Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Pues bien, es fácil ver que el bautismo actúa precisamente en ambas dimensiones: Al introducirnos en la comunidad cristiana, opone a la
hamartiosfera
la solidaridad en el bien (o al menos se supone que debería ser así); y al «derramar el amor de Dios en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos comunica» (Rom 5, 5), se cumple el anuncio de Ezequiel: Dios sustituye el «corazón de piedra» por un «corazón de carne» (11, 19; 36, 26).
Evidentemente, tras el bautismo se enfrentan en nosostros las dos fuerzas contrapuestas del pecado original y de la redención, por lo que no se puede hablar todavía de renovación total. Esta tendrá lugar en la parusía. Por eso Trento afirmaba que el bautismo borra el pecado original, pero quedan todavía las «reliquiae peccati». Todos tenemos experiencia de ellas.
Con todo, el bautismo de los niños, más que por sus efectos negativos (eliminación del pecado original), debería justificarse por sus efectos positivos de Alianza con Dios e incorporación a la Iglesia:
«Bautizamos a los niños, aunque no tengan pecado, para que les sea añadida la santificación, la justicia, la filiación, la herencia, la calidad de hermanos y miembros de Cristo, para que vengan a ser morada del Espíritu Santo»
[28]
.
Pero así surge una nueva dificultad: ¿Es que alguien puede optar por Cristo «sin saberlo», ser incorporado a la Iglesia sin su consentimiento? ¿Cómo pueden recibir el «sacramento de la fe»
[29]
quienes todavía no son capaces de creer?
La respuesta clásica ha sido que
la Iglesia presta a los niños su fe hasta que la puedan aceptar personalmente
:
«Cree sin duda la madre Iglesia que les presta su corazón y boca maternal»
[30]
.
«Los niños creen, no por un acto propio, sino por la fe de la Iglesia que se les transmite»
[31]
.
Es decir, que el bautismo de los niños es un caso límite similar a la unción de los enfermos que han perdido el conocimiento. Tanto en un caso como en otro está justificado por la esperanza
razonable
de que lo pedirá él mismo si llega a poder hacerlo. Por eso lo cuestionable no es tanto el bautismo de los niños, como el bautismo de
todos
los niños. Sólo se debe bautizar a los que razonablemente podemos esperar que mañana harán suyo ese bautismo.
Si el proceso de iniciación cristiana puede compararse —con una expresión inspirada en Ez 11, 19; 36, 26— a una operación de trasplante de corazón, podemos pensar que ningún cirujano aceptaría hacerse cargo de un enfermo que a medio operar se levanta de la mesa de operaciones. Por eso el nuevo Código de Derecho Canónico afirma que para bautizar lícitamente a un niño se requiere que «haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión católica; si falta por completo esa esperanza, debe diferirse el bautismo, según las disposiciones del derecho particular, haciendo saber la razón a sus padres»
[32]
. Como escribía Tertuliano, «el que entiende la responsabilidad del bautismo temerá más recibirlo que diferirlo»
[33]
.
Queda, evidentemente, el problema que supone condicionar ya desde el nacimiento el futuro de ese niño; pero, como dice Sartre —que, como todo el mundo sabe, no era creyente— «el hijo tiene que pasar por el bautismo del ateísmo o por el bautismo cristiano. La verdad más dura para los liberales —pero toda verdad es dura para las tiernas almas liberales— es que hay que decidir por el hijo, y sin poder consultarle, el sentido de la fe (es decir, de la historia del mundo, de la humanidad) y que se haga lo que se haga y se tome la precaución que se tome, padecerá durante toda su vida el peso de esa decisión»
[34]
.
Por último, después de haber señalado los riesgos del bautismo infantil, debemos señalar también su significado profundo:
El bautismo conferido a un recién nacido que ningún mérito ha podido hacer aún, manifiesta que la fe es un
don de Dios
.
El Reino de Dios es de los que son como los niños, dijo Jesús (Mt 19, 14 y par.); frase que —como atestigua Tertuliano
[35]
— desde muy antiguo se adujo para bautizar a los pequeños.
La confirmación, que completa el bautismo cuando el niño ya ha crecido y la solicita personalmente, manifiesta que la fe también requiere la
respuesta del hombre
. Como más arriba decíamos:
Manos vacías, pero abiertas
.
El Cardenal Léger se atrevió a decir en el aula conciliar algo muy serio: «La moral que habitualmente se enseña entre nosotros no es ni plena ni principalmente cristiana».
