Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Hasta hace poco solíamos decir que la fe era «sobrenatural », con lo que implícitamente dábamos a entender que lo «natural» se reducía al bienestar material, la salud, la cultura y las libertades políticas. En cambio para Pablo VI la fe y la unión con Dios supone acceder a condiciones de vida «más humanas todavía»; es decir, la fe no es algo que se añade a un hombre ya realizado, sino precisamente algo que necesita el hombre para ser plenamente humano. Por eso podrá escribir, con una frase feliz, que «el crecimiento humano constituye como un resumen de nuestros deberes»
[22]
.
Cuando Pilato mostró a Cristo apaleado con aquellas famosas palabras de «ecce homo», «aquí tenéis al hombre» (Jn 19, 5), estaba diciendo mucho más de lo que él mismo podía imaginar.
Nadie vivió tan abierto a los demás como Jesús de Nazaret. Bonhóeffer le llamó con acierto «el hombre para los demás»
[23]
. Tampoco vivió nadie tan abierto al Padre como él. En los capítulos anteriores vimos que renunció a toda
pre-visión
para su vida abandonándose a la
pro-videncia
del Padre
[24]
. En Cristo podemos ver, por tanto, al «hombre perfecto»
[25]
. Sólo en él la humanidad alcanza su plenitud y se hace totalmente «imagen de Dios» (2 Cor 4, 4). Por eso dirá Tertuliano que «cuando Dios iba dando expresión al barro, pensaba en Cristo, el hombre futuro»
[26]
.
Pablo escribió que Cristo es el «último Adán» (1 Cor 15, 45); y el primer Adán tan solo «figura del que había de venir» (Rom 5, 14). En cuanto a nosotros, somos todavía
hombres en busca de la humanidad
; hombres en camino de Adán a Cristo. San Agustín escribió: «Todo hombre es Adán, todo hombre es Cristo»
[27]
. O, como dice una fórmula clásica, «simul iustus et peccator» (a la vez justo y pecador)
[28]
. Pero la maldad y la bondad no son para la humanidad dos desenlaces igualmente probables: Si Cristo es el hombre
por venir
, creer en Cristo es creer en el
porvenir
del hombre.
En el capítulo anterior hemos afirmado que el hombre está hecho para la relación con Dios. Con otras palabras: Está hecho para la fe. Pues bien, ahora vamos a indagar qué es la fe.
Los catecismos que estudiaron nuestros padres tenían una parte titulada «las verdades que debemos creer»; y, de hecho, la mayoría de los cristianos conciben la fe como el asentimiento intelectual a determinados dogmas. Pero, como veremos, eso significa empezar la casa por el tejado.
Cuando preguntaban a los israelitas por su fe no respondían con una serie de enunciados sobre Dios, el mundo y los hombres. Su respuesta consistía más bien en relatar su historia y confesar cómo habían palpado en ella la presencia de Dios:
«Mi padre era un arameo errante (…) los egipcios nos maltrataron y nos humillaron, y nos impusieron dura esclavitud (…) y el Señor escuchó nuestra voz (…) El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte (…) y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel…» (Dt 26, 5-9).
Llega al extremo de que en hebreo ni siquiera hay una palabra que signifique lo mismo que nuestro «creer». El Antiguo Testamento utiliza generalmente el verbo '
aman
, que significa «apoyarse en alguien que está firme». Por eso Isaías afirma: «Si no creéis, no estaréis firmes» (Is 7, 9).
Así, pues, creer es decir «amén» a Dios, fundar la existencia solamente sobre Él, y es, por tanto, una actitud que incluye sentimientos de fidelidad personal, entrega absoluta, confianza osada, paciencia que nunca desespera…
Esos son los rasgos que el autor de la Carta a los Hebreos destaca en los grandes testigos veterotestamentarios de la fe:
«Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber adonde iba…
Por la fe, (Moisés) salió de Egipto sin temer la ira del Rey; se mantuvo firme como si viera al Invisible…
Por la fe soportaron burlas y azotes, y hasta cadenas y prisiones, apedreados, torturados, aserrados (…) hombres de los que no era digno el mundo» (Heb 11).
Nada tiene de particular que, recordando la confianza plena de Jesús en el Padre, sea designado en esa misma carta como «el que inicia y consuma la fe» (Heb 12, 2).
La fe es el resultado de un encuentro entre dos personas (el hombre y Dios), parecido —como nos dirá el profeta Oseas— a la relación matrimonial. San Pablo lo expresa maravillosamente cuando escribe: «Sé de quién me he fiado» (2 Tim 1, 12).
