Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (5 page)

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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

BOOK: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios
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Pues bien, las cosas no fueron así en absoluto. Los apóstoles reconocieron en Jesús al Hijo de Dios únicamente a partir de su resurrección, pero, convencidos de que lo era ya desde el nacimiento, quisieron contarnos su vida de forma que nosotros no tardáramos tanto como ellos en descubrirlo. Recordemos que el talante midráshico no vacila en dejar correr la fantasía para servir mejor a la teología que a la historia.

Y ahora es muy difícil separar en cada caso los hechos y palabras que realmente son históricos del ropaje midráshico con que han llegado hasta nosotros. Seleccionarlos «ipsissima verba et facta lesu» (las mismísimas palabras y obras de Jesús) es una auténtica cruz para los exegetas, a pesar de que el Nuevo Testamento, traducido a mil quinientas lenguas, es, sin duda, el libro más y mejor analizado de toda la historia de la literatura.

Hoy existe la convicción generalizada de que
es imposible escribir una biografía detallada de Jesús
.

Por no saber, ni siquiera sabemos exactamente cuándo nació. Probablemente fue el año 6 ó 7 a.C. Desde luego, «en tiempos del rey Herodes» (Mt 2, 1) y, por tanto, antes del año 4 a.C, fecha en que falleció Herodes I. De modo que por un error de Dionisio el Exiguo —abad de un monasterio romano al que se encomendó en el siglo VI hacer los cálculos para implantar el calendario cristiano— nos encontramos con la paradoja de que Cristo nació «antes de Cristo».

Tampoco consta que naciera el 25 de diciembre. En esa fecha celebraba el mundo romano la fiesta del dios Sol, y al cristianizarse el Imperio se empezó a conmemorar en su lugar el nacimiento de Jesús, simplemente porque alguna fecha había que elegir y, al fin y al cabo, «Cristo es nuestro nuevo sol»
[5]
.

Cabe incluso la posibilidad de que Jesús no naciera en Belén, sino en Nazaret; pero siendo este lugar irrelevante desde el punto de vista teológico (cfr. Jn 1, 46), Lucas adelantó unos años el censo de Augusto —que realmente debió ser el año 6 d.C.— para que pudiera nacer en Belén (2, 1-7), donde «debía» nacer: «Tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquel que ha de dominar en Israel» (Miq 5, 1; cfr. Mt 2, 4-6).

¿Qué decir de los milagros?

Tampoco es fácil determinar con exactitud cómo fueron los milagros de Jesús.

Desde luego, parece indudable que en él se dieron acciones singulares que sus enemigos atribuyeron a «causas diabólicas» (Me 3, 22) y sus discípulos al poder de Dios. De hecho, el Talmud (siglo IV) dice de Jesús que «practicó la hechicería y sedujo a Israel»
[6]
, y San Justino se queja de que los judíos «tuvieron el atrevimiento de decir que era un mago y seductor del pueblo»
[7]
.

Los evangelios narran con detalle más de treinta milagros realizados por Jesús (tres resurrecciones, ocho milagros sobre la naturaleza —como la tempestad calmada o la transformación del agua en vino— y veintitrés curaciones). Además hablan de forma genérica de «otras muchas» curaciones.

Pero resulta difícil determinar cómo transcurrieron los hechos porque en las narraciones evangélicas observamos el mismo proceso de amplificaciones sucesivas a partir de un sobrio relato inicial que ya vimos en las plagas de Egipto: Se pasa de un enfermo (Me 10, 46; 5, 2) a dos (Mt 20, 30; 8, 28); de cuatro mil alimentados (Me 8,9) a cinco mil (Me 6, 44); de siete canastas sobrantes (Me 8, 8) a doce (Me 6, 43)…

Sí está a nuestro alcance, en cambio, interpretar correctamente el significado de los milagros. El mejor camino para ello es comparar los milagros evangélicos con otras colecciones de «milagros». Disponemos de varias, porque en aquel tiempo los magos gozaban de general credibilidad (el hecho de que todo un naturalista como Plinio afirme con absoluta seriedad que cierta planta judía no florecía los sábados puede hacernos intuir hasta dónde llegaba la credulidad de los contemporáneos de Jesús).

Los contrastes hablan por sí solos. En las colecciones de milagros ajenas al Evangelio es fácil encontrar:

1. Milagros curiosos, teatrales y jocosos, como el descrito en la tercera inscripción del templo dedicado a Esculapio en Epidauro: Istmonike pidió quedar embarazada, y se le cumplió el deseo. Como al cabo de tres años no había dado todavía a luz, volvió al santuario y Esculapio le explicó que ella sólo había pedido un embarazo, no un parto
[8]
.

