Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Y lo peor es que también resulta difícil hablar de «una» primera pareja, porque previsiblemente la unidad biológica que evolucionó no era un individuo, sino una «población». Hoy la hipótesis
monogenista
se ha visto obligada a ceder terreno frente a la hipótesis
poligenista
. Y eso plantea nuevos problemas al dogma del pecado original. Si hubo más de una primera pareja, ¿cuál pecó? Si fue «la mía», mala suerte; pero si no…
No debe extrañarnos, pues, que el evolucionismo primero y el poligenismo después crearan un profundo malestar entre los creyentes y les indujeran a elaborar retorcidas explicaciones para poder negarlos. Philip Gosse, por ejemplo, propuso la idea de que Dios, con el fin de poner a prueba la fe del hombre, fue esparciendo por la naturaleza todos esos fósiles que en el siglo pasado empezaron a encontrar los evolucionistas.
Todavía Pío XII en la
Humani Generis
(12 de agosto de 1950), pedía a los científicos que investigaran, sí, pero después sometieran los resultados de su investigación a la Santa Sede para que ésta decidiera si la evolución había tenido lugar y hasta dónde había llegado
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.
Hoy no creo que sean muchos los que estén dispuestos a subordinar la ciencia a la fe y, cuando los datos empíricos no encajen en sus creencias, digan: «Pues peor para los datos». Y no porque su fe sea débil, sino porque el Vaticano II ha reconocido repetidas veces «la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias»
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.
Así, pues, lo que procede es intentar reformular, a la luz de los nuevos datos que la ciencia nos ha aportado, el dogma del pecado original, que está situado en una zona fronteriza entre la teología y las ciencias humanas.
Tratemos de reconstruir lo que ocurrió. Los datos bíblicos sobre Adán y Eva proceden únicamente de los tres primeros capítulos del Génesis (las alusiones de Sab 2, 24; Sir 25, 24; 2 Cor 11, 3 y Tim 2, 14 remiten todas ellas a dicho relato sin aportar nada nuevo) y, como es sabido ya, para interpretar correctamente un texto de la Sagrada Escritura es necesario identificar en primer lugar el «género literario» al que pertenece.
Pues bien, el libro del Génesis es uno de los llamados «libros históricos» del Antiguo Testamento, pero esa narración es como un meteorito que, desprendido de los «libros sapienciales », ha caído en medio de los históricos. Su estilo no deja lugar a dudas. Sería inútil buscar el «árbol de la ciencia del bien y del mal» en los manuales de botánica. Se trata de un término claramente sapiencial, como lo son los demás elementos de que se ocupa el relato: la felicidad y la desgracia, la condición humana, el pecado y la muerte; temas de reflexión todos ellos de la Sabiduría oriental.
Así, pues, no podemos acercarnos al pecado de Adán con mentalidad de historiadores, como podríamos hacer con el pecado de David, por ejemplo. Es más: «Adán» ni siquiera es un nombre propio, sino una palabra hebrea que significa «hombre» y que, por si fuera poco, suele aparecer con artículo («el hombre»).
No debe extrañarnos que esa narración —que no es histórica, sino sapiencial— ignore tanto la evolución de las especies como el poligenismo. Esos tres capítulos del Génesis no resultan de poner por escrito una noticia que hubiera ido propagándose oralmente desde que ocurrieron los hechos. ¡Así es imposible cubrir un lapso superior al millón de años! Tampoco cabe pensar que estamos ante un relato para mentes primitivas escrito por un autor que personalmente estaba «mejor informado» que sus contemporáneos por haber tenido una visión milagrosa de lo que aconteció.
Además, carece de sentido esperar que los autores bíblicos respondan a problemas de nuestra época —como los referentes al origen de la humanidad— que eran totalmente desconocidos para ellos. Lo que sí debemos buscar, en cambio, son las respuestas que daban a problemas comunes entre ellos y nosotros porque así, en vez de acentuar los aspectos anacrónicos de la Escritura, captaremos su eterna novedad.
Pues bien, el autor de esos capítulos se plantea un tema clásico de la literatura sapiencial que además es de palpitante actualidad: ¿Por qué hay tanto mal en el mundo que nos ha tocado vivir? «¡Oh intención perversa! ¿De dónde saliste para cubrir la tierra de engaño?» (Sir 37, 3). Y dará una respuesta original, que contrasta llamativamente con las que ofrecen las religiones circundantes.
Algunas de esas religiones daban por supuesto que, si Dios es el creador de todo, tuvo que haber creado también el mal. Por ejemplo, el poema babilónico de la creación cuenta que fue la diosa Ea quien introdujo las tendencias malas en la humanidad al amasar con la sangre podrida de un dios caído, Kingú, el barro destinado a modelar al hombre
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.
