Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Algunos, desgraciadamente, seducidos por los falsos encantos del viejo mundo de pecado, rompen su compromiso y vuelven a la vida de antes abandonando la comunidad cristiana. Si más adelante se arrepintieran, la Iglesia —tras obtener unas garantías de que esa segunda conversión es auténtica— procedería a reconciliarlos mediante el sacramento de la penitencia, que es como un «segundo bautismo»
[11]
o una «segunda tabla de salvación»
[12]
.
¿Cuántas veces podrá ocurrirles esto a lo largo de la vida? Desde luego, muy contadas. Es inimaginable que una opción fundamental pueda romperse y restaurarse cada cierto tiempo. Pongamos un ejemplo: Frecuentemente la Sagrada Escritura habla de las relaciones del hombre con Dios utilizando como símil esa otra opción fundamental de la vida que es el matrimonio (cfr. Oseas). Pues bien, ¿cabe en alguna cabeza que un hombre se pase la vida entera divorciándose y volviéndose a casar con su mujer? ¿O que un sacerdote se secularice diez veces y otras tantas se reincorpore al ministerio?
La no reiterabilidad hasta el siglo VI del sacramento de la penitencia, aun reconociendo su excesivo rigor, anunciaba muy claramente que cosas tan serias y trascendentales como el pecado, la amistad con Dios, la vida y la muerte eternas, no pueden estar sometidas a continuos vaivenes.
En cambio, cuando la mayoría de los cristianos de hoy creen haber roto la opción bautismal —eso es el pecado mortal— varias veces en un mismo año y haber sido perdonados otras tantas veces, uno se asombra ante semejante frivolidad. Se trata de personas cuyos pecados son superficiales, su arrepentimiento es necesariamente también superficial y, por tanto, el efecto del sacramento es bien poco perceptilbe. Es posible, incluso, que tales personas en el fondo no sean capaces de romper la opción fundamental porque ni siquiera la han hecho.
Muchos piensan que podrían «arreglar sus cosas» a solas con Dios, sin necesidad de recurrir al sacramento de la penitencia. Ante todo les diría que eso supone olvidar una profunda exigencia antropológica: Que en la vida del hombre las cosas importantes, los acontecimientos decisivos, reciben la consagración de un rito; se celebran y se convierten en fiesta. La conversión y la reconciliación no pueden ser una excepción. Ambas cosas deben celebrarse.
Pero hay todavía otra razón teológica. En el
Confíteor
decimos: «Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho…». No sería posible confesarse a los hermanos si todo pecado no fuera también un pecado contra ellos. Pero así es realmente. Los cristianos no decimos como el salmista: «Contra Ti, contra Ti
sólo
he pecado» (Sal 51, 6). Todo pecado —incluso aquel que por ser secreto no produce escándalo— es también un pecado contra la Iglesia porque la ataca en una de sus notas esenciales, que es la santidad.
Y si el pecado no es sólo una infidelidad hacia Dios, sino que hiere igualmente a la Iglesia, parece necesario reconciliarse también con ésta. De hecho, el sacerdote no actúa sólo «in persona Christi», sino también «in persona Ecclesiae», de modo que «quienes se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando»
[13]
.
Es más, podemos afirmar que ambas reconciliaciones no son sólo simultáneas, sino que la reconciliación con la Iglesia produce la reconciliación con Cristo. San Agustín así lo afirma: «Pax Ecclesiae dimittit peccata»
[14]
. La explicación es muy sencilla: Dado que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo —«da cuerpo» a Cristo— la reconciliación con ella es signo, y signo eficaz, de la reconciliación con Cristo: «A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados» (Jn 20, 23).
Así, pues, la reconciliación con Cristo —maravillosa, pero invisible— se hace sacramentalmente presente en la reconciliación visible con la Iglesia. El abrazo reconciliador de la parábola del hijo pródigo adquiere visibilidad en la imposición de manos del sacerdote sobre el penitente.
Evidentemente, la reconciliación con la Iglesia resulta mucho más expresiva en las celebraciones comunitarias del sacramento de la Penitencia, que —en principio— deben ser preferidas
[15]
.
Vamos a plantearnos ahora una nueva pregunta: ¿Es fácil obtener el perdón de Dios? La respuesta sólo aparentemente es contradictoria: El perdón de Dios es, a la vez, muy fácil y muy difícil.
