Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (3 page)

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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

BOOK: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios
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El corazón de piedra

Así, pues, cuando nacemos, «otros» han empezado a escribir ya nuestra biografía. No obstante, entenderíamos superficialmente la influencia de los pecados de ayer sobre los de hoy si pensáramos que se reduce a un condicionamiento que nos llega desde fuera. Y conste que eso ya es suficientemente grave: Cualquier valor (la justicia, la verdad, la castidad, etc.) podría llegar a sernos innacesible si viviéramos en un ambiente donde no se cotiza en absoluto y nadie lo vive.

Pero aquí se trata de algo más todavía: La misma naturaleza humana ha quedado dañada, de tal modo que a veces distinguimos nítidamente dónde está el bien, pero somos incapaces de caminar hacia él. San Pablo describe esa situación con mucha finura psicológica en el capítulo 7 de la carta a los Romanos:

«Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí (…) Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rom 7, 15- 24).

De los Santos Padres fue San Agustín el gran doctor del pecado original. Igual que San Pablo, no tuvo nada más que reflexionar sobre su propia existencia. Vivió dividido, atraído por los más altos ideales morales y religiosos, pero también atado por la ambición y la sensualidad:

«Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por ti (…) y hasta me agradaba el camino —el Salvador mismo—; pero tenía pereza de caminar por sus estrecheces. (…) Me veía y me llenaba de horror, pero no tenía adonde huir de mí mismo (…) había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la castidad y continencia, pero no ahora». (…) Yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo (…) Y por eso no era yo el que obraba,
sino el pecado que habitaba en mí
, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán»
[17]
.

Podríamos expresar esa vivencia de Pablo y Agustín diciendo que —por culpa de nuestros antepasados— nacemos con un «corazón de piedra», como le gustaba decir al profeta Ezequiel (11, 19; 36, 26). Pues bien, ese «corazón de piedra» es lo que la tradición de la Iglesia —a partir precisamente de San Agustín— llamó
pecado original
.

Quizás pueda sorprender que llamemos «pecado» a algo que nos encontramos al nacer y es, por tanto, completamente ajeno a nuestra voluntad. Sin embargo, tiene en común cualquier otro pecado que, de hecho, supone una situación de desamor y, por tanto, de alejamiento de Dios y de los hermanos. Se distingue, en cambio, de los pecados personales en que Dios no nos puede pedir responsabilidades por él. Igual que la salvación de Cristo debe ser aceptada personalmente, el pecado de Adán debe ser ratificado por cada uno para ser objeto de responsabilidad. De hecho, muy pocos teólogos defienden hoy el
limbo
, cuya existencia se postuló en el pasado por creer que los niños que mueren antes de que el bautismo les «perdone» el pecado original no podían ir al cielo
[18]
.

Conviene aclarar que del pecado original y de los pecados personales no se dice que sean «pecado» en sentido unívoco, sino en
sentido análogo
. Cuando hablamos del «pecado original » no queremos sugerir que se nos imputa el pecado cometido por Adán (la culpa personal —digámoslo una vez más— no puede transmitirse), sino que nos afectan las consecuencias de su pecado.

Un paraíso que pudo haber sido y no fue

Veamos ahora cómo la exposición que acabamos de hacer del pecado es perfectamente compatible con los datos de la ciencia.

A Pío XII le preocupaba la posibilidad del poligenismo porque si no descendemos todos los hombres de una sola pareja que hubiera pecado, no veía cómo pudo propagarse a todos el pecado original
[19]
. Sin embargo, si la redención ha podido extenderse a todos los hombres sin que ni uno solo descienda físicamente del Redentor, Cristo, no existen razones para pensar que la tendencia al mal sólo podría transmitirse mediante la generación física. Se trata, como hemos visto, de una misteriosa solidaridad en el mal propagada a través de la «hamartiosfera».

Tampoco deben plantearnos problemas las afirmaciones sobre el estado de justicia original cuyos supuestos dones (inteligencia, ausencia de enfermedades, etc.) se perdieron tras el pecado. Fuera del ámbito de los estudios bíblicos existe la idea de que el paraíso original fue el ámbito de una felicidad fácil, regalada a los primeros hombres sin esfuerzo por su parte. No hubo, sin embargo, nada de eso.

El relato del paraíso fue construido a partir del mismo molde que el relato de la Alianza: En ambos casos Dios introduce a los hombres en un lugar llamado a ser maravilloso (bien sea el jardín del Edén o la Tierra Prometida) y les hace saber que existe una condición única para que la felicidad que les espera se haga realidad: cumplir los mandamientos de Dios (bien sea el precepto de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, bien sean los preceptos dados a través de Moisés). También en ambos casos hay que decir que la desobediencia de los hombres frustró los planes de Dios y trajo la desgracia a los hombres. El paralelo termina con la expulsión de la tierra (deportación a Babilonia en un caso, expulsión del Edén en otro).