En cambio otras religiones, para salvaguardar la bondad de Dios, se ven obligadas a suponer a su lado una especie de «anti-Dios» que creó el mal. Por ejemplo, en la religión de Zaratustra la historia del mundo es entendida como la lucha entre los dos principios opuestos del bien y del mal —Ohrmazd y Ahriman—, igualmente originarios y poderosos
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.
Daría la impresión de que no cabe ninguna otra alternativa: O hay un solo Dios que ha creado todo (el bien y el mal) o bien Dios ha creado sólo el bien pero entonces tiene que existir otro principio originario para el mal, una especie de «anti-dios». Pues bien, nuestro autor rechaza ambas explicaciones. El mal no lo ha creado Dios, pero tampoco procede de un «anti-dios», sino que
el mismo hombre lo ha introducido en el mundo al abusar de la libertad que Dios le dio
. Lo que ocurre es que el autor bíblico pertenecía a una cultura narrativa y no se expresaba con esos términos abstractos. Igual que Jesús enseñaba mediante parábolas, él transmitirá su mensaje mediante una narración.
Esa narración es el relato de la creación del mundo en siete días que conocemos desde niños (Gen 1). Para afirmar que existe un principio único, dice que Dios creó
todo
, incluso el sol y la luna que en otros pueblos tenían consideración divina. Y para dejar claro que, a pesar de haber creado
todo
, no creó el mal, cada día de la creación concluye con el estribillo famoso de «vio Dios lo que había hecho, y estaba bien». En cambio más adelante se dirá que «Dios miró la tierra y he aquí que estaba toda viciada» (Gen 6, 12). Para explicar el tránsito de una situación a otra se intercala entre ambas el relato del pecado de Adán y Eva. No es una crónica histórica del pasado, sino una «reconstrucción» —un «relato etiológico» lo llaman los escrituristas— de lo que al principio
tuvo que suceder
.
Evidentemente, cuando se analiza con detenimiento la solución propuesta, vemos que está más claro lo que niega (el mal no lo ha creado Dios, pero tampoco un segundo principio distinto de Dios) que lo que afirma (el mal lo ha introducido el hombre abusando de su libertad), porque cabría preguntarse: Y, ¿por qué el hombre abusó de su libertad, si fue creado bueno por Dios? El recurso a Satanás, que a su vez sería un ángel caído (cfr. 2 Pe 2, 4; Jds 6), sólo traslada la pregunta un poco más atrás: ¿Por qué pecaron los ángeles, si habían sido creados buenos por Dios?
San Agustín ya se hacía esa pregunta: «¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor, ¿de dónde procede el diablo? Y si éste se convirtió de ángel bueno en diablo por su mala voluntad, ¿de dónde le viene a él la mala voluntad por la que es diablo, siendo todo él hechura de un creador bonísimo?»
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.
De modo que el autor bíblico deja en el misterio el origen absoluto, metafísico, del mal —la Escritura no tendrá reparo en hablar del «mysterium iniquitatis» (2 Tes 2, 7)—; pero no así el origen del mal concreto que había en su tiempo: Éste lo habían introducido los hombres del pasado a través de una inevitable y misteriosa solidaridad.
Notemos que el autor bíblico nos acaba de dar una lección de «buen hacer» teológico: La obligación de la teología es reflexionar sobre la experiencia humana para darle una interpretación desde la fe. Sólo así se evitará aquella acusación que definía irónicamente al teólogo como un hombre que da respuestas absolutamente precisas y claras a preguntas… que nadie se había hecho.
Nosotros, por tanto, vamos a seguir ese mismo camino: Reflexionar sobre nuestra situación de hoy para descubrir en ella las huellas del pecado original. De hecho, todos sabemos que «el hombre, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador»
[8]
.
Al seguir este camino invertimos el orden de la búsqueda: La presentación tradicional descendía de la causa al efecto. Se suponía conocido lo que ocurrió en el pasado (la transgresión del paraíso) y se deducían las consecuencias que aquello tuvo para el presente (pérdida de la gracia y de diversos dones). Nosotros, en cambio, partiremos de los efectos (la situación de miseria moral en que vivimos, que es lo que nos resulta directamente conocido) y
ascenderemos
en busca de la causa.
Vamos a comenzar desempolvando el concepto de
responsabilidad colectiva
. Entre los semitas la conciencia de comunidad es tan fuerte que, cuando tienen que aludir a la muerte de un vecino, dicen: «
Nuestra
sangre ha sido derramada»
[9]
. Tan intensos son sus lazos comunitarios que les parece lógico ser premiados o castigados «con toda su casa», tanto por el derecho civil como por Dios (cfr. Ex 20, 5-6; Dt 5, 9 y ss.). En medio de aquel clima fue necesario que los profetas insistieran en la responsabilidad personal de cada individuo:
«En aquellos días no dirán más:
"Los padres comieron el agraz,
y los dientes de los hijos sufren la dentera";
sino que cada uno por su culpa morirá:
quienquiera que coma el agraz tendrá la dentera»
(Jer31, 29-30; cfr. Ez 18).
