Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Aunque sólo fuera considerando los sufrimientos que ya han tenido lugar descubriríamos que el mal no puede tener solución satisfactoria vistas las cosas desde la humanidad y sus aspiraciones más ambiciosas. Pero es que, como alguien ha dicho, la humanidad sin Cristo tiene tan poco sentido como una frase sin verbo (sin el Verbo).
Si intentamos ahora ver las cosas desde la mañana de Pascua adquieren otra perspectiva. Cuando Dios Padre resucitó a Jesús de entre los muertos le hizo justicia. Y aquí necesitamos recordar todas las afirmaciones paulinas sobre la incorporación de los cristianos a Cristo: Los cristianos con-sufren y con-mueren y con-resucitan; es decir, sufren, mueren y resucitan con Cristo.
Esa fuerza liberadora que la muerte y resurrección de Cristo ejercen sobre lo más oscuro de los sufrimientos de la humanidad es la que permite a los creyentes rezar aquel embolismo de la antigua misa latina que parafraseaba así la última petición del Padrenuestro: «Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros … » .
Cuando Pablo preguntó a los efesios si habían recibido el Espíritu Santo, obtuvo una respuesta que podrían suscribir gran parte de los cristianos actuales: «No hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo» (Hech 19, 02).
Hasta hace muy pocos años el pueblo sencillo creía que el punto culminante del año litúrgico se alcanzaba el Viernes Santo. Hoy se va descubriendo poco a poco la importancia de la Vigilia Pascual. Pero
aún falta por descubrir Pentecostés
. De nada nos habría servido la muerte y resurrección de Cristo si no llega a nosotros su fruto, el Espíritu Santo.
Como decía San Cirilo de Jerusalén en su catequesis sobre el Espíritu Santo, sólo «intentaremos ahora ofrecer como reflexión, igual que de un prado grande, un ramillete de flores»
[1]
. Pero albergamos la esperanza de que si lográramos hacer ver al lector que el Espíritu Santo forma parte de su experiencia cotidiana, al terminar de leer este capítulo no podrá menos que caer de rodillas en una oración de acción de gracias.
El Espíritu Santo fue un descubrimiento que el pueblo del Antiguo Testamento hizo penosamente y de forma fragmentaria, lo que resulta explicable porque antes de Cristo fue más limitada su actuación. No obstante, a partir de la vuelta del exilio se le empieza a ver dinamizando a las grandes figuras de la historia de la salvación, especialmente a los profetas («habló por los profetas», como decimos nosotros en el Credo; cfr. 1 Pe 1, 11; 2 Pe 1, 20):
«He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma.
He puesto mi Espíritu sobre él» (Is 42, 1)
«El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahveh.
A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado,
a vendar los corazones rotos» (Is 61, 1).
Pero siempre se trataba de figuras aisladas; el pueblo permanecía sin Espíritu. E incluso los que lo recibían era siempre de forma transitoria, únicamente mientras duraba la misión para la que eran elegidos. Los Santos Padres solían decir que, en los profetas y en los hombres de oración que escribieron los salmos, el Espíritu Santo se ejercitaba en convivir con los hombres.
Tras la muerte del último profeta se hizo opinión común entre los rabinos que incluso esa presencia tan limitada había desaparecido (por eso el Canon de Jamnia —fijado hacia el año 100 a.C.— rechazó como no inspirados todos los escritos posteriores a Daniel). Se esperaba, no obstante, que en los tiempos mesiánicos el Espíritu Santo se derramaría sobre todo el pueblo, haciendo de él un pueblo de profetas:
«Sucederá después de esto
que yo derramaré mi Espíritu en toda carne.
Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán,
vuestros ancianos soñarán sueños,
y vuestros jóvenes verán visiones.
Hasta en los siervos y en las siervas
derramaré mi Espíritu en aquellos días»
(Jl 3, 1-2; cfr. Ez 36, 26; 37, 5).
Después de siglos de ausencia, volvemos a encontrar al Espíritu Santo descendiendo sobre Jesús el día de su bautismo (Mt 3, 16 y par.), pero no para encomendarle una misión concreta, y mientras durara esa misión, como pasaba con los antiguos profetas, sino de
una manera estable
.
Nadie se había atrevido a esperar algo semejante. El judío Filón de Alejandría sabía que «es posible al Espíritu de Dios establecerse en el alma, pero le es imposible establecerse de manera duradera»
[2]
, porque eso sería tanto como hacer del hombre un Dios
[3]
.
