Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (8 page)

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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

BOOK: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios
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Tras la resurrección, los discípulos empezaron a relacionarse con él como podrían hacerlo con Dios:

— Igual que Jesús se había dirigido al Padre en el momento de la crucifixión, Esteban se dirige a Jesús cuando le están quitando la vida: «Señor Jesús, recibe mi espíritu (…) Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hech 7, 59-60).

— Los cristianos serán conocidos como «los que invocan a Jesús» (Hech 9, 14.21), lo cual es significativo porque el Antiguo Testamento promete la salvación a los que invocan el nombre de Dios.

— En nombre de Jesús —y no en nombre de Dios, como los profetas del Antiguo Testamento— Pedro cura al tullido de la Puerta Hermosa (Hech 3,6).

— El Apocalipsis describe a Jesús con símbolos y predicados que cuadran a Dios: Es «el primero y el último», «Alfa y Omega», «Principio y Fin» (1, 8. 17; 2, 8; 21, 6; 22, 13…).

Pero, curiosamente, a pesar de todo lo anterior los autores del Nuevo Testamento evitaron llamarle «Dios». Casi siempre utilizaron expresiones menos directas: «Hijo de Dios» (Mc 1, 1), «Palabra de Dios» (Jn 1, 1), «Imagen de Dios» (2 Cor 4, 4; Col 1, 15)… Y en las seis únicas ocasiones en que le llaman Dios se cuidan muy bien de no hacerlo como lo hacen con el Padre: El Padre es siempre
ho Theos
(«el» Dios), y Jesús es
Theos
, sin artículo.

Podríamos traducir todo esto diciendo que Jesús es aquel ser que resulta cuando el Hijo eterno de Dios se autoexpresa (encarna) de manera definitiva e insuperable; cuando Dios se aliena para poder ser visible ante el hombre y empieza a ser otro sin dejar de ser Él mismo.

Ya desde San Agustín suele decirse así:
Jesucristo es el sacramento de Dios
[12]
. Anticipemos que sacramento es un signo visible de algo invisible y que además hace realmente presente aquello que significa. Pues bien, Jesús es la «Imagen de Dios invisible» (Col 1, 15) y le hace
realmente presente
, tanto que «en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5, 19). Cuando Jesús habla, perdona o alienta, es Dios quien habla, perdona o alienta. Por eso puede decir a Felipe: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9).

Cristo es Dios de una manera humana y hombre de una manera divina. Cuanto hace y dice es a la vez humano y divino. Lo humano es expresión de lo divino y lo divino se expresa a través de lo humano.

La afirmación «Jesús es sacramento de Dios» ha circulado frecuentemente entre nosotros en una versión taquigráfica: «Jesús es Dios». Indudablemente, se trata de una correcta, pero —transmitida de unos a otros como una «pildora catequética» de la que no importa ignorar su contexto— puede producir malentendidos.

La Iglesia ha trazado una frontera que no debemos traspasar al condenar el
monofisismo
, para el cual lo humano de Jesús se disolvería en lo divino como una gota de vinagre en el océano y quedaría exclusivamente la naturaleza divina
[13]
. Ni que decir tiene que un Jesús monofisita sería tan mitológico como aquellos dioses que, según el canto XX de la Ilíada, bajan a Troya para comer, cantar y, si se tercia, llegar a las manos.

Lo lamentable es que hay cristianos que se creen paladines de la ortodoxia y entienden en sentido monofisita la frase «Jesús
es
Dios», porque identifican sin más el sujeto y el predicado. Eso se puede hacer cuando decimos «el Padre es Dios» (o «el Hijo es Dios», o «el Espíritu es Dios»), pero no cuando decimos «Jesús —el Hijo
encarnado
— es Dios», por más que gramaticalmente parezcan iguales las cuatro frases. Como dice el P. Rahner: «No todo el que se escandaliza de la frase "Jesús es Dios" tiene que ser por ello heterodoxo. Si ya la fe es un misterio, no la gravemos encima con tergiversaciones mitológicas »
[14]
.

6
El precio de la redención

Como vimos en el capítulo anterior, «en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5, 19). Pero, ¿cómo lo hizo?

Una explicación sombría de la redención

En el mundo católico ha tenido especial difusión la teoría de la
satisfacción vicaria
, cuya formulación clásica se debió a la pluma de San Anselmo, arzobispo de Canterbury del siglo XI: El pecado había ofendido la dignidad de Dios, y no podía ser perdonado sin ofrecerle antes un justo desagravio. El hombre, aunque llegara a ofrecer la vida misma en desagravio, no estaría ofreciendo en realidad nada, puesto que había merecido la muerte con creces, de modo que fue Cristo quien decidió entregar su vida a Dios en el Calvario. Ahora las cosas cambian. La justicia exigía que el Padre recompensara a su Hijo el sacrificio que acababa de realizar, y —como éste no necesitaba nada para sí mismo— pidió que su mérito fuera transferido a los hombres. De esta forma Jesús hizo posible que el Padre perdonara a la humanidad.