Siendo así las cosas, parece obvio que
nadie puede tener fe por nosotros
. Con la técnica es muy distinto. Basta, por ejemplo, que un científico, después de pacientes experimentos, descubra el antídoto contra una enfermedad para que todos los médicos del mundo se beneficien de esos resultados sin necesidad de que cada uno repita personalmente todo el proceso de la investigación. En el campo de la técnica cabría dar la razón a Unamuno cuando dice: «¡Que inventen ellos! (…) la luz eléctrica luce aquí, y corre aquí la locomotora tan bien como donde se inventaron»
[1]
.
Pero si la fe es, antes que nada, un encuentro con Dios, nadie puede ahorrarme mi propio encuentro personal. Los Santos Padres, para referirse al conocimiento de Dios, solían emplear una expresión llamativa: «Sensación de Dios».
El peligro de las situaciones de nacionalcatolicismo es que, allá donde todos tienen fe, nunca se sabe si la tiene alguien de verdad o simplemente todos nos dejamos llevar. Es significativo que, hace casi veinte años, la mayor parte de las personalidades encuestadas en un libro famoso
[1]
declararon ser creyentes, pero en cambio fueron muy pocos los que contestaron afirmativamente a la pregunta de si habían tenido alguna experiencia de Dios. Para los hombres nacidos en un ambiente cristiano, la fe consistirá en dejar de creer en sus maestros religiosos para creer directamente en Dios, igual que cuando los habitantes de aquella aldea samaritana pudieron decir a la mujer que les habló de Jesús:
«Ya no creemos por lo que tú cuentas; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es realmente el Salvador del mundo» (Jn 4, 42).
A nosotros nos dijo Jesús que nadie «enciende un candil para meterlo debajo del perol» (Mt 5, 15), y por eso
necesitamos
contar a los demás la Buena Noticia de que nos hemos encontrado con el Salvador del mundo y ha cambiado nuestras vidas. San Pedro decía a los cristianos que debían estar «dispuestos siempre a dar razón de su esperanza al que les pidiera una explicación» (1 Pe 3, 15). Y para eso son nuestras
formulaciones
de la fe. El «creo en Ti» se completa con el «creo que…».
Ahora sí que hemos llegado a las verdades de la fe de los viejos catecismos. Las llamaremos creencias, para distinguirlas de la/e misma que es el encuentro amoroso con Dios. Pero conviene dejar bien claro que las creencias no servirían de nada sin la fe. Sería como un envoltorio primoroso… que no envuelve nada.
Santo Tomás afirmó perspicazmente que si creemos en «algo» es porque antes hemos creído en «Alguien»:
«Puesto que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que
aquel
en cuya aserción se cree es como lo principal y como fin en toda fe; y, en cambio, secundarias aquellas verdades a las que uno asiente creyendo a otro»
[3]
.
Por otra parte, cuando intentamos expresar la fe en creencias acabamos constatando, como el hijo de Sirah, que nunca logramos hablar convenientemente de Dios: «Siempre estará más alto» (Sir 43, 27-31). «Dios es más grande que nuestro corazón» (1 Jn 3, 20).
Es como si intentáramos explicar a un ciego de nacimiento cómo es el color rojo. ¿Qué le diríamos? ¿Que es el color de la sangre? El nunca ha visto la sangre… ¿Que es el color que expresa la lucha, la energía… ? Es inútil. Cuando el ciego creyera haber comprendido lo que es el color rojo tendríamos que decirle: Desgraciadamente no es nada de lo que tú crees haber entendido; es «otra cosa».
Pues bien, algo así nos ocurre con respecto a Dios. Ya Jenófanes, en el siglo VI a.C., hizo notar la dificultad de hablar del «totalmente Otro»:
«Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y negros; los tracios, que tienen ojos azules y pelo rojizo (…) Si los bueyes, caballos y leones tuvieran manos y pudieran dibujar con ellas y realizar obras como los hombres, dibujarían los aspectos de los dioses y harían sus cuerpos, los caballos semejantes a los caballos, los bueyes a los bueyes, tal como si tuvieran la figura correspondiente a cada uno»
[4]
.
Consciente de ello, San Agustín decía: «Las palabras que los hombres usan para hablar de Dios, son indignas de Él. A Dios se ajusta más el silencio honorífico que voz humana alguna»
[5]
. Y las «Florecillas de San Francisco» nos han transmitido una deliciosa anécdota:
«San Luis, Rey de Francia (…) oyendo la grandísima fama de santidad de Fray Gil (…) deseó mucho verle (…). Avisó el portero a Fray Gil que un peregrino le llamaba y al mismo tiempo le fue revelado que era el Rey de Francia. Salió de la celda al instante, corrió con fervor a la portería, y aunque no se habían visto nunca, se arrodillaron sin más preámbulos, se abrazaron con grandísima devoción (…) y ninguno de los dos hablaban, sino que permanecían abrazados en silencio con aquellas demostraciones de caritativo amor. Después de estar largo tiempo de la manera referida, sin decir nada, se separaron el uno del otro (…) No os admiréis de esto, hermanos carísimos —explicó Fray Gil— porque ni yo a él ni él a mí nos podíamos decir palabra (…) mirándonos los corazones por disposición divina, conocíamos lo que nos queríamos decir mucho mejor y con más consuelo que si lo explicáramos con el habla, porque el lenguaje humano, por su deficiencia, no puede expresar con claridad las cosas secretas de Dios, y más hubiera servido de desconsuelo que de satisfacción»
[6]
.