A la luz de estas ideas debemos comprender lo que supone que a Jesús «baja el Espíritu y
se queda sobre él
» (Jn 1, 33). Como afirma Eduard Schweizer, Cristo no fue un profeta más poseído por el Espíritu, sino el «Señor del Espíritu».
[4]
.
Los cuatro evangelios parecen coincidir en que durante el tiempo prepascual solamente Jesús poseía el Espíritu. Así, en Jn 7, 39 se dice sin lugar a equívocos: «Aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado».
Según la representación de San Lucas, el Espíritu fue «derramado » sobre los discípulos el día de Pentecostés (Hech 2 , 1 - 4). Para Juan, en cambio, esto ocurre el mismo día de la Pascua (Jn 20, 22), e incluso en el momento de la muerte: «Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo:' 'Todo está cumplido''. E inclinando la cabeza entregó el Espíritu» (Jn 19, 30).
No debemos ver una contradicción en tales datos hoy sabemos que la resurrección, ascensión y pentecostés deben considerarse como el desdoblamiento pedagógico de un único acontecimiento que tuvo lugar en el mismo momento de la muerte. Con esa convicción quiere la Iglesia que se viva el tiempo pascual:
«Los cincuenta días que van desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación como si se tratase de un solo y único día festivo, más aún, como "un gran domingo"»
[5]
.
San Hipólito emplea una imagen muy bonita: Igual que cuando se rompe un frasco de perfume, su olor se difunde por todas partes, al «romperse» el Cuerpo de Cristo en la cruz, su Espíritu, que mientras estuvo vivo había poseído en exclusiva, se derramó en los corazones de todos
[6]
.
Por eso había dicho Jesús:
«Os conviene que yo me vaya;
porque si no me voy,
no vendrá a vosotros el Paráclito;
pero si me voy,
os lo enviaré» (Jn 16, 7).
El Espíritu Santo aparece así como el «sustituto» del Jesús ausente. O, mejor todavía, la misma inmediatez de su presencia. En efecto, no se trata de la sustitución de una persona por otra, sino de la sustitución de un modo de estar por otro. San Pablo parece que casi llega a identificar al Señor Resucitado con el Espíritu (aunque también distingue entre ellos: 2 Cor 13, 13):
«El último Adán (Cristo), (fue hecho) Espíritu que da vida" (1 Cor 15, 45).
«El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allá está la libertad" (2 Cor 3, 17).
La difusión del Espíritu que tiene lugar tras la muerte de Cristo es interpretada por Pedro (Hech 2, 16-21) como el cumplimiento de la promesa de Joel 3.
Los hombres, desde el místico más exaltado hasta aquellos hippies de los años sesenta, tenemos
un
deseo: Ver el rostro de Dios
[7]
, pero «a Dios nadie le ha visto nunca» (1 Jn 4, 12); no tiene voz ni rostro (Jn 5, 37) y «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16).
Sin embargo, Dios Padre actúa en el mundo mediante dos «manos»: el Hijo y el Espíritu Santo
[8]
.
El Padre envió a su Hijo al mundo. Hoy tampoco podemos ver ya al Hijo —el hombre Jesús de Nazaret—, ni oirlo, ni tocarlo, porque como tal ha partido ya de entre nosotros. Pero el Espíritu Santo que envió el Padre sobre el Hijo es lo que nos ha quedado tras su muerte. Y ese Espíritu ya no es sólo el Espíritu del Padre, sino también el del Hijo (cfr. Gal 4, 6; Rom 8,9), ¡hasta tal punto se hizo una sola cosa con Jesús!
La segunda generación de cristianos —la de San Pablo—, que no había convivido físicamente con Jesús, no se considerará inferior a la primera. Pablo afirma que más importante que conocer «a Cristo según la carne» (2 Cor 5, 16) es poder decir «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20), puesto que tengo su mismo Espíritu.
En
el Espíritu nos hacemos contemporáneos de Cristo, y viendo en el Espíritu al Hijo, vemos también al Padre: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
Es decir, que «el Espíritu nos muestra al Verbo (…) que nos conduce y lleva a su vez hasta el Padre»
[9]
. Los Padres Griegos ilustraban su idea de la Trinidad con tres estrellas, pero no formando triángulo, como los Latinos, sino una tras otra. La primera estrella (el Padre) presta su luz a la segunda (el Hijo, «Luz de Luz», como decimos en el Credo), y luego a la tercera (el Espíritu Santo, «que procede del Padre y del Hijo»), de manera que para el ojo humano las tres estrellas aparecen como una sola.
San Basilio resume felizmente cómo se relaciona Dios con el hombre y el hombre con Dios:
«El camino que conduce al conocimiento de Dios es a partir del único Espíritu, por medio del único Hijo, hasta el único Padre. Por el contrario, la bondad divina recircula del Padre, por el Hijo al Espíritu»
[10]
, llegando así hasta nosotros.