Escuchemos al mismo San Anselmo en diálogo con su discípulo Boson:

«
Boson
. Por una parte veo la necesidad de la recompensa, y por otra, su imposibilidad, porque es necesario que Dios dé lo que debe y no tiene a quién dárselo.

Anselmo
. Pues si no se da tanta y tan merecida recompensa ni a Cristo ni a otro, parece como si el Hijo hubiera realizado inútilmente tan gran empresa.

Boson
. Eso no se puede pensar.

Anselmo
. Entonces es necesario que se dé a algún otro, ya que no se puede a Él. Boson. Es una consecuencia inevitable.

Anselmo
. Si el Hijo quisiera dar a otro lo que se le debe, ¿tendrá el Padre derecho a prohibírselo, o negárselo a aquel a quien se lo dé?

Boson
. Más bien creo justo y necesario que el Padre se lo dé a quien el Hijo quisiera, puesto que es lícito al Hijo dar lo que es suyo, y lo que el Padre le debe sólo puede darlo a otro.

Anselmo
. ¿Y qué cosa más conveniente que diera ese fruto y recompensa de su muerte a aquellos por cuya salvación se hizo hombre…?»
[1]
.

Otra explicación parecida —de especial difusión en las Iglesias protestantes— es la teoría de la
sustitución penal
, según la cual Jesucristo nos sustituyó en la cruz para padecer en nuestro lugar el castigo que merecíamos. Oigamos a Lutero:

«Dios envió a su Hijo único al mundo y colocó sobre él los pecados de todos los hombres, diciéndole: "Eres Pedro el renegado, Pablo el perseguidor, David el adúltero, eres ese pecador que come la manzana del paraíso… en resumen: Eres la persona que ha cometido los pecados de todos los hombres". Vino entonces con la Ley y dijo: "Te hallo pecador; como has cargado con los pecados de todos los hombres, ya no veo pecado más que en ti. Es necesario, pues, que mueras en la cruz". Entonces se precipitó sobre él y le condenó a muerte. De esa forma, el mundo quedó libre y purificado de sus pecados»
[2]
.

Bossuet, en un sermón del viernes santo, da un tratamiento especialmente dramático a esa sustitución penal:

«En medio del desamparo, Dios iba realizando en Jesucristo la reconciliación del mundo, dejando de imputarle sus pecados: Al mismo tiempo que golpeaba a Cristo, abría sus brazos a los hombres; (…) Su cólera se apaciguaba al descargarse; golpeaba a su Hijo inocente que luchaba con la cólera de Dios. Esto es lo que se llevó a cabo en la cruz; hasta el momento en que el Hijo de Dios, leyendo en los ojos del Padre que ya estaba totalmente aplacado, vio que había llegado por fin la hora de dejar este mundo»
[3]
.

¡Dios no es un sádico despiadado!

Afortunadamente a estas teorías nunca les faltaron contradictores. He aquí sus críticas:

Es INJUSTO por parte de Dios pedir la vida de un inocente en vez de la de los verdaderos culpables, y complacerse en su muerte hasta el extremo de no poder perdonar sin ella al mundo. Salvador de Madariaga dice con mucha gracia: «…Si al fin fuere a resultar que la justicia divina funcionaba como la audiencia de Valladolid…; no, ni pensarlo»
[4]
.

Es ABSURDO suponer que nos reconciliamos con Dios mediante un acto —el asesinato de su Hijo— que, objetivamente hablando, es un crimen todavía mayor que el pecado que pretende reparar. Un Yutang, un cristiano chino que se preparaba para ser pastor protestante y acabaría perdiendo la fe, escribe:

«Aún más absurda me pareció otra proposición. Se trata del argumento de que cuando Adán y Eva comieron una manzana durante su luna de miel, se enfureció tanto Dios que condenó a su posteridad a sufrir de generación en generación por ese pequeño pecado, pero que cuando la misma posteridad mató al único hijo del mismo Dios, Dios quedó tan encantado que a todos perdonó»
[5]
.

Además, en esta teoría
el gran perdedor es Dios
, que queda muy mal parado. Se parece demasiado a un señor feudal absoluto, dueño de la vida y de la muerte de sus siervos. ¡«El caníbal del cielo», le llama un no creyente al saber qué precio exigió para perdonar
[6]
! Difícilmente se puede evitar la sospecha de que la imagen de ese Dios se ha obtenido más por proyección de las relaciones humanas de opresión que a partir del Dios- Amor que se revela en Jesucristo.

Dios Padre,
más que colaborar en la redención, aparece como el verdadero obstáculo que hay que vencer para conseguirla
. ¿No será a consecuencia de esa idea tan sombría de la redención que los cristianos hemos tenido tan poco aspecto de redimidos, como hacía notar críticamente Nietzsche?:

«No conocían otra manera de amar a su Dios que clavando a los hombres en la cruz. Pensaron vivir como cadáveres y vistieron de negro su cadáver; hasta en su discurso percibo todavía el olor malo de las cámaras mortuorias… Mejores cánticos tendrían que cantarme para que aprendiese a creer en su Redentor y más redimidos tendrían que parecerme sus discípulos»
[7]
.

