Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (26 page)

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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

BOOK: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios
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Hoy, cuando el pecador que acaba de ser perdonado es readmitido al banquete de la eucaristía, se está repitiendo cualquiera de aquellas comidas de fiesta.

Cada vez que un pecador se confiesa y se sienta después a la mesa eucarística, está anticipando el juicio que tendrá lugar al final de la vida y de los tiempos, cuando triunfará definitivamente la gracia y los pecadores arrepentidos, reconciliados para siempre con Dios y entre sí, pasarán a ocupar sus puestos en el banquete del Reino.

Por eso el sacramento de la penitencia, anticipo de la victoria final y completa sobre el pecado, debe ser el
sacramento de la alegría
. Y no vendría mal modificar en este sentido tanto el escenario físico de la celebración como las actitudes subjetivas.

21
La eucaristía anticipa un mundo diferente

En 1971 se inauguró en Washington el Centro J.F. Kennedy para el desarrollo de las Bellas Artes. Con ese motivo se estrenó la ópera
Mass
(«Misa») de Leonard Bernstein. Fue un espectáculo grandioso: Más de 200 personas entre actores, músicos y coreógrafos. Toda la ópera era una denuncia contra la ineficacia de la misa. Constantemente surgía la pregunta: ¿Qué tiene que ver la misa con los verdaderos centros de interés de la gente?

Entre las estrofas del gloria latino se iban intercalando frases inglesas como éstas: «La mitad de la gente está drogada, y la otra mitad está esperando las próximas elecciones».

Después de una epístola de San Pablo —que no pareció interesar a nadie— siguieron dos cartas de mucho impacto: de un muchacho pacifista y de la mujer de un preso.

Durante el «Agnus Dei» estalla la protesta:

Tenemos quejas y protestas contra Ti.

Danos la respuesta: No salmos y sugerencias.

Danos una paz que nosotros no volvamos a romper.

Danos algo o vamos a empezar a arrebatarlo por la fuerza.

Estamos hartos de tu silencio celestial y sólo conseguiremos acción con la violencia. No nos arrodillamos.

No rezamos diciendo: Por favor, Señor.

Decimos sencillamente: Danos la paz ahora.

Y en ese momento el sacerdote arroja el cáliz, se despoja de sus ornamentos y se mezcla con todos para participar en la lucha común.

Pues bien, ésta podría ser una historia real: La de Camilo Torres, aquel sacerdote colombiano que dejó el ministerio para marchar a la guerrilla. En la carta abierta que publicó para explicar su decisión decía:

«Cuando existen circunstancias que impiden a los hombres entregarse a Cristo, el sacerdote tiene como función propia combatir esas circunstancias, aun a costa de su posibilidad de celebrar el rito eucarístico que no se entiende sin la entrega de los cristianos.

En la estructura actual de la Iglesia se me ha hecho imposible continuar el ejercicio de mi sacerdocio en los aspectos del culto externo. Sin embargo, el sacerdocio cristiano no consiste solamente en la celebración de los ritos externos. La Misa, que es objetivo final de la acción sacerdotal, es una acción fundamentalmente comunitaria. Pero la comunidad cristiana no puede ofrecer en forma auténtica el sacrificio si antes no ha realizado, en forma efectiva, el precepto del amor al prójimo.

Por eso he pedido a Su Eminencia el Cardenal que me libere de mis obligaciones clericales para poder servir al pueblo en el terreno temporal. Sacrifico uno de los derechos que amo más profundamente: poder celebrar el rito externo de la Iglesia como sacerdote para crear las condiciones que hacen más auténtico el culto»
[1]

La objeción que plantean estos testimonios es muy seria: ¿Qué adelantamos yendo a misa? ¿tiene algo que ver la eucaristía con los serios problemas que afligen a la humanidad?

Veamos nuestra respuesta.

La cena pascual

No es fácil decidir si la última Cena de Jesús con sus apóstoles fue una cena pascual. Los Sinópticos la presentan como tal, pero Juan no. En todo caso, lo fuera o no, si los Sinópticos la han transmitido así es porque la eucaristía lleva la Cena Pascual a su sentido más pleno.

Debemos reconocer la verdad que encierra esta afirmación del judío Schalom Ben-Chorin:

«Cuando en la comida del
passah
levanto el cáliz y rompo el pan cenceño, hago lo que Jesús hizo, y me siento más cerca de El que muchos cristianos que celebran el misterio de la eucaristía con total independencia de sus orígenes judíos»
[2]

Por lo tanto, conviene que empecemos por aproximarnos a la cena pascual judía.