Muy fácil
por lo que a El se refiere. Los evangelios están llenos de concesiones gratuitas de perdón. He aquí algunos ejemplos: «…Volviéndose a la mujer, le dijo: "Tus pecados quedan perdonados". Los comensales empezaron a decirse para sí: "¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?" Pero él dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado. Vete en paz"» (Lc 7, 48-49). Del publicano —que todo lo que había hecho fue pedir perdón desde el final del templo— dijo Jesús: «Os digo que éste bajó a su casa justificado» (Lc 18, 14). Pero aún tenemos ejemplos más impresionantes: el del hijo pródigo, el de la mujer adúltera, el del buen ladrón… Una sola palabra dirigida a Jesús en la cruz le bastó al buen ladrón para borrar todas sus culpas y reparar toda una vida de pecados: «Yo te aseguro: Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).
Por parte de Dios no existe, pues, ninguna dificultad para perdonar. Pero a la vez debemos afirmar que obtener su perdón es
muy difícil
por parte nuestra, porque
el pecado no es sólo algo que debe ser perdonado, sino también erradicado
. La teología moral clásica expresó esta idea con la categoría de «restitución». La justicia que se dejó de hacer, además de ser olvidada, debe ser «restituida».
Ni el mismo Dios puede conceder el perdón si falta la conversión, y esto no porque sea poco generoso, sino porque es intrínsecamente imposible, contradictorio en sí mismo. Una reconciliación es cosa de dos. El padre del hijo pródigo está deseando su vuelta, pero no puede dispensar al hijo de volver porque precisamente la esencia de la reconciliación es restablecer las relaciones familiares.
La forma actual de celebrar el sacramento de la Penitencia, obteniendo la absolución inmediatamente después de la confesión, expresa a las mil maravillas lo fácil que es perdonar para Dios. En cambio la penitencia canónica de la Iglesia antigua, con su duro proceso penitencial entre la confesión y la absolución, expresa qué difícil es para el hombre obtener el perdón. ¡Desgraciadamente, uno no puede quitarse de encima el pecado con la misma facilidad con que se quita la chaqueta!
La consideración de ambas prácticas simultáneamente nos da una visión completa de la realidad, mientras que por separado corren el peligro de deformarla.
El rigorismo de la Iglesia antigua podía conducir al olvido de que el perdón de Dios es gratuito, y hacer creer al penitente que se lo ganaba mediante una especie de
do ut des
. ¡Como si Dios fuera un Dios vengativo, capaz de retener su perdón hasta que hayamos pagado la última parte de nuestra deuda!
El peligro del sistema actual es el inverso: Que lleve a ignorar la seriedad de la lucha contra el pecado. Tengo la sospecha, en efecto, de que para no pocos cristianos la confesión es un acto parecido al que realiza aquel que recita sus pecados ante la piedra negra de la Meca, o sobre el macho cabrío del sacrificio de expiación, destinado a perderse en el desierto llevando sobre él los pecados de todo el pueblo (cfr. Lev 16, 20-22). Es decir, que han convertido la confesión en un instrumento para liberarse mágicamente de la culpa sin que cambie nada en su vida real.
Es necesario repetirlo una vez más: Si los sacramentos son celebraciones de la vida,
el sacramento de la Penitencia no sustituye a la conversión, sino que la celebra
.
Nuestras confesiones han quedado marcadas por aquel decreto del Concilio de Trente que pedía confesar «todos y cada uno de los pecados mortales», así como «las circunstancias que cambian la especie del pecado»
[16]
. Semejante exigencia hacía que los temperamentos escrupulosos se angustiaran ante la simple sospecha de no haber cumplido con la exactitud requerida. Además, la confesión tenía demasiadas similitudes con un atestado policíaco como para no resultar odiosa.
Es verdad que Trente habló de la «estructura judicial» del sacramento, pero no debe olvidarse que se trata de una analogía («a modo de acto judicial»
[17]
), que en absoluto puede tomar como modelo a los procesos civiles, y que requiere integrarla con otras imágenes, como la medicinal (proceso de sanación) y la pastoral (el pastor que busca y carga sobre sus hombros a la oveja perdida).
Aquel decreto tridentino era deudor de la metafísica aristotélica, para la cual se conocía a un ser cuando se le conseguía definir según su género, número, especie y circunstancias
[18]
; pero de ninguna manera es válido para la concepción actual del pecado como una actitud interior de la que el acto pecaminoso es solamente una expresión o un síntoma.
El conocimiento de esas actitudes interiores no se logra mediante una enumeración de actos aislados, sino en un clima de encuentro humano, es decir, de diálogo y confidencia entre el sacerdote y el penitente (que, por descontado, se favorecerá en un marco físico diferente del confesonario clásico). De hecho, el Ritual de 1975 pide, sí, que la confesión sea íntegra, sin excluir ningún pecado grave, pero omite cualquier referencia a lo del género y número
[19]
.