Si abrimos al azar cualquier manual de teología moral de hace unos años para ver cómo eran, nos encontraremos cosas como éstas:
«Pecan gravemente (por superstición):
a) Los adivinos de oficio.
b) Los que piden al adivino que consulte al demonio sobre una cosa perdida, sobre el emplazamiento de un tesoro, sobre casamientos, etc.
c) Los que regulan su vida por sueños, cartas, astros, etc.; pero no los que deciden por suertes la propiedad de una cosa en litigio, etc.»
[1]
.
Es decir, que la moral había degenerado en
casuística
: Listas interminables de actos acompañados de su correspondiente valoración ética.
Semejante educación moral engendró cristianos alienados que
sustituyeron su conciencia personal por el juicio de sus confesores
. Al fin y al cabo, sólo los sacerdotes habían «estudiado » la calificación moral de cada acto.
Ese positivismo moral se podría haber enunciado con esta frase: «Bueno es lo que los moralistas (o los confesores) dicen que es bueno; malo, lo que dicen que es malo».
Es necesario enterrar la casuística:
Un acto aislado significa muy poco
. Los actos son como las palabras. Una palabra sólo tiene sentido dentro de una frase; y la misma frase únicamente puede ser comprendida de forma correcta dentro de todo el discurso. Como se ha dicho, un texto sin con-texto es un pretexto.
Aquel ejemplo que en otro tiempo solían proponer no pocos predicadores de ejercicios referente a un hombre de noventa y nueve años de edad que durante toda su vida fue bueno y profundamente creyente, pero cometió un pecado mortal el día que cumplió los cien años y, debido a eso, se fue al infierno, es un planteamiento inaceptable desde el punto de vista cristiano.
Basta asomarse al evangelio para ver que Jesús relativizaba profundamente la importancia de los actos concretos. Para los escribas y fariseos, una acción era buena si estaba en consonancia con la Ley. Jesús, en cambio, la llamaba buena si procedía de un interior bueno. Naturalmente, eso no significa que los actos carezcan de importancia. Sirven para manifestar cómo es la actitud interior:
«De lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas» (Mt 12, 35).
Pero el valor ético —insistimos— no está en los actos, sino en la actitud interior que los inspira: «Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres (…) si no tengo caridad nada me aprovecha » (1 Cor 13, 3).
Localizar el pecado en las actitudes y no en los actos tiene importantes consecuencias. Puede haber quien esté en pecado sin que,
por falta de ocasión
, haya cometido ningún acto malo. Como decía Jesús, «todo el que mira a una mujer casada deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28). ¡Cuántos jóvenes, por ejemplo, tienen las manos limpias porque aún no han tenido tiempo de manchárselas! ¿Habrá mucha diferencia moral entre un empresario explotador y un joven egoísta cuya falta de amor
todavía
no puede manifestarse en decisiones graves?
Y, a la inversa, podría darse el caso de que alguien cometa un acto malo sin pecar por ello. A veces «suena la flauta por casualidad».
La actitud no queda siempre retratada por un acto aislado, aunque sí por el conjunto de los actos
. Así, pues, si alguien quiere seguir conservando los actos como criterio de moralidad tendría que recurrir a la «evaluación continua» o a analizar todo el «curriculum vitae» del interesado.
Lo que Jesús quería es que cada uno decida sin ambigüedades cuál va a ser el norte de su existencia: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia…» (Mt 6, 33). Y eso es lo que expresaban con claridad, tal como vimos en el capítulo anterior, las renuncias y la profesión de fe del bautismo.
Pues bien, la opción que hacemos en el bautismo por el Reino de Dios y sus valores se convierte para nosotros en la clave de la teología moral. La llamaremos opción «fundamental» porque, a diferencia de todas las demás, ésta se refiere al conjunto de la existencia. En lo sucesivo el bautizado no podrá ya tomar ninguna otra decisión sin preguntarse si es o no coherente con su opción fundamental.
La filosofía existencialista destacó el papel que desempeña ese proyecto vital en la vida humana:
«Yo puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme; todo eso no es más que la manifestación de una elección más original»
[2]
.
El pecado que llamamos «mortal» no es otra cosa que el abandono de la opción fundamental. Así, pues, habría que hablar de él más en términos de
traición
que de
transgresión
. De hecho, en la lengua hebrea —que, como se ha observado tantas veces, carece de términos abstractos— las palabras «pecado» y «pecar» (
hattah
) significan «no dar en el blanco», «desviarse» (de la opción fundamental).