2. Milagros lucrativos. En la cuarta inscripción de dicho templo consta cómo el mismo Esculapio fijó los honorarios que debía percibir por complacer a sus «clientes».

3. Milagros punitivos, normalmente por desconfiar o no pagar diligentemente los honorarios
[9]
.

4. Y hasta milagros para alcanzar fines inmorales o amores ilegítimos, como los que podemos encontrar en los Diálogos de Luciano de Samosata
[10]
.

Pues bien, resulta obvio que los Evangelios nos trasladan a un paisaje diferente; tanto es así que ni siquiera suelen emplear la palabra
thauma
(«milagro»). Juan habla casi siempre de
semeia
(«signos», «señales») y, de hecho, Jesús se queja de que los hombres valoren habitualmente sus milagros por la utilidad que les reportan, sin llegar a captar su significado último: «Vosotros me buscáis no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis hartado» (Jn 6, 26).

Puesto que Jesús pretende comunicar un mensaje a través de sus milagros, procede a una cuidadosa selección de los mismos. Rechaza como tentación satánica los que no pasarían de ser una simple exhibición personal (Mt 4, 1-11; Lc11, 29); y a Herodes, que esperaba asistir a una demostración de su poder, ni siquiera le dirige la palabra (Lc23, 8-9).

Sus milagros son, por el contrario, para vencer los diversos males que afligen al hombre (enfermedad, hambre, muerte…); son —para decirlo de una vez—
signos que manifiestan la presencia del Reino de Dios
. Por eso, cuando le preguntan los discípulos del Bautista si él es el Mesías que había de venir o tienen que seguir esperando a otro, responde: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los sordos oyen; los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11, 4-5).

Precisamente porque sus milagros hacen presente el Reino de Dios y éste es un don gratuito de Dios, Jesús jamás pide una recompensa por sus curaciones y desea que sus discípulos obren de la misma manera: «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10, 8).

De la misma forma, puesto que el Reino de Dios es salvación para la humanidad, sus milagros tampoco tienen nunca el carácter de castigo o venganza, y cuando los discípulos hablan de pedir que baje fuego del cielo sobre un pueblo que no le había querido recibir, les reprendió: «No sabéis de qué Espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos» (Lc9, 55).

Así, pues, la aparición de un mundo nuevo explica los milagros de Jesús: Son anticipos de la victoria definitiva del bien sobre el pecado, la enfermedad y la misma muerte. Si Juan los llamaba
semeia
(«signos»), Marcos los llama
dynamis
(«fuerza») del Reino.

Un hombre libre

Esa fue la gran noticia que trajo Jesús a la humanidad: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertios y creed en la Buena Nueva» (Me 1, 14-15).

Él nunca explicó apodícticamente qué era el Reino de Dios. Lo mostró con su vida y con sus obras: Una nueva forma de existencia en la que cualquier hombre será hermano para otro hombre porque todos reconocerán a Dios como Padre; donde habrán desaparecido las enfermedades y hasta la muerte habrá sido vencida… en resumen: La salvación.

Al dar un valor absoluto al Reino, Jesús relativizó todo lo demás. Debido a eso se caracterizó por una
insobornable libertad
:

Se mantuvo
libre frente al dinero
y lo inculcó así a los suyos:

«No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis… Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta… Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 25-33).

Se mantuvo
libre frente a la ambición de honores y poder
:

«Dándose cuenta de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo» (Jn 6, 15).

Se mantuvo
libre frente a los poderosos
, a los que no parecía temer en absoluto:

«Le dijeron: Herodes quiere matarte (…) y él les dijo: Id a decir a ese zorro…» (Lc13, 31-32).

Se mantuvo
libre frente a los lazos familiares exclusivistas
:

«¿Quién es mi madre y mis hermanos? (…) Todo aquel que cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Me 3, 33-35).

Se mantuvo
libre frente a cualquier grupo político o religioso
:

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos…!» (Mt 23, 13-32).

«Había tapado la boca a los saduceos…» (Mt 22, 34).

Se mantuvo
libre frente a la ley
:

«Habéis oído que se dijo… pues yo os digo…» (Mt 5, 21 y ss.).

«Quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas » (Me 1, 22).

Se mantuvo
libre frente a los ritos religiosos
:

«El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Me 2, 27).

Y es que la libertad de Cristo era la del que nada tiene que perder:

«No hay nada que dé tanta libertad de palabra, nada que tanto ánimo infunda en los peligros, nada que haga a los hombres tan fuertes como el no poseer nada, el no llevar nada pegado a sí mismo. De suerte que quien quiera tener gran fuerza, abrace la pobreza, desprecie la vida presente, piense que la muerte no es nada. Ese podrá hacer más bien a la Iglesia que todos los opulentos y poderosos; más que los mismos que imperan sobre todo»
[11]
.