Por último, da la impresión de que en esas explicaciones la redención se limita a una sentencia de Dios por la que declararía cancelada la deuda, pero no se ve que por eso tenga que desaparecer la incapacidad para hacer el bien que resultó del pecado original. Y, de hecho, Lutero sostenía que el hombre, tras la redención, seguía siendo tan pecador como antes, lo único que pasa es que Dios empieza a mirarle
como si
ya no lo fuera.

No hace falta aplacar a Dios

Tanto San Anselmo como Lutero daban por supuesto que Dios, antes de perdonar, exigía una satisfacción. Sin embargo, en los Evangelios vemos que Jesús nunca exige una expiación o reparación previa para perdonar los pecados. Ofrece, por el contrario, un perdón inmerecido y gratuito, seguido —eso sí— de una conversión personal. Los pecadores, ante Jesús, descubrían lo que jamás se habrían atrevido a soñar: Que Dios les aceptaba a pesar de que sus manos estaban vacías.

Así, pues, no ha sido necesario aplacar a Dios. Su daño fue el daño del hombre, y por eso su satisfacción es simplemente la restauración del bien en el corazón humano. El mismo Santo Tomás estaba convencido de que «no recibe Dios ofensa de nosotros sino por obrar nosotros contra nuestro bien»
[8]
.

Es verdad que en el Nuevo Testamento se habla repetidas veces de la redención de Cristo en términos de liberación mediante el pago con su sangre de un rescate. Por ejemplo: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1 Pe 1, 18-19).

Pero no debemos olvidar que, a diferencia de otros pueblos, en Israel nunca se había considerado la sangre humana como sangre sacrificial y expiatoria. En el templo se ofrecía tan sólo la sangre de animales. Sería, por tanto, impensable que la muerte de Cristo suponga retroceder a un primitivismo que Israel había superado ya. Otra cosa es que —en sentido figurado y analógico— se pueda decir que Jesús ofreció su sangre a Dios.

Lo importante es enderezar al hombre

Así, pues, el problema de desagraviar a Dios, que tanto preocupó a San Anselmo y a Lutero, era un falso problema. Dios está siempre dispuesto a conceder gratuitamente su perdón. El auténtico problema al que debe enfrentarse la redención es más bien este otro: ¿Cómo librar al hombre del poder del pecado?

San Ireneo decía, con mucho sentido común, que «no hay otra forma de desatar lo que ha sido atado que volver a pasar en sentido inverso la cuerda que formó el nudo»
[9]
. O, con otras palabras, si el pecado se reduce en última instancia a una falta de amor, la redención tiene que consistir necesariamente en lo contrario. Así, pues, el Hijo de Dios ha venido, sin duda, para traer al mundo un poco de amor —que es de lo que andábamos escasos—, y no más sufrimiento.

Abelardo, en su polémica con San Anselmo, vio muy claramente que
sólo el amor es redentor
:

«Nuestra redención es aquel amor sumo radicado en nosotros por la pasión de Cristo, que no sólo nos libra del pecado, sino que nos adquiere la verdadera libertad de los hijos de Dios»
[10]
.

El error de Abelardo estaba en reducir la redención al
ejemplo
de amor que nos dio Cristo. Ya San Bernardo se dio cuenta de que eso no era suficiente y le respondió: «¿Conque enseñó la justicia y no la dio; manifestó la caridad, pero no la infundió?»
[11]
.

La objeción de San Bernardo es justa. Si Cristo se hubiera limitado a darnos buen ejemplo
desde fuera
, estaríamos ante una especie de
pelagianismo
: El hombre se salvaría por su propio esfuerzo. Imitando a Jesús, sí, pero también podría prescindir de Jesús e imitar otros buenos ejemplos
[12]
.

En realidad Jesús no aportó simplemente una buena conducta, ni siquiera una conducta mejor que cualquier otra, sino
la posibilidad misma de que haya buenas conductas
. Cristo injertó semilla divina en nuestra tierra humana. Para los Padres Orientales la redención es, sobre todo, un misterio de comunión, de participación en la vida de Cristo. San Pablo expresa esa incorporación a Cristo con la imagen del injerto (cfr. Rom 11, 17-24) y con multitud de preposiciones: Vivimos
en
Cristo (Col 2, 11),
con
Cristo (Col 2, 12-20; Ef 2, 6; Rom 6, 4-6),
por
Cristo (Gal 6, 14; Rom 7, 4)
de
Cristo (Gal 5, 24)… Y los Padres griegos llevarán al extremo su atrevimiento al decir que «Dios se hizo hombre para que nosotros nos hiciéramos dioses»
[13]
. En un capítulo posterior veremos cómo esa tarea la realiza el Espíritu Santo que, tras la resurrección de Cristo, ha sido derramado en nuestros corazones (cfr. Rom 5, 5).

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