Como ya dijimos en el segundo capítulo, desde hace 32 siglos los judíos celebran todos los años una cena pascual en recuerdo de la liberación de Egipto. Sobre la mesa han colocado una comida de pobres: tres panes sin fermentar, hierbas amargas y el «charoset», que es una especie de mermelada cuyo aspecto recuerda la masa con la que fabricaban ladrillos durante su esclavitud. También está el cordero, que les recuerda aquel otro gracias a cuya sangre salieron de Egipto.

Situados alrededor de la mesa, el más joven de los presentes, que generalmente es un niño, pregunta: «¿En qué se diferencia esta tarde de las demás? En las demás tardes se come a discreción pan o ácimo, pero en esta sólo ácimo…». Y el más anciano responde leyendo en la Thorá la descripción de la salida de Egipto. Al final concluye así: «De generación en generación todos han de recordar la salida de Egipto».

Pero la cena pascual no se limita a recordar el pasado. Igual que las demás conmemoraciones del Antiguo Testamento,
recordaba
el pasado
actualizándolo
en el presente y proyectándolo hacia el futuro.

Mediante esa actualización del pasado, los hebreos que comen la cena pascual se vuelven contemporáneos de sus antepasados que salieron de Egipto y firmaron la Alianza con Dios en el desierto: «Yahveh nuestro Dios ha concluido con nosotros una alianza en el Horeb. No con nuestros padres concluyó Yahveh esta alianza, sino con nosotros, con nosotros que estamos hoy aquí, todos vivos» (Dt 5, 2-3).

Mientras los judíos mantengan vivo el recuerdo de su liberación, ni se olvidarán del Dios que les sacó de Egipto, ni se resignarán a permanecer esclavos de nadie. Ortega llamaba al recuerdo «carrerilla para saltar hacia el futuro»
[3]
. Y, efectivamente, el recuerdo de la liberación de Egipto alimentaba en los judíos el ansia de alcanzar cuanto antes la libertad definitiva de la era mesiánica. De hecho, en tiempos de Jesús llegaba a tal extremo la excitación popular durante la noche de pascua que los romanos tenían que reforzar la vigilancia.

Este carácter de la cena pascual que une pasado, presente y futuro en un tiempo único de liberación permanente queda muy bien expresado en la oración ritual que se pronuncia mientras se comen las hierbas amargas y se parte el pan ácimo:

«Este es el pan de la aflicción que comieron nuestros padres en la tierra de Egipto: Quien tenga hambre venga y coma, quien esté en necesidad, venga y celebre la Pascua. Este año estamos aquí, pero el año próximo en Israel »
[4]
.

Pues bien, la eucaristía tiene el mismo ritmo ternario que la cena pascual: Recuerda un
pasado
que fue decisivo para nosotros, lo actualiza en el
presente
y nos proyecta hacia el
futuro
que esperamos
[5]
. Sólo cambian, lógicamente, los contenidos de esos tres momentos: El pasado actualizado por la eucaristía no es ya la salida de Egipto, sino la muerte y resurrección de Cristo. El futuro anticipado no es tampoco la venida del Mesías, pues para nosotros eso ocurrió hace ya veinte siglos, sino la plenitud del Reino de Dios. Recordemos una de las fórmulas con las que el pueblo, después de la consagración, aclama el sacramento:

«Anunciamos tu muerte,

proclamamos tu resurrección.

¡Ven, Señor Jesús!»

Así, pues, la eucaristía es la
celebración del tiempo intermedio
. Quienes la celebran tienen un ojo puesto en lo que ya ha tenido lugar y el corazón impaciente esperando la llegada de lo que falta.

La eucaristía hace presente la salvación que «ya» ha llegado

La eucaristía es, antes que nada, el
memorial
de la muerte y resurrección de Cristo. Gracias a la memoria, el hombre puede evitar que los acontecimientos importantes desaparezcan con la fugacidad del instante en que ocurren. Incluso es posible que el recuerdo posterior de los hechos les conceda una densidad que no fue posible captar en el momento en que ocurrieron por vez primera. A lo mejor sólo gracias al recuerdo «acaecen» plenamente. Por eso el Dios bíblico apela sin cesar, sobre todo en el culto, al recuerdo: «Acuérdate, Israel…».

Cuando llegó el momento de separarse de los suyos, Jesús se planteó cuál sería su mejor memorial: ¿un retrato? No creyó que su aspecto físico fuera lo más importante. ¿Bienes materiales? Había renunciado a ellos… Les dejó pan y vino, que
desaparecen para dar vida
a quien los come. Pensó que era el signo más expresivo que cabía encontrar de lo que fue su vida: Una
vida entregada
por los demás. E, igual que en la cena pascual el presidente explicaba a los comensales lo que significaban el cordero, las verduras amargas, etc., Jesús explicó a los suyos: «Este pan que ahora parto es mi cuerpo que va a partirse y a destrozarse por vosotros. Y este vino que se derrama es la sangre que va a derramarse por vosotros».