En las manos de Dios

Cristo también experimentó, naturalmente, el drama de todo hombre libre: Sentirse
solo a pesar de estar rodeado de gente
.

Sus mismos discípulos no le acababan de entender:

«No habían comprendido (…) sino que su mente estaba embotada» (Me 6, 52).

«¿Conque también vosotros estáis sin inteligencia?» (Me 7, 17-18).

Llegó a sentirse solo incluso entre quienes le seguían:

«Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 24-25).

Sus mismos familiares llegaron a creer que estaba loco:

«Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: Está fuera de sí» (Me 3, 21).

Sin embargo, todo lo que sintió de incomunicabilidad ante los hombres lo sintió también de relación personal e íntima con Dios. El nombre que usaba para referirse a Dios era el vocablo arameo
Abbá,
«papá». El hablaba con Dios como un niño con su padre, lleno de confianza y seguro, pero, al mismo tiempo, respetuoso y pronto a obedecer.

El silencio de Dios

Su tiempo le pasó la factura. Pretender implantar el Reino de Dios era una amenaza contra el viejo mundo y el estilo de vida de sus habitantes:

«Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar (…) es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas (…) Se aparta de nuestros caminos como de impurezas (…) condenémosle a una muerte afrentosa» (Sab 2, 12-20).

Ocurrió algo curioso: Grupos cuya enemistad parecía irreconciliable se unieron frente a Jesús: los fariseos porque rompía todos sus esquemas (cfr. Lc15,2), el Procurador romano porque defendía el pan de sus hijos (cfr. Mt 27, 24), los sacerdotes «porque le tenían miedo» (Me 11, 18)… En definitiva, que todos se confabularon contra el inocente:

«Antes de que perezca la nación entera, es preferible que uno muera por el pueblo» (Jn 11, 50).

Su condena no fue un error. Murió como un delincuente: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir» (Jn 19, 7). En un mundo como el nuestro no hay lugar para los profetas. ¡Incluso Barrabás fue preferido a Jesús (cfr. Mt 27, 20-22)! Ese bandido trastornaba menos la vida cotidiana y los negocios de la gente que Jesús.

La muerte de Jesús fue el precio de su libertad. No tenía nada de diplomático ni era «hombre de equilibrio». Pilato se extrañó de que no buscase ninguna cobertura; esperaba ciertamente que Jesús apelase a su clemencia. Habría sido una ocasión excelente para mostrar su poder (los ricos saben perdonar muchas ofensas a quienes les van a pedir dinero o recomendación). Todo indica que una petición suficientemente humilde habría bastado para satisfacer la vanidad del representante romano:

«¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?» (Jn 19, 10).

Jesús fue víctima consciente y deliberada de su radicalismo. En esta tierra sólo se salva quien acepta negociar.

Entre los suyos cundió el desánimo: «La muerte del pastor dispersó a las ovejas» (Mt 16, 31). Y no es para menos: «La mort est nécessairement une contre-révolution», se leía en mayo de 1968 en un mural de París.

Y Jesús tuvo que afrontar solo la muerte porque todos le abandonaron. Llegó a mendigar consuelo en Getsemaní cuando fue por tres veces en busca de sus discípulos y los encontró dormidos (Mt 26, 36-46).

Era costumbre ofrecer al condenado, antes de la crucifixión, un brebaje de vino muy aromatizado para adormecerlo y atenuar sus sufrimientos. Jesús se negó a beberlo (Mt 27, 34). Quiso apurar el cáliz hasta las heces. En su final se hizo presente todo lo que hace de la muerte algo aterrador: el sufrimiento corporal (los crucificados morían después de largo tiempo de agotamiento y dolor: tres horas en el caso de Jesús), la tremenda injusticia con que se le condenó, la burla de los enemigos, el fracaso de la obra de su vida, la traición de los amigos… Y, sin embargo, lo peor no fue nada de eso.

En el Antiguo Testamento existía una convicción muy arraigada que podría expresarse así: No temas, cuando uno es fiel, Dios acude a salvarle y no le oculta su rostro. Todo el libro de Daniel es una exposición de este principio (una vez más: con el estilo que corresponde a una cultura narrativa): a los tres muchachos judíos que se niegan a comer alimentos prohibidos los engorda Dios milagrosamente (1, 3-15), el fuego no toca a Azarías y sus compañeros que fueron arrojados al horno por no postrarse ante la estatua de Nabucodonosor (3, 46-50), Daniel sale vivo del foso de los leones al que le habían arrojado por no rezar a Darío (6, 1-25), Susana es librada de las falsas acusaciones contra su honra (13), etc., etc.

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