientre en seguida».

No he podido encontrar mejor exponente de la religión del hombre primitivo que, para suplir sus carencias, necesita echar mano de un dios grande. (Amigo linotipista: No corrijas la minúscula, que es intencionada. Dios es otra cosa). De esos hombres escribió Péguy que «oraban como ocas gruñonas que esperan la comida»
[2]
.

Cada vez que esos hombres no entienden o no pueden algo, levantan los ojos a su dios: ¿quién sostiene los astros en el cielo? ¿cómo apareció el mundo y el hombre? ¿cómo lograr que llueva? ¿quién me dará una buena cosecha? ¿quién curará a mi hijo?… Son preguntas que tienen siempre la misma respuesta: «dios»; un dios que es mejor médico que nuestros médicos, mejor ingeniero que nuestros ingenieros…

Freud lo expresó así:

«El hombre gravemente amenazado, demanda consuelo (…) A los dioses se atribuye una triple función: espantar los terrores de la naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte, y compensarle de los dolores y privaciones que la vida civilizada en común le impone»
[3]
.

No es difícil deducir que, a medida que el hombre vaya bastándose a sí mismo, podrá ir prescindiendo de un dios semejante. Un reciente estudio sociológico nos hacía saber que en Galicia «los santuarios que estaban especializados en dolencias que hoy domina la medicina, han visto descender sus devotos; mientras que los que se buscan como remedios a enfermedades, como las psiquiátricas, que aún no están dominadas por los médicos, continúan atrayendo multitud de romeros»
[4]
.

He aquí otro ejemplo: Como es sabido, Aristóteles creía que los cuerpos celestes eran empujados por los dioses. Newton logró explicar en 1687 «casi» totalmente las órbitas de los planetas por la ley de la gravitación universal, pero necesitó todavía recurrir a Dios para que cada cierto tiempo pusiera nuevamente en órbita a Saturno y Júpiter, porque, según los cálculos del físico inglés, se iban desviando poco a poco. Como es sabido, cien años más tarde Laplace encontró también la explicación de esas «irregularidades» y, cuando le preguntó Napoleón qué lugar ocupaba Dios en su «Traite de la Mécanique Celeste», él pudo contestar con orgullo: «Señor, no me hizo falta tal hipótesis». El famoso matemático había demostrado que el universo funcionaba mucho mejor de lo que creía Newton y ni siquiera necesitaba «servicio de mantenimiento».

Dios es Padre, pero no paternalista

Bonhóeffer, un teólogo luterano ejecutado por los S.S. en 1945, escribía con lucidez un año antes de morir:

«Veo con toda claridad que no debemos utilizar a Dios como tapa-agujeros de nuestro conocimiento imperfecto. Porque entonces, si los límites del conocimiento van retrocediendo cada vez más —lo cual, objetivamente, es inevitable—, Dios es desplazado continuamente junto con ellos y por consiguiente se halla en una constante retirada. Hemos de hallar a Dios en las cosas que conocemos, y no en las que ignoramos»
[5]
.

Henri de Lubac, convencido de que semejante dios acabará sobrándole a cualquier hombre que alcance su madurez, dice rotundamente que «el deísta es un hombre que aún no ha tenido tiempo de hacerse ateo»
[6]
.

En el fondo, ese dios tapa-agujeros es enemigo del hombre: Para ser grande necesita hombres pequeños; y tal ha sido la denuncia constante de los humanismos ateos:

«Si dios existe, el hombre es nada»
[7]
.

«Para enriquecer a dios debe empobrecerse el hombre; para que dios sea todo, el hombre debe ser nada»
[8]
.

Por eso Nietzsche estaba convencido de que el superhombre vendría únicamente tras la muerte de dios: «Sólo ahora está de parto la montaña del porvenir humano. Dios ha muerto; viva el superhombre»
[9]
.

Y llevaba razón. Sólo que ese dios tan protector no es el Dios cristiano. El Dios de la Biblia no es el «seno materno» que protege a los hombres de la peligrosidad de la vida, sino que tras la creación Dios corta en seguida el «cordón umbilical» y dice a los hombres: Ahora sed adultos, llevad el mundo hacia su meta y sed señores de la tierra (cfr. Gen 1, 26).

Conocer a Dios a partir de su Hijo «abandonado» por Él en el Calvario supone una revolución copernicana en la historia de las religiones. Una vez más citamos a Bonhóeffer:

«Nosotros no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo
etsi deus non daretur
. Y eso es precisamente lo que reconocemos… ¡ante Dios!; es el mismo Dios quien nos obliga a dicho reconocimiento. Así nuestro acceso a la mayoría de edad nos lleva a un veraz reconocimiento de nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Me 15, 34)! El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mt 8, 17 indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos.