Después concluyó: «Haced
esto
en memoria mía». Pero «esto» no se refiere únicamente al gesto ritual. Igual que para El dicho gesto fue celebración de una vida entregada, debe serlo para quien lo repita:

«Aprendan (los fíeles) a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada»
[6]
.

De hecho, en la cena pascual cada invitado bebía de su propia copa. El gesto de Jesús de hacer beber a todos de una misma copa —la suya— era inédito. Significaba, sin duda, que todos debían participar en su suerte o destino. Pablo lo afirmará sin dejar lugar a dudas: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16).

Se trata, pues, de
vivir como Cristo vivió, y luego celebrar nuestra vida entregada igual que él lo hizo
.

La presencia real de Cristo

Como ya sabemos, el signo sacramental no se reduce a su utilidad pedagógica, sino que realiza eficazmente lo que significa: el pan y el vino no sólo «recuerdan» lo que fue la vida de Cristo sino que lo hacen
realmente
presente en la eucaristía.

A menudo han pululado concepciones sumamente «carnales » de la eucaristía. El mismo Santo Tomás de Aquino defendía una carnalidad crasa: «Por virtud del sacramento se contiene bajo las especies no sólo la carne, sino todo el cuerpo de Cristo con sus huesos, nervios, etc.»
[7]
.

Obviamente no es así. Cuando decimos que Cristo se hace presente en la eucaristía,
no debemos pensar en el Jesús mortal, sino en el Cristo resucitado
. De hecho, sólo la resurrección hace posible la presencia
real
de Cristo en la eucaristía. Si no hubiera resucitado no pasaría de ser una manera de recordar a un difunto.

Naturalmente, es necesario entender de forma correcta la resurrección. Ya dijimos en el capítulo 4 que no fue la reanimación de un cadáver que luego habría ascendido al cielo (un precursor de la Reforma protestante —Wiclef— por interpretarla así, se vio obligado a negar la presencia real). La resurrección abre el ser a una nueva dimensión que ya no queda limitada por las fronteras espacio-temporales. Afirmar que «está en el cielo» no implica negar su presencia entre nosotros. Como dice Pablo: «Subió por encima de los cielos para llenarlo todo» (Ef 4, 10).

De hecho, la presencia eucarística debe considerarse en el marco de una presencia más amplia de Cristo resucitado en el mundo, que va adquiriendo mayor densidad en los sucesivos modos de presencia: en los hombres —sobre todo en los más necesitados (Mt 25, 40)—, en la comunidad cristiana (Mt 18, 20) y —por fin— en la celebración eucarística. Como dijo Pablo VI en 1965, «tal presencia se llama
real
, no por exclusión, como si las otras no fueran
reales
, sino por antonomasia»
[8]
.

La Iglesia Católica se ha servido tradicionalmente de la teoría de la
transustanciación
para «explicar» la presencia de Cristo en la eucaristía: Por la consagración tiene lugar una conversión de la sustancia del pan y del vino en la sustancia de Cristo
[9]
.

Como es sabido, en la doctrina aristotélica de la sustancia y los accidentes, «sustancia» era un
término metafísico
que pretendía designar la realidad última, el ser profundo (y, desde luego, no sensible) de las cosas. Hoy ese término ha sido asumido por las ciencias experimentales («sustancia blanca, dura…») y ha cambiado totalmente su sentido: Una «sustancia» es ahora algo sensible —que puede ser estudiado y observado— y, por tanto, está más cerca de los «accidentes» que de la «sustancia » aristotélica. Para la mentalidad científica, la estructura íntima de una «sustancia» no es su esencia ontológica, sino su composición química. Y, desde luego, nos equivocaríamos si pensáramos que al pronunciar las palabras de la consagración se produce una «transustanciación» consistente en la transmutación de la composición química del pan.

Sería conveniente, pues, sustituir el concepto de transustanciación (no porque sea falso, sino porque ha envejecido). En esto están trabajando los teólogos, aunque las teorías alternativas que han propuesto (transignificación, transfinalización, etc.) susciten ciertas reservas del Magisterio.

Sea como sea, nuestra fe es en la presencia real como tal, no en la teoría filosófica de la transustanciación. La Iglesia Ortodoxa, aunque cree tan firmemente como nosotros en la presencia real de Cristo en la eucaristía, no ha sentido nunca la necesidad de explicar cómo ocurre eso. Y quizás no sea una mala actitud. La eucaristía recuerda que la plenitud

La eucaristía recuerda que la plenitud de la salvación «todavía no» ha llegado

Dijimos que la eucaristía no es sólo memorial de la muerte y resurrección de Cristo, sino también anticipo del futuro esperado: La plenitud del Reino de Dios. Para entenderlo mejor conviene recordar qué eran las acciones simbólicas que solían realizar los profetas del Antiguo Testamento.

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