Los primeros oracionales cristianos invocaban siempre «al» Padre «por» el Hijo «en» el Espíritu Santo, fórmula mucho más precisa que la yuxtaposición que surgió de la polémica antiarriana: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».
Después de todo lo anterior podemos explicitar ya las diferencias entre las dos «manos» de Dios: El Hijo y el Espíritu.
1.
La misión del Hijo fue protagonizada por un individuo humano absolutamente único: Jesús de Nazaret. La del Espíritu abarca a todos los individuos y recorre la historia entera.
Por habernos olvidado de la acción del Espíritu pensábamos que la historia de la salvación terminaba en Cristo. Los apóstoles, en cambio, cuando Cristo ascendió a los cielos dejaron de mirar a las nubes por donde desaparecía el Hijo de Dios para mirar a la tierra, donde había de manifestarse el Espíritu Santo (Hech 1, 10-11). La historia de la salvación continuaba adelante.
Podríamos entender esta acción del Espíritu pensando en la necesidad que tiene el cuerpo de una irrigación constante de la sangre para que la vida no se apague. Pues bien, la irrigación constante de la sangre es a la vida del cuerpo lo que la acción vivificadora del Espíritu Santo es a la historia de la salvación.
2.
El Hijo, si exceptuamos a Jesús de Nazaret, actuaba desde fuera de los individuos. El Espíritu Santo lo hace desde dentro:
«Vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros» (1 Cor 6, 19; cfr. 3, 16 y 2 Cor 6, 16).
«El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5; cfr. 2 Cor 1, 22).
Un hombre sólo puede impulsar y hablar desde fuera a otro hombre. El Espíritu, en cambio, nos dinamiza desde dentro y nos habla en la propia conciencia. Es «más interior que lo más íntimo mío»
[11]
.
En la Biblia nunca se describe al Espíritu Santo como un sujeto que obra por sí mismo, al margen de los hombres, sino que en la medida que consolamos a alguien, descubrimos dentro de nosotros al Consolador; en la medida en que ayudamos a otro, dejamos actuar al Asistente; en la medida en que defendemos a alguien, experimentamos al Abogado (Jn 14, 16; 14, 26; 15, 26; 16, 7). El símbolo del
viento
[12]
expresa muy bien la naturaleza de la acción del Espíritu: Muy real, pero invisible y sólo perceptible a través de aquello que es movido por él.
Precisamente por actuar desde dentro, su acción puede confundirse con los dinamismos psicológicos ordinarios: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu» (Rom 8, 16). Así ocurre que, mientras el no creyente atribuirá todo a su propia capacidad, el cristiano, reflexionando
a posteriori
sobre su vida, hará el mismo descubrimiento de Santa Teresa: Estaba yo «toda engolfada en él»
[13]
.
El día que tomamos conciencia de estar habitados por Dios es como si naciéramos de nuevo. ¡Qué razón tenía Unamuno cuando, citando al P. Faber, escribía que «una nueva idea de Dios es como un nuevo nacimiento»
[14]
.
El inefable cura rural de Bernanos, cuando rememora la conversión súbita de la marquesa, exclama:
«Es maravilloso que podamos hacer presente de lo que nosotros ni siquiera poseemos… ¡Oh, dulce milagro de nuestras manos vacías!»
[15]
.
Pero también constata que únicamente Jesús es Señor del Espíritu; nosotros no podemos disponer de él a nuestro antojo. Ante el médico desahuciado que se drogaba, escribe:
«Aguardé que Dios me inspirara una palabra, una palabra de sacerdote. Hubiera pagado aquella palabra con lo que me quedaba de vida… Pero la palabra no acudió a mi mente».
Sin embargo, quien ha tomado conciencia de la acción del Espíritu Santo en su vida no puede menos de exclamar: «¡Qué más da! Todo es ya gracia»
[16]
.
Todo lo anterior nos debe hacer pensar que la llegada del Segundo Enviado (Pentecostés) no tiene menos importancia que la llegada del Primero (Encarnación). Podríamos entender Pentecostés como la
democratización de la Encarnación
: «Por la participación del Espíritu todos los religamos a la divinidad»
[17]
.
¡Qué razón llevaba Jesús cuando afirmaba: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (Jn 16, 7)!
¡Y qué bien entendió el Evangelio San Serafín de Sarov cuando escribía: «La verdadera meta de la vida cristiana consiste en asegurarse la posesión del Espíritu Santo»
[18]
.