Esta es la diferencia decisiva con respecto a todas las demás religiones. La religiosidad humana remite al hombre, en su necesidad, al poder de Dios en el mundo: así Dios es el deus ex machina. Pero la Biblia lo remite a la debilidad y al sufrimiento de Dios; sólo el Dios sufriente puede ayudarnos»
[10]
.

No podemos evitar que los humanismos ateos, que luchan contra Dios por creer que anula al hombre, nos recuerden a Don Quijote luchando contra inexistentes gigantes. El Dios verdadero nunca será competidor del hombre, ya que al principio de la creación le encargó la tarea de ser grande: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gen 1, 28). San Ireneo lo expresó con una frase que se ha hecho famosa: «La gloria de Dios es el hombre vivo»
[11]
.

Dios es la fuerza de mi fuerza

Hemos visto, pues, que no debemos hacer de Dios un médico, ni un ingeniero… ni siquiera un psicoterapeuta, que parece ser la última versión del dios «chica para todo». Un psicólogo confesaba hace poco a Alberto Moneada: «No hay gente menos acomplejada que la que vive una identificación absoluta con un grupo religioso. Podrán ser fanáticos, intolerantes y hasta sinvergüenzas y asesinos, pero tienen una salud mental de acero. Por eso nosotros incorporamos la religión a nuestro recetario. Cada vez que le dé un ataque de lo que sea, tendrá que frecuentar su grupo religioso en vez de o a la vez que consumir Valium»
[12]
.

No, y mil veces no. Hay que creer en Dios por la sencilla razón de que existe, y no porque nos vaya a sacar las castañas del fuego. El Dios que se manifestó en el Calvario es un Dios «in-útil». Exige que todo lo haga el hombre.

Y, sin embargo, Jesús afirmó tajantemente: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15, 5). Pues bien, no hay ninguna contradicción entre ambas afirmaciones: Para desesperación de los matemáticos, Dios lo hace todo y a la vez el hombre lo hace todo. Lo que pasa es que —como vimos en el capítulo anterior— Dios (el Espíritu Santo) actúa dentro de nosotros.

Es decir, Dios no está
al lado de
nosotros,
inter-viniendo
en el mundo. Si Dios estuviera a nuestro lado podría hacer Él las cosas y ahorrárnoslas a nosotros (lo cual sería una pesadilla para cualquier humanista). Dios está
dentro de nosotros
; no nos suplanta, sino que actúa
a través de nosotros
. Nos da un «empujón interior» porque es —según una feliz expresión del Segundo Isaías (49, 5)—
la fuerza de mi fuerza
. Por eso, como decían los antiguos,
aunque el hombre sude, es Dios quien trabaja
.

Un ejemplo tomado del ser humano puede ayudar a entenderlo: Cuando movemos libremente un brazo podemos decir que es a la vez totalmente el resultado de la libertad y totalmente el resultado de unos procesos bioquímicos, sin que ambos aspectos entren en conflicto ni el uno pueda sustituir al otro. Pues bien, eso mismo ocurre con la acción de Dios y la acción del hombre. Tanto la Sagrada Escritura como el Magisterio de la Iglesia han manifestado siempre esa convicción:

«No digas en tu corazón: "Mi propia fuerza y el poder de mi mano me han creado esta prosperidad", sino acuérdate de Yahveh tu Dios, que es el que te da la fuerza para crear la prosperidad» (Dt 8, 17-18).

«El Dios de la paz
aplastará
bien pronto a Satanás
bajo vuestros pies
» (Rom 16, 20).

«Tan grande es la bondad de Dios para con los hombres que ha querido que sean méritos nuestros sus mismos dones»
[13]
.

«Manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra»
[14]
.

A la vista de lo dicho, es obvio que no compartimos la opinión de Pelagio, ese piadoso monje irlandés del siglo V que creía en la capacidad del hombre para salvarse a sí mismo. Pero es que ni siquiera nos convence la opinión de Santo Tomás, para quien el hombre no podría salvarse a sí mismo, pero sí hacer cosas buenas «naturales», y citaba los famosos ejemplos de «edificar casas, plantar viñas y otras semejantes»
[15]
Nosotros sostenemos rotundamente que sin Dios no podemos hacer
nada
.

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