Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
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Esta eficacia salvífica de los sacramentos fue explicada por el Concilio de Trento con una fórmula conocida: Los sacramentos obran «ex opere operato»
[21]
(en virtud del propio rito realizado); es decir, que una vez realizado el rito tenemos la garantía de que Dios se hace presente a través de él.
Naturalmente, esto ocurre por una promesa libre de Dios, no porque el rito mismo le haga violencia (lo que sería pura magia). Sin embargo, en no pocas ocasiones el mal entendimiento del «ex opere operato» ha conducido a prácticas mágicas. Entre las más decadentes podría citarse la pintoresca convicción que se extendió durante la Edad Media de que quienes veían alzar la sagrada hostia no perderían la vista en ese día ni se morirían de repente. Los excomulgados, que tenían prohibido entrar en los templos, se dedicaban a hacer agujeros en sus muros para no verse privados de efectos tan maravillosos
[22]
.
Sin llegar a tales extremos, todos hemos conocido costumbres con cierta coloración mágica: la práctica de bautizar a los fetos cuya vida peligraba, estando aún dentro del seno materno, con una aguja hipodérmica; la pronunciación de las palabras de la consagración con voz hueca y separando las sílabas como si se tratara de un sortilegio: «Hoc-est-enim-corpus-meum»; esperar intencionadamente el fallecimiento de un enfermo y llamar entonces al sacerdote para que le administre la unción
de los enfermos
.
Todas esas prácticas suponen no haber comprendido bien la intención de quienes elaboraron la fórmula del «ex opere operato». Dicha fórmula fue una respuesta a los donatistas (en la antigüedad) y después a Lutero que condicionaban la eficacia de los sacramentos a la santidad personal del ministro; y lo único que quiere decir es que, aun cuando el ministro sea mediocre, Dios —que nunca abandona a los suyos— obrará a través del rito que ese ministro mediocre realice: «Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Judas bautiza, también es Cristo quien bautiza»
[23]
.
Pero, naturalmente, de nada sirve que Dios se haga presente en el sacramento si el hombre no le abre las puertas. Por eso, junto al «ex opere operato» hay que subrayar el también tridentino «non ponentibus obicem»
[24]
. Que los sacramentos obran «ex opere operato» da la seguridad de que Dios estará presente en la cita; pero una cita no es eficaz nada más que cuando los dos interesados están presentes. De lo contrario se repite el drama de la encarnación: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11).
Así, pues, los sacramentos no dispensan de seguir a Cristo, sino que, como decíamos al final del capítulo anterior,
celebran la vida dedicada a seguir a Cristo
y, precisamente por eso, evitan el estancamiento del creyente. Como dice San León Magno, «hay que completar en la propia vida lo que la celebración del sacramento inicia»
[25]
. Lo contrario sería, en expresión feliz de Bonhóeffer, «liquidar la gracia», darla a precio de saldo:
«La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar; es el perdón malbaratado, el sacramento malbaratado; es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia de donde la cogen unas manos desconsideradas para distribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos (…) La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas pueden quedar como antes»
[26]
.
De hecho, todos conocemos personas que, después de años «recibiendo» frecuentemente los sacramentos, no se caracterizan por su amor a los hermanos. ¿Qué cabe pensar de una teórica santificación progresiva que no se nota en el comportamiento del sujeto?
Así como la Iglesia ha afirmado que Dios se da con absoluta seguridad a través de los sacramentos, nunca ha dicho que se dé solamente a través de ellos. No hay un perfecto sincronismo entre el sacramento y la recepción de la gracia.
Puede preceder la gracia al sacramento
. Es muy interesante la razón con la que Pedro justifica el bautismo del centurión Cornelio: «¿Acaso puede alguien negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» (Hech 10, 47). Es decir, que no le bautiza
para que
reciba el Espíritu Santo, sino
porque
lo ha recibido.
Pero
también puede preceder el sacramento a la gracia
(lo que teológicamente ha recibido el nombre de «reviviscencia»).
Es más, si se exceptúa el orden y el matrimonio, la Iglesia ha afirmado siempre que es posible recibir la gracia mediante el sacramento de deseo. En el caso de la eucaristía, por ejemplo, dice Trento explícitamente que «quienes comen con el deseo el pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra por la caridad»
[27]
.