Obviamente, la opción fundamental sobre la que un hombre ha construido toda su vida no puede estarla abandonando cada dos por tres. El pecado mortal es algo muy serio. Con razón escribe el «Catecismo Holandés»:
«No hay que pensar demasiado aprisa que se ha cometido un pecado (mortal). Un verdadero pecado no es una fruslería. El que hace de fruslerías pecados graves, termina haciendo de pecados graves fruslerías. San Alfonso de Ligorio lo dijo una vez así: «Si se te mete un elefante en tu cuarto, tienes que verlo por fuerza». No se comete un pecado mortal por equivocación»
[3]
.
Hasta aquí hemos hablado del
pecado mortal
, porque únicamente éste, que rompe con la opción fundamental, puede ser llamado «pecado» en sentido estricto. El
pecado venial
consistiría en una debilidad o enfriamiento de la opción fundamental, así como actos
aislados
que no han brotado del centro personal del hombre y, por lo tanto, no expresan su verdadera actitud interior.
Los pecados veniales no realizan plenamente la noción de «pecado» —aunque se les llame así por analogía
[4]
— pero eso no significa que carezcan de importancia. Bernhard Háring y otros muchos moralistas han apuntado la conveniencia de llamar al pecado venial «herida pecaminosa» porque eso permitiría entender que las heridas pueden ser más o menos peligrosas —incluso peligrosísimas— antes de que se llegue al pecado mortal.
Herida peligrosísima sería la que, sin llegar a romper todavía la opción fundamental, rompe alguna de las actitudes parciales que la constituyen (fidelidad, justicia, etc.). Algunos moralistas han propuesto hablar en este caso de pecado «grave», con lo que quedaría una división tripartita: venial, grave y mortal.
Si hemos dicho que el pecado no está en los actos, sino en la actitud interior de la que brotan los actos, parece evidente que no será un código, sino la conciencia personal, quien pueda decir cuándo existe pecado mortal, grave o venial.
De hecho, no pocas personas después de realizar uno de esos actos que los manuales calificaban de «mortal» siguen sintiéndose íntimamente amigos de Dios; no tienen conciencia de haber traicionado su proyecto vital.
En semejantes casos de conflicto entre la conciencia y las leyes positivas, el cristiano debe reflexionar atentamente y pedir consejo, pero en caso de persistir la discrepancia no hay que olvidar que
la conciencia, y no la ley, es el juez de última instancia
.
La Iglesia siempre ha defendido que es obligación obedecer a la conciencia incluso en aquellos casos en que,
sin responsabilidad personal
, pueda estar equivocada
[5]
. Santo Tomás de Aquino fue muy tajante: «Toda conciencia, esté bien o mal informada, se refiera a cosas en sí malas o indiferentes, es obligatoria, pues el que actúa contra su conciencia, peca»
[6]
. Y llegaba a decir que si alguien creyera, con conciencia invenciblemente errónea, que debe fornicar, pecaría en caso de vivir castamente
[7]
.
Debemos subrayar, no obstante, lo de «conciencia
invenciblemente
errónea». Es evidente que el hecho de que sea la conciencia, y no la ley, el juez de última instancia, no significa, por ejemplo, que las acciones llevadas a cabo en Auschwitz puedan considerarse una simple cuestión de gusto personal.
Por eso no es superflua la teología moral: tiene la misión de formar conciencias capaces de discernir lo bueno de lo malo.
De hecho, detrás de la conducta de un hombre existe siempre un sistema ético. Con mucha frecuencia, quienes afirman no tenerlo ni necesitarlo acaban introyectando la «moral» del ambiente sin darse cuenta. (Ese es el «superego» que denunció Freud).
Sin duda predomina hoy el hombre inauténtico que ha convertido el «se hace» en norma de moralidad. León Tolstoi dice de uno de sus personajes que «no elegía las tendencias ni los puntos de vista, sino que éstos venían a él, exactamente lo mismo que la forma del sombrero y la de la levita: Llevaba lo que estaba de moda»
[8]
. Pues bien, es urgente denunciar que
normalidad estadística no equivale a normalidad ética
. Como decía un personaje de Bertolt Brecht:
«Les suplicamos expresamente: No acepten lo habitual como una cosa natural. Pues en tiempos de desorden sangriento, de confusión organizada, de arbitrariedad consciente, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer natural»
[9]
.