Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Hemos hablado hasta aquí de cosas que resultan fácilmente perceptibles. Sin embargo no podemos acabar este capítulo sin mencionar otras cosas que no se ven.
El Concilio Vaticano II dedicó el primer capítulo de la Constitución Dogmática
Lumen gentium
a hablar del «misterio de la Iglesia». Con esa expresión quería indicar que en la Iglesia hay algo más de lo que el sociólogo puede ver. O, dicho con otras palabras, que
lo visible de la Iglesia hace presente algo invisible
.
Naturalmente, el misterio sólo puede expresarse mediante imágenes. El Concilio utiliza varias: redil, rebaño, campo, edificio, templo… y, sobre todo, «Cuerpo de Cristo» y «Esposa de Cristo».
En la perspectiva bíblica, el cuerpo es el elemento por el que una persona se hace presente y actúa. Cristo —ausente de este mundo en cuanto al cuerpo físico a partir de la resurrección— se ha dado a sí mismo otro «cuerpo» que es la Iglesia. En algunos textos (Rom 12, 4-5; 1 Cor 12, 12-30) la idea de «cuerpo» podría admitir sólo un sentido metafórico. En cambio las epístolas de la cautividad exigen ir más allá. Ef 4, 4 habla de «un solo Cuerpo y un solo Espíritu»; es decir, somos el Cuerpo de Cristo animado por su Espíritu. Evidentemente, «dar cuerpo» a Cristo entraña una inmensa responsabilidad.
La imagen de la Iglesia como «Esposa de Cristo» aparece también en el Nuevo Testamento (Ef 5, 21-33; Ap 21-22). La relación entre Iglesia «Cuerpo de Cristo» e Iglesia «Esposa de Cristo» debe verse en la afirmación de Gen 2, 24, según la cual el esposo y la esposa se funden en «un solo cuerpo». El peligro de la imagen del «Cuerpo de Cristo» sería identificar pura y simplemente a la Iglesia con Cristo. En cambio el Esposo y la Esposa son dos en una sola carne, pero continúan siendo dos.
Además, la Iglesia es solamente la prometida o desposada de Cristo (cuando existían los esponsales, «esposa» no equivalía a lo que nosotros entendemos por tal). Aspira a las bodas, pero éstas sólo tendrán lugar en la parusía.
Es obvio que la Iglesia debe mantenerse fiel al Esposo hasta que lleguen las bodas, pero experimenta constantemente la tentación de serle infiel: «Celoso estoy de vosotros con celos de Dios —decía San Pablo—, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cor 11,2).
La realidad, sin embargo, es que la Iglesia es a la vez santa y pecadora o —como decían audazmente los Santos Padres— una «casta meretriz»
[16]
. Por su origen histórico y por sus tendencias innatas, la Iglesia es una «ramera», procede del pecado del mundo; pero Cristo —como en la preciosa parábola de Ez 16— la lavó y la convirtió de ramera en esposa. Por eso en la Iglesia, desde el Papa hasta el último cristiano, estará siempre presente la tensión entre la debilidad humana y la fuerza de Dios.
Si el misterio de la Iglesia, como dijimos más arriba, consistía en que lo visible de la Iglesia hace presente algo invisible, el gran peligro es que la realidad sociológica de la Iglesia se vuelva más bien un obstáculo para captar su misterio. Con razón la Iglesia Católica ha hecho suya la fórmula que Gisbert Voetius, teólogo calvinista de estricta observancia, pronunció en el Sínodo de Dordrecht (1618-1619):
Ecclesia semper reformanda
.
He aquí un cuento de Rabindranath Tagore:
«"Señor, el santo Narottam nunca se digna venir a tu templo real —dijo al Rey su siervo—. Si fueras a la arboleda del camino, verías la gente atrepellarse para oirle cantar las alabanzas de Dios, como enjambres de abejas alrededor de un loto blanco. ¡Y el templo, en tanto, está vacío; sin servicio el dorado tarro de miel!"
El Rey, mortificado en su corazón, se fue al campo donde Narottam oraba sentado en la hierba, y le dijo: "Padre, ¿por qué te sientas en el polvo del campo para predicar el amor de Dios, y no vas al templo de la cúpula de oro?"
"Porque Dios no está en tu templo", respondió Narottam.
El Rey, ceñudo, dijo: "¿No sabes que se gastaron veinte millones de oro en levantar la maravilla; que fue consagrado con los más costosos ritos?"
"Sí, contestó Narottam, lo sé. Fue en aquel año en que el fuego devastó tu pueblo, y millares de pobres vinieron en vano a pedir a tu puerta. Decía Dios: '¡Miserable ser que no puede dar casa a sus hermanos, y quiere levantar la mía!' Y se fue con los desvalidos, bajo los árboles del camino. Esa pompa de oro que tú dices no tiene dentro más que el vaho caliente de tu orgullo".
Lleno de ira, el Rey le gritó: "¡Vete de mi reino!"