Es decir, que Cristo desborda a la Iglesia y a sus sacramentos. No ha quedado prisionero de ellos. Pero, naturalmente, del hecho de que la gracia también pueda obtenerse sin los sacramentos no se deduce que éstos sean superfluos.
Sin Iglesia y sin sacramentos Dios actuaría «de incógnito» y, precisamente por eso, su acción sería menos eficaz: antes de expresar algo solamente lo poseemos de un modo confuso; la expresión es siempre creadora de lo que expresa, y esto
incluso por puras leyes psicológicas
.
Abandonar la práctica sacramental equivale a situarse en un estado en el que no fuera necesario recurrrir a signos visibles para alimentarse de Dios. Tal estado existirá, desde luego, pero aún no existe: se trata de la «vida bienaventurada», la posesión definitiva de Dios. El vidente de Patmos dice de la Nueva Jerusalén: «No vi santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su santuario» (Ap 21, 22).
De hecho, todos los sacramentos son «signa prognostica»
[28]
que anticipan aspectos del Reino de Dios: el hombre definitivo (bautismo), el perdón final (penitencia), el banquete escatológico (eucaristía), etc. Pero, a la vez que lo anticipan, lo velan, porque el signo no es la realidad. Los sacramentos, como la Iglesia entera, se sitúan en tensión entre el «ya» y el «todavía no».
Los sacramentos, como la Iglesia, pertenecen al tiempo intermedio y desaparecerán cuando se manifieste el Reino de Dios en toda su plenitud. Pero no deben desaparecer antes de tiempo.
Un conocido principio dice que para captar la esencia de un fenómeno conviene estudiarlo allá donde se manifieste en su estado más puro. Pues si esto es así, creo que para comprender bien el bautismo no debemos fijar nuestra atención en el rito que nos resulta tan familiar del bautismo por efusión de los niños, sino en el bautismo por
inmersión
de los
adultos.
(Sólo a partir del siglo XIV el bautismo de inmersión fue sustituido por el de efusión, aunque siguió autorizado el anterior).
Imaginemos la escena: Hasta el siglo IV solía bautizarse en los ríos. Después se construyeron baptisterios en cuyo interior había una piscina. Los catecúmenos, ayudados por el ministro, se sumergían tres veces en el agua mientras éste pronunciaba la fórmula ritual: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».
El gesto habla por sí solo. Bastaba ver hundirse al neófito bajo las aguas y emerger después para que se supiera lo que estaba pasando allí: «El hombre viejo ha sido sepultado y un hombre nuevo ha salido al mundo»
[1]
.
Es una imagen muy conocida. Jesús dijo a Nicodemo que si quería entrar en el Reino de Dios necesitaba «nacer de nuevo» (Jn 3,3-6) y, de hecho, los anglosajones llaman a los convertidos
twice born
(«nacidos dos veces») para distinguirlos de los
once born
(«nacidos una vez»).
Lo mismo quería expresar el cambio de vestidos: Ya dentro del baptisterio los catecúmenos eran despojados completamente de sus vestiduras antes de penetrar en la piscina, y esta desnudez total simbolizaba, según los Santos Padres, el despojo del «hombre viejo»
[2]
. Una vez fuera de la piscina los neófitos eran nuevamente vestidos; pero ahora con una vestidura blanca como señal de que «se habían despojado de la tosca túnica del pecado y se habían revestido de los puros hábitos de la inocencia»
[3]
:
«Habéis sido enseñados a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 21-24; cfr. Col 3, 9-10).
Un momento antes de entrar en la piscina los neófitos aclaraban, mediante las
renuncias
, cómo era el «hombre viejo» que querían ahogar:
* ¿Renunciáis a creeros superiores a los demás, esto es, a cualquier tipo de:
— abuso;
— discriminación;
— fariseísmo, hipocresía, cinismo;
— orgullo;
— egoísmo personal;
— desprecio?
* ¿Renunciáis a inhibiros ante las injusticias y necesidades de las personas e instituciones por:
— cobardía;
— pereza;
— comodidad;
— ventajas personales?