De hecho, el magisterio de la Iglesia nunca ha definido si el hombre dispuso alguna vez de los bienes que relacionamos con el Paraíso y los perdió después por causa del pecado, o únicamente estaba en marcha un proceso que habría llevado a su adquisición si no hubiera quedado interrumpido por el pecado. San Ireneo, por ejemplo, sostenía que la perfección de Adán era infantil, inmadura, como la de un niño que todavía no posee lo que está llamado a ser
[20]
.

Podríamos comparar lo que pasó a la humanidad a lo que ocurriría a un niño que poseyera al nacer una dotes intelectuales realmente excepcionales pero que, antes de desarrollarlas, un accidente le dejara parcialmente tarado. Es de suponer que cuando llegue a la edad madura ese hombre estará más desarrollado intelectualmente que antes del accidente, pero ya no llegará a ser el genio que estaba llamado a ser.

Esto no contradice a la Escritura porque las «noticias» sobre ese supuesto estado de justicia original no proceden tanto de la Biblia como de ciertos escritos apócrifos del judaismo, especialmente la «Vida de Adán y Eva». En dicho libro se indica que, tras el pecado, Dios infirió a Adán setenta calamidades desconocidas anteriormente, que van desde el dolor de ojos hasta la muerte
[21]
. Es verdad que Pablo afirma que la muerte entró en el mundo por el pecado de Adán (Rom 5, 12), pero por otros pasajes de la misma carta (cfr. 6, 16; 7, 5; 8, 6; etc.) se ve que la «muerte» es para él el alejamiento de Dios.

El pecado no tiene la última palabra

Y ahora que hemos despojado al pecado original de la hojarasca que lo recubría dándole aspecto de mito increíble, vemos que lo que ha quedado es el testimonio de una alienación profunda de la que todos tenemos experiencia y que es
un dato irrenunciable para cualquier antropología que quiera ser realista
. Debería hacernos pensar el hecho de que existencialistas como Heidegger y Jaspers, que ya no comparten la fe cristiana, hayan necesitado conservar en sus filosofías los conceptos de una
culpabilidad inevitable y omnipresente
para explicar la situación existencial del hombre.

El mensaje del pecado original se resume diciendo que
en el mundo y en nuestro corazón hay mayor cantidad de mal de la que podríamos esperar atendiendo a la mala voluntad de los hombres
. En consecuencia, el mundo y el hombre, abandonados a sus propias fuerzas, serían incapaces de salvación. Se trataría de una empresa tan patética como la de aquel barón de Münchhausen que intentaba salir del pantano en que había caído tirando hacia arriba de su propia coleta.

El marxista y ateo Ernst Bloch lo captó muy claramente: «El hombre se halla lleno de buena voluntad y nadie le va a la zaga en ello. Allí, empero, donde tiende su mano para ayudar, allá causa un estropicio»
[22]
.

Gracias a Dios (y nunca mejor dicho), el pecado no tiene la última palabra. Después de una famosa comparación sobre las consecuencias que tiene para la humanidad la solidaridad con Adán y la solidaridad con Jesucristo, Pablo concluye diciendo que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). Por eso la reflexión sobre el pecado original exige necesariamente prolongarse hacia las acciones salvíficas de Dios. En el próximo capítulo veremos la primera de ellas: El Éxodo.

2
De Dios se supo a raíz de un conflicto laboral
[1]

Todavía hoy, después de 32 siglos, los judíos conmemoran todos los años el Éxodo celebrando la cena pascual. Sentada la familia alrededor de la mesa, un niño hace las preguntas rituales: «¿Por qué esta noche no es como las demás? En las demás noches se come indiferentemente pan con levadura o sin ella, pero hoy sólo ázimo». Y entonces el más anciano responde leyendo en el libro del Éxodo la maravillosa gesta salvífica que celebran en esa noche pascual: Dios liberó a sus antepasados de la humillante esclavitud egipcia. Primero envió diez terribles plagas para minar la resistencia de los opresores; después los judíos pudieron cruzar el mar Rojo, que se abrió milagrosamente para dejarles paso, y, tras andar cuarenta años por el desierto en medio de continuos portentos, llegaron por fin a Israel, la tierra prometida. Y concluye: «De generación en generación todos han de recordar la salida de Egipto».

Pero lo asombroso es que la historia universal no tiene la menor noticia de esa grandiosa liberación que celebra el pueblo judío todos los años desde hace tres mil doscientos. Sin duda, los hechos tuvieron que ser mucho más humildes. Intentaremos reconstruirlos e indagaremos después las razones de ese engrandecimiento posterior para familiarizamos con la concepción de la historia que aparece en la Biblia.