La necesidad de la confesión íntegra no debe justificarse tanto como antaño por la necesidad que tiene el juez humano (el sacerdote) de conocer bien la «causa» que debe fallar
[20]
, sino por la necesidad que tiene el penitente de presentarse «sincero ante Dios» (cfr. Am 4, 12). Y esto no es frecuente conseguirlo. Pocas empresas existen hoy más difíciles que la de conocerse a sí mismo.
Pascal escribió: «Es tan peligroso para el hombre conocer a Dios sin conocer su propia miseria, como conocer su miseria sin conocer a Dios»
[21]
. Pues bien, lo que nuestros contemporáneos necesitan encontrar en el sacerdote es alguien capaz de situarles, en sinceridad y verdad, a la vez ante su propia realidad y ante la santidad de Dios, para que puedan decir seriamente como David «he pecado» y después aceptar esperanzados el ofrecimiento del perdón.
Como hemos visto, el sacramento de la Penitencia fue instituido para perdonar los pecados graves, y durante los siete primeros siglos del cristianismo únicamente esos pecados podían someterse al sacramento. Para perdonar los pecados leves —que, como hemos dicho, sólo en sentido analógico merecen el nombre de pecado— existían otras formas. Dios viene a nuestro encuentro y nos perdona a través de los mil caminos de la vida, siempre que haya un corazón sincero. Se ha hecho clásica una lista de Orígenes que —desde luego— no es exhaustiva:
«Escucha ahora cuántas son las remisiones de los pecados que se contienen en el Evangelio: En primer lugar está aquella por la que somos bautizados para la remisión de los pecados. La segunda remisión está en sufrir el martirio. La tercera se obtiene mediante la limosna, pues el Señor dijo: "Dad de lo que tenéis y todo será puro para vosotros" (Lc 11, 41). La cuarta se obtiene precisamente cuando perdonamos las ofensas a nuestros hermanos (Mt 6, 14). La quinta cuando uno rescata de su error a un pecador, pues la Escritura dice: "Aquel que recobra a un pecador de su error salva su alma de la muerte y cubre la multitud de los pecados" (Sant 5, 20). La sexta se cumple por la abundancia de la caridad, según la palabra del Señor: "Sus pecados le son perdonados porque ha amado mucho" (Lc 7, 47). Hay todavía una séptima, áspera y penosa, que se cumple por la penitencia, cuando el pecador baña su lecho con lágrimas y no tiene vergüenza en confesar su pecado al sacerdote del Señor, pidiéndole curación»
[22]
.
Desde el IV Concilio de Letrán, en 1215, aunque ya se admitía la confesión de los pecados veniales, solamente se prescribió la confesión anual a los cristianos que se reconocieran culpables de pecado grave
[23]
. Iguamente Tiento, admitiendo la posibilidad de confesar los pecados veniales
[24]
, recuerda la doctrina clásica de que éstos pueden ser perdonados también por otros medios y el sacramento de la penitencia es propiamente para los mortales
[25]
.
Cuando de verdad se generalizó la práctica de la confesión frecuente por devoción fue ya en el siglo XX, como consecuencia de la invitación a comulgar a diario. Suele citarse, sobre todo, la recomendación que hizo Pío XII en la encíclica Mystici Corporis Christi
[26]
.
Sin duda, como dice Rahner, «la historia de la confesión por devoción demuestra que una vida verdaderamente espiritual no exige necesariamente siempre y en todas las circunstancias esa costumbre de confesar: De hecho ha sido desconocida durante siglos»
[27]
.
Eso no quita que pueda ser muy útil, sobre todo cuando se une a un buen acompañamiento espiritual. En el capítulo anterior proponíamos llamar «herida pecaminosa» al pecado venial y decíamos que puede haber heridas peligrosas, incluso peligrosísimas, ya antes de que se llegue al pecado mortal. Pues bien, resulta obvio que los enfermos y los heridos deben acudir al médico cuando se encuentran en tal situación.
En todo caso,
la norma no debe ser una periodicidad determinada, sino la autenticidad
.
Falta una última observación sobre el estado de ánimo que exige el sacramento de la Penitencia.
Hemos hecho de los confesonarios muebles tristes colocados en el lugar más oscuro del templo. En ellos parece como si, más que un encuentro con Cristo, tuviera lugar un ajuste de cuentas.
Sin embargo, Jesús no habla de rendir cuentas, sino de anunciar la Buena Noticia del perdón de los pecados a todas las naciones (Lc 24, 47). Es significativo que las «confesiones» del Evangelio terminan siempre en fiesta: en el caso de Zaqueo, Jesús mismo se invita a comer en su casa; Mateo convidó a los que habían sido sus compañeros de pecado y les ofreció una alegre comida; para celebrar el regreso del hijo pródigo se mató el ternero cebado y hubo música…