* ¿Renunciáis a los criterios y comportamientos materialistas que consideran:
— el dinero como la aspiración suprema de la vida;
— el placer ante todo;
— el negocio como valor absoluto;
— el propio bien por encima del bien común?
[4]
A continuación, mediante la
profesión de fe
, esbozaban los rasgos del «hombre nuevo» que debía salir de las aguas bautismales:
¿Creéis en Dios Padre? (O sea, ¿creéis que, si Dios es nuestro Padre común, todos debemos vivir como hermanos?)
¿Creéis en Dios Hijo? (O sea, ¿creéis que merece la pena seguir a Cristo, hasta des-vivirse por los demás?)
¿Creéis en Dios Espíritu Santo? (O sea, ¿estáis dispuestos a dejaros llevar por El, renunciando de antemano a vuestros proyectos personales?)
Las renuncias y la profesión de fe no dejan lugar a dudas: Los bautizados pretenden hacer presente un modelo alternativo de hombre. Ha «nacido otro» (traducción literal de «alter-nativo »).
Naturalmente, las renuncias sólo tienen sentido en función de la profesión de fe. Suponen haber encontrado el «tesoro» y estar dispuestos a vender todo lo demás para hacernos con él (Mt 13, 44-46). O haber descubierto la grandeza del misterio de Cristo y considerar todo lo demás como «basura» con tal de ganar lo único que merece la pena de verdad (Flp 3,8).
Los Santos padres pensaron en seguida que la renuncia al pecado y la opción por la fe era una nueva alianza con Dios que sustituía a la del monte Sinaí. Pero, a diferencia de la Antigua Alianza, ahora no es un hombre (Moisés) quien acepta en nombre de todos. La pertenencia al pueblo de Dios se funda en la fe personal y cada cual debe responder por sí mismo.
El bautizado, como consecuencia de este pacto, pasa a ser propiedad de Dios. Es probable, incluso, que los cristianos convertidos del judaísmo, recordando su circuncisión, quemaran literalmente a los neófitos con una cruz
indeleble
para visibilizar que el bautismo supone un compromiso
definitivo
(de hecho, todavía hoy lo hacen así muchos cristianos orientales). El sello bautismal evocaría la costumbre antigua del tatuaje que los soldados llevaban para indicar su unidad de pertenencia, la señal que los amos grababan sobre sus esclavos o la marca a hierro candente sobre las ovejas de un rebaño.
De hecho, los Padres del siglo IV llamaban al bautismo
sphragís
(«sello»). San Gregorio Nacianceno explica así la denominación: «Es un sello que significa la soberana propiedad de Dios sobre el bautizado»
[5]
. Entre nosotros el «sello» ha quedado reducido a la señal de la cruz que el ministro hace sobre la frente del neófito.
La costumbre del bautismo de los niños nos ha hecho perder de vista la magnitud del
desgarramiento
interior que suponía a muchos adultos tomar una decisión semejante, y que en la Iglesia de Roma se preparaba a lo largo de tres años de catecumenado. Quizás las luchas y angustias de San Agustín hasta que se decidió a dar el paso puedan ayudarnos a comprender la seriedad del bautismo:
«Pegado todavía a la tierra, rehusaba entrar en tu milicia (…). Decía:
Ahora… En seguida… Un poquito más.
Pero este
ahora
no tenía término y este
poquito más
se iba prolongando (…) Rehusaba aquello, pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los argumentos. ¡Oh, Dios mío! Me gritaban todos mis huesos que debía ir a Ti (…) Con todo, no iba.
Cuando yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor, Dios mío, conforme hacía ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería; y el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente, ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo.
Y decíame a mí mismo interiormente: «¡Ea! Sea ahora, sea ahora»; y ya casi pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer (…) pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado. Tal era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo»
[6]
.
Muchos hombres se sentirían hoy tan paralizados como San Agustín a la hora de adquirir un compromiso tal. Sin saber qué circunstancias nos rodearán mañana, ¿quién se atreverá a escribir por adelantado su autobiografía?
Pero realmente esa decisión por la que el hombre toma con firmeza las riendas de su propia vida, sin dejarse arrastrar por las influencias de cada instante, es lo que le constituye como hombre. Nietzsche escribió en cierta ocasión que
el hombre es distinto del animal porque puede hacer promesas
[7]
.