El éxodo: una epopeya que nunca existió

Antiguamente era frecuente que tribus procedentes de los países asiáticos del desierto del Sinaí, empujados por la sequía y el hambre, solicitaran la entrada en las fértiles comarcas regadas por el Nilo. Generalmente se les permitía entrar. Se conserva, por ejemplo, una carta del escriba Inena, funcionario de la frontera oriental de Egipto, fechada en el año 1215 a.C, en la que informa a sus superiores de que acaba «de dejar pasar a las tribus beduinas de Edom por la fortaleza de Merneptah Hotephir- Maat (…) a los estanques de Per-Atum (…) para que vivan y para que vivan sus rebaños, gracias al gran
ka
del Faraón»
[2]
.

Una vez en Egipto, los israelitas fueron empleados en la construcción de las ciudades de Pitom y de Ramsés, en el este del delta del Nilo (cfr. Ex 1, 11). Esto nos hace suponer que estamos en el reinado de Ramsés II (1290-1223 a.C), dentro de la XIX Dinastía. Ramsés II sería, por tanto, el «faraón de la explotación».

Sabemos que en ese tiempo los extranjeros, tratados como un pueblo socialmente inferior, eran obligados a arrastrar las piedras que se empleaban en construir las ciudades y templos, y trabajaban como peones.

Es comprensible que los israelitas, olvidada ya el hambre que les llevó a Egipto, quisieran recobrar su antigua libertad. También es comprensible que los egipcios, en una época de intensa actividad constructora como fue la de Ramsés II, se resistieran a perder sin lucha esa mano de obra y la persiguieran con sus carros de combate.

Al llegar a un brazo poco profundo del mar Rojo —que todavía hoy es vadeable cuando un viento fuerte arrastra las aguas— los carros egipcios se atascarían en el barro, con lo cual los fugitivos israelitas se vieron repentinamente libres del peligro y quedaron convencidos de que Dios había intervenido en su ayuda.

Lo mismo pensaron cuando encontraron el maná o las codornices en el desierto, a pesar de que nosotros sabemos que esos acontecimientos admiten una explicación perfectamente natural: existe un tipo de tamarisco (el «tamarix mannifera») de cuyas ramas cae al principio del verano una especie de goma perfectamente comestible que responde a la descripción del maná; no es raro que en la península del Sinaí caigan al suelo, extenuadas por el viento huracanado, grandes bandadas de codornices, y se las pueda coger con la mano…

Más tarde, los israelitas reelaboraron muy libremente la historia a partir de tales recuerdos, para dar
expresión plástica
a la convicción íntima de que fue el mismo Dios el que les ayudó día tras día hasta llegar a la tierra prometida. (Recordemos que la suya es una cultura narrativa y no tenían otra forma de expresarse).

Es incluso posible seguir la pista a las reelaboraciones sucesivas que hicieron de los acontecimientos, porque en el libro del Éxodo hay todavía rastro de tres tradiciones sucesivas, cada una de las cuales supera a la anterior en su empeño por «visibilizar » en cualquier hecho la mano de Dios
[3]
.

Elijamos, por ejemplo, la primera plaga, la de las aguas convertidas en sangre (que, por cierto, no tiene ningún misterio: A causa de los sedimentos procedentes del sur, durante la crecida anual se produce en el Alto Egipcio el fenómeno conocido como «Nilo rojo»), y sigamos la evolución del relato:

Para la tradición más antigua (J), únicamente el agua que Moisés sacó del Nilo tomó color rojizo: «El agua que saques del río se convertirá en sangre sobre el suelo» (4, 9).

En una evolución posterior (E) se trata ya de la misma corriente del Nilo: «Voy a golpear con el cayado que tengo en la mano las aguas del río, y se convertirán en sangre» (7, 17).

Por último, en la tercera tradición (P), la más reciente, se trata de toda el agua del país: de «sus canales, sus ríos, sus lagunas, y todos sus depósitos de agua» (7, 19).

El paso del mar Rojo ha padecido un proceso igual de llamativo: Mientras el yavista se contenta con decir que «Yahveh hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este que secó el mar y se dividieron las aguas» (14, 21 b), el Escrito Sacerdotal nos lo engrandece así: «Moisés extendió su mano sobre el mar (…) Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientras que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda» (14, 21a.22). Según el yavista, las ruedas de los carros de guerra egipcios quedaron atrapadas por el barro y «no podían avanzar sino con gran dificultad» (14, 25), pero el Sacerdotal dice que cuando Moisés volvió a extender su mano, las aguas del mar volvieron a su lecho y sepultaron a los egipcios (14, 27a.28-29).

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