El santo le respondió, tranquilo: "Sí, me destierras a donde desterraste a mi Dios"»
[1]
.
El cuento de Tagore ilustra muy bien una tentación constante del hombre religioso: buscar a Dios al margen de la vida. La división de la realidad en dos ámbitos, el sagrado y el profano, hizo posible esa tentación. Hay en el mundo lugares, personas y tiempos sagrados en los cuales Dios espera al hombre. Los restantes lugares y tiempos son profanos y en ellos el hombre se encuentra sólo con otros hombres. Más aún: con no poca frecuencia se iba al templo para llevarle al «dios» toda clase de ofrendas con el fin de que se encuentre a gusto en su interior y no se le ocurra salir a la vida, desasosegando a sus devotos.
Los profetas del Antiguo Testamento fueron muy enérgicos al condenar esa separación de la religión y la vida. Su mensaje, en resumen, venía a decir: sólo tiene derecho a buscar a Dios en el ámbito de lo sagrado quien se portó bien con su hermano en el ámbito de lo profano. He aquí algunos ejemplos:
«Yo detesto, desprecio vuestras fiestas, no me gusta el olor de vuestras reuniones solemnes. Si me ofrecéis holocaustos… no me complazco en vuestras oblaciones, ni miro a vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados. ¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oir la salmodia de tus arpas! ¡Que fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne!» (Am 5, 21-24).
«¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? —dice Yahveh—. Harto estoy de holocaustos de carneros y de sebo de cebones; y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada (…) No sigáis trayendo oblación vana: el humo del incienso me resulta detestable (…) No tolero falsedad y solemnidad. Aunque menudeéis la plegaria, yo no oigo. Vuestras manos están llenas de sangre: lavaos, limpiaos… » (Is 1, 11-18).
Pero la verdadera revolución vino con Cristo. Ahora desaparece la raíz misma de la tentación: la división del mundo en un ámbito sagrado y otro ámbito profano.
Lo sagrado y lo profano no son fragmentos excluyentes del tiempo y del espacio, sino que
todo es profano, y ala vez, todo es sagrado
: profano para quien ve las apariencias externas, y sagrado para quien penetra en su profundidad.
Vistas las cosas desde Dios podríamos decir que no se deja encerrar en determinados espacios o tiempos. Quiere estar en el centro de la vida. Vistas las cosas desde el hombre podríamos decir que para el creyente no hay nada profano (aunque puede haber cosas profanadas).
Aquella mujer samaritana que le preguntó a Cristo si el auténtico lugar sagrado donde Dios esperaba a los hombres era el templo de Jerusalén, como sostenían los judíos, o el monte Garizim, como creían ellos, recibió esta respuesta: «Créeme, mujer, que llega la hora en que ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre (…) Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos
adorarán al Padre en espíritu y en verdad
» (Jn 4, 21-24).
Es significativo que cuando en el Nuevo Testamento se utilizan las palabras «culto» (
latreia
), «liturgia» (
leitourgiá
), «sacrificio» (
zusíá
), etc., no designan una acción ritual, sino la vida misma (Rom 12, 1), las limosnas con que se ayudaba al hermano (Flp 2, 30; 4, 18; 2 Cor 9, 12) o cosas similares. No debe extrañarnos: El sacrificio de Cristo no fue una acción litúrgica realizada en el interior de un templo, sino la entrega de su propia vida realizada al aire libre.
En este sentido, todos los cristianos podemos ofrecer a Dios el mismo sacrificio que le ofreció Cristo: El de nuestra vida.
Todos somos sacerdotes
. Ha sido mérito del Concilio Vaticano II recuperar el concepto de «sacerdocio común», que estaba muy olvidado entre nosotros
[2]
.
Naturalmente, para ofrecer el culto de la propia vida no hacen falta templos. O, mejor dicho, el mundo entero se hace templo. Así comentaba Orígenes:
«Tú que sigues a Cristo y que le imitas,
tú que vives de la palabra de Dios,
tú que meditas en su ley noche y día,
tú que te ejercitas en sus mandamientos,
tú estás siempre en el santuario y nunca sales de él.
Porque el santuario no hay que buscarlo en un lugar,
sino en los actos, en la vida, en las costumbres.
Si son según Dios,
si se cumplen conforme a su mandato,
poco importa que estés en tu casa o en la plaza,
ni siquiera importa que te encuentres en el teatro;
si sirves al Verbo de Dios, tú estás en el templo,
no lo dudes»
[3]
.
Así, pues, para el cristiano se ha cumplido ya el oráculo del profeta: «En aquel día los cascabeles de los caballos y las ollas de las casas serán tan santos como los vasos sagrados del templo (Zac 14, 20-21); es decir, la santidad de Dios se hará presente en toda la realidad profana, y no sólo en el reducido ámbito de lo sagrado.