Parece como si Fray Gil se hubiera adelantado siete siglos a la famosa afirmación de Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse»
[7]
.
Pero el silencio es ambiguo. También calla sobre Dios el agnóstico y el ateo, nada más que por una razón muy diferente a la de Fray Gil. Por eso conviene que hablemos de Dios, aunque nuestra voz a menudo tartamudee:
«Nuestra palabra es tímida y vacilante. Dejo a los vendedores de corbatas, a los que compran votos, a los predicadores de sectas, su inapreciable seguridad. Cuando mi palabra es reflejo o eco de una Palabra distinta, mi voz "tiembla" —no de miedo sino de respeto— ante lo que doy testimonio y por lo que me reconozco totalmente superado»
[8]
.
Otras veces notaremos que al hablar de Dios «destrozamos» el lenguaje; como San Agustín en una famosa oración:
«Eres nunca nuevo y nunca viejo (…), siempre obrando y siempre en reposo; siempre recogiendo y nunca necesitado (…) siempre buscando y nunca falto de nada (…) Amas y no sientes pasión; tienes celos y estás seguro; te arrepientes y no sientes dolor; te airas y estás tranquilo»
[9]
.
Tal recurso a la paradoja no nace del capricho de dificultar la comprensión del creyente, sino que, con su misma apariencia de contradicción interna, constituye el único modo de poder atisbar algo de Dios. Diríamos que, lo mismo que la brújula busca siempre el polo y cuando la colocamos en la zona polar gira locamente, así también la razón humana apunta nerviosa, antinómicamente, hacia todas partes a la vez cuando se la coloca en su «norte», que es Dios.
A la luz de lo anterior podemos analizar lo que suelen llamarse «dudas de fe» y que, muy a menudo, son más bien «dificultades de creencias»; dificultades con nuestras ideas sobre Dios. Creo que la distinción que estamos haciendo aquí puede traer no poca luz a muchos espíritus atormentados. Unamuno escribió en cierta ocasión:
«Perdí mi fe
pensando en los dogmas
, en los misterios en cuanto dogmas; la recobro
meditando en los misterios
; en los dogmas en cuanto misterios»
[10]
.
Las dificultades con las creencias no son peligrosas para quien tiene una experiencia
personal
de Dios, un trato amoroso con Él, porque, como dijo el Cardenal Newman, «diez mil dificultades no hacen una duda»
[11]
.
Unas veces la fe se vive con entusiasmo: La persona de Cristo y su causa nos conmueven tiernamente. Otras veces, en cambio, todo es frialdad y sentimiento de la lejanía de Dios. No hay ningún místico que no se haya quejado alguna vez de haber sido abandonado por Dios. El gran maestro de tal experiencia fue San Juan de la Cruz, que incluso le dio nombre inmortal:
La Noche Oscura
[12]
.
Quizás uno de los rasgos de nuestro tiempo sea la generalización de esa noche oscura. Pero eso más debería esperanzarnos que deprimirnos: La noche oscura es una oportunidad para conocer mejor a Dios; acaba siendo siempre una purificación de nuestros pequeños «dioses de bolsillo», esos que Jenófanes advertía que hemos hecho a nuestra imagen y semejanza. La noche oscura
señala la muerte de una imagen concreta de Dios
, demasiado pobre, que nos habíamos fabricado y que, ante una situación nueva, no responde a nuestras expectativas, nos defrauda.
El carácter chino que significa «crisis» resulta de la combinación del signo que dice «peligro» y del que simboliza «oportunidad». También la crisis de fe es a la vez
peligro
de rechazar a Dios, confundiéndolo con la imagen suya que repudiamos, y
oportunidad
de acercarnos más a El accediendo a una imagen nueva que sustituye a la antigua que se ha revelado defectuosa. Es la convicción de Tolstoi:
«Si te viene la idea de que es falso todo lo que pensabas sobre Dios y de que no hay Dios, no te asustes por eso. A muchos les sucede así. Si un salvaje deja de creer en su dios de madera, no es porque no haya Dios, sino porque el verdadero Dios no es de madera».
A veces —y basta repasar la vida de los místicos— la noche oscura dura años; siempre confiando en que volverá a llegar la luz y experimentando en carne propia lo de que
la fe es la capacidad para soportar las dudas
, a veces terribles.