Nosotros, en cambio, educados en el individualismo moderno, lo que necesitamos es más bien profetas que nos hagan descubrir la responsabilidad colectiva. Veamos algunos datos de la experiencia:
Todos los años mueren de hambre entre 14 y 40 millones de seres humanos. Ninguno de nosotros querríamos positivamente que murieran y muchos desearíamos poder evitarlo, pero no sabemos cómo. Sin embargo, tampoco nos sentimos inocentes: Somos conscientes de que en nuestra mesa —en la mesa del 25 por ciento más rico de la humanidad— hemos acumulado el 83 por ciento del Producto Mundial Bruto.
Cuentan que la célebre teóloga alemana Dorothee Sólle, durante el debate que siguió a una de sus conferencias, fue criticada por uno de sus oyentes que le reprochaba no haber hablado suficientemente del pecado. «Es verdad —contestó ella—, he olvidado que como plátanos…»
[10]
. En un libro posterior aclaró lo que quiso decir: «Con cada plátano que me como, estafo a los que lo cultivan en lo más importante de su salario y apoyo a la United Fruit Company en su saqueo de América Latina»
[11]
.
Nos ha transmitido la historia cómo el P. Conrad, director espiritual de Santa Isabel de Hungría, había prescrito a ésta no alimentarse ni vestirse con cosa alguna que no supiese ciertamente que había llegado a ella sin sombra alguna de injusticia
[12]
. Pues bien, si hoy —que entendemos algo más de macroeconomía— quisiéramos cumplir esa orden no podríamos probar bocado y deberíamos ir desnudos: Quien pretende no matar ni robar en el mundo de hoy, debe pensar que se está matando y robando en el otro extremo de la cadena que a él le trae ese bienestar al que no está dispuesto a renunciar.
La maravilla de nuestro invento consiste en que semejante violencia no la ejerce un hombre determinado contra otro igualmente determinado —lo que resultaría abrumador para su conciencia—, sino que, a través de unas estructuras anónimas, el mal «se hace solo». No hay culpables. León Tolstoi, en su famosa novela «Guerra y Paz» hace esta finísima reflexión sobre la condena a muerte de Pierre Bezujov:
«¿Quién era el que había condenado a Pierre y le arrebataba la vida con todos sus recuerdos, sus aspiraciones, sus esperanzas y sus pensamientos? ¿Quién? Se daba cuenta de que no era nadie. Aquello era debido al orden de las cosas, a una serie de circunstancias. Un orden establecido mataba a Pierre, le arrebataba la vida, lo aniquilaba »
[13]
.
Esto es lo que Juan Pablo II ha llamado recientemente «estructuras de pecado»
[14]
. Es verdad que son fruto de una acumulación de pecados personales, pero cuando los pecados personales cristalizan en estructuras de pecado surge algo cualitativamente distinto: Las estructuras de pecado se levantan frente a nosotros como un
poder extraño
que nos lleva a donde quizás no querríamos ir.
¡Cuántos hombres que acabaron incluso matando afirman sinceramente que ellos no quisieron hacer lo que hicieron! El «Lute» escribió en su autobiografía: «Al nacer estaba ya marcado. Tenía un cromosoma XYP. Sí, p de prisión»
[15]
. Y es que no solamente el árbol tiene la culpa de los malos frutos, sino también el terreno. En un patio sin luz difícilmente crecerá bien un árbol; su mundo circundante no le da ninguna oportunidad, lo deforma. Como dice un famoso texto orteguiano: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo»
[16]
.
Podemos dar un paso más en nuestro análisis: Esa responsabilidad colectiva no nos une solamente a los hombres de hoy, sino que nos liga también a los hombres del pasado. Dicho de forma analógica, ellos siguen
pecando después de morir
porque han dejado las cosas tan liadas que ya nadie sabe por dónde empezar a deshacer entuertos. La consecuencia es que sus pecados de ayer provocan los nuestros de hoy.
Lo que sirve de unión entre sus pecados y los nuestros es lo que San Juan llamaba «el pecado del mundo», en singular (Jn 1, 29; 1 Jn 5, 19); es decir, ese entresijo de responsabilidades y faltas que en su interdependencia recíproca constituye la realidad vital del hombre. Hay teólogos que prefieren hablar de «hamartiosfera» (del griego
hamartía
= pecado). Nombres diferentes para referirnos a la misma realidad:
Nacemos situados
. Como consecuencia del pecado de quienes nos han precedido, ninguno de nosotros nacemos ya «en el paraíso».