Hasta tal extremo llegó la actitud desacralizadora de los cristianos, que
fueron acusados de ateos
. En el «Martirio de Policarpo» —un Obispo de Esmirna de principio del siglo II— se describe cómo la turba pide su cabeza al grito de «¡Mueran los ateos!»
[4]
; y San Justino tiene que defenderse de la acusación de ateísmo, aunque a la vez reconoce que en cierto modo lo son:
«He aquí que se nos da el nombre de ateos; y, si de esos supuestos dioses se trata, ciertamente, confesamos ser ateos»
[5]
.
Sin embargo, los cristianos se reunían también para adorar a Dios. Es verdad que al principio no tenían templos. Cualquier lugar les parecía bueno.
Según las Actas de los Mártires
, cuando el prefecto Rústico preguntó a San Justino dónde se reunían obtuvo esta respuesta:
«Donde cada uno prefiere y puede, pues sin lugar a dudas te imaginas que todos nosotros nos juntamos en un mismo lugar. Pero no es así, pues el Dios de los cristianos no está circunscrito a lugar alguno, sino que, siendo invisible, llena el cielo y la tierra, y en todas partes es adorado y glorificado por sus fieles»
[6]
.
Más adelante construyeron templos, pero naturalmente no fue por considerar que Dios estaba ligado a ciertos lugares con preferencia a otros, sino porque, a medida que iban creciendo las comunidades, era difícil encontrar un espacio apto para reunirse. Lo que convertía a un edificio en templo no eran sus paredes, sino la comunidad reunida en su interior. Lo realmente importante era el «templo de piedras vivas» (1 Pe 2, 5). Jesús había prometido estar en medio de la comunidad que se reuniera en su nombre, lo hiciera dondequiera que lo hiciera (cfr. Mt 18, 20).
Lo mismo el templo de Jerusalén que los templos paganos eran muy pequeños puesto que, tratándose de lugares sagrados, sólo podían penetrar en ellos los sacerdotes. En el Evangelio vemos que el pueblo tenía que esperar fuera mientras se ofrecía el sacrificio (cfr. Lc 1, 10.21). Incluso los simples sacerdotes debían abstenerse de entrar en el «Sancta Sanctorum»: Estaba protegido por un velo que sólo podía atravesar el Sumo Sacerdote una vez al año (el Día de la Expiación) después de una semana de purificaciones.
Sin embargo, cuando Cristo murió en la cruz el velo del templo «se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mt 27, 51). Había quedado abierto a todos el acceso directo al santuario. Podríamos decir, pues, que los fieles de la Nueva Alianza no corresponden a los laicos de la antigua, sino más bien a los sacerdotes. Se trata de un «pueblo de sacerdotes» (Ap 1, 6; 5, 10; cfr. 1 Pe 2, 9). Es significativo que, para construir sus iglesias, los cristianos no eligieron el modelo arquitectónico del templo pagano, sino el lugar de reunión pagano, la basílica: Tenían que dar cabida a toda la comunidad porque es toda la comunidad quien ofrece la eucaristía. También a esto se refiere el «sacerdocio común» del que hablamos más arriba.
Eso no significa, evidentemente, que en la celebración de la eucaristía todos puedan hacer las mismas cosas. Cada uno tiene un «servicio» o «ministerio» particular. Sólo el ministro ordenado puede presidir la celebración, pero es la asamblea entera quien celebra.
Esos ministros ordenados, al no responder ya al esquema de «personas sagradas mediadoras entre Dios y las personas profanas» no reciben en el Nuevo Testamento el nombre de
iereus
(«sacerdotes»), sino otras designaciones tales como «esclavos» (
doulos
: Rom 1,1), «ministros» (
diáconos
: 2 Cor 3, 6; 6, 4; Col 1, 23.25; Ef 3, 7), «presidentes» (
proistamenoi
: Rom 12, 8; 1 Tes 5, 12), «directores» (
egoúmenoi
: Hech 15, 22; Heb 13, 7) y, sobre todo, «ancianos» (
presbíteroi
: Hech 11, 30; 14, 23; 16, 4; 20, 17; 21, 18; Sant 5, 14; 1 Pe 5, 1.5; 1 Tim 5, 17.19; Tit 1, 5).
Tampoco por su estilo de vida respondían al modelo de segregación (un «mago revestido de poderes») que caracterizaba a los sacerdotes de las demás religiones: trabajaban como cualquiera, apreciaban el celibato (cfr. 1 Cor 7) pero éste no era condición
sine qua non
para la ordenación y no usaban ninguna vestidura especial. Las pinturas de las catacumbas de Priscila y Calixto ponen de manifiesto que los presbíteros vestían como los demás no sólo en la calle, sino incluso durante la celebración eucarística.
Era, sin embargo, demasiada novedad para unos hombres que vivían rodeados de religiones sacrales y ya a principios del siglo III —antes, por lo tanto, de Constantino— empezó a modificarse su estilo de vida, aunque no sin la oposición de quienes querían preservar la originalidad del ministerio cristiano.