Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Tanto Jesús como sus verdugos compartían el principio de que Dios salva siempre al inocente. Por eso llega la prueba de fuego cuando se mofan de él diciendo:
«Sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz» (Mt 27, 40).
«Ha puesto su confianza en Dios: Que le salve ahora, si es que de verdad le quiere, ya que dijo: Soy Hijo de Dios» (Mt 27, 43).
Pero
Dios guardaba silencio
. Un silencio atroz que parece dar la razón a quienes le habían condenado.
Ese es el momento más duro de la muerte de Cristo. Se pone a prueba lo que había sido su único apoyo en vida: La conciencia de Hijo frente a su
Abbá
. Y en la desesperación se le escapa un grito terrible:
«Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?» (Me 15, 34).
Aquí está lo específico de la muerte de Cristo: No en morir como un profeta, que es una muerte gloriosa, sino en morir como Hijo abandonado. Al Bautista le mató Herodes, y esto permitía leer su muerte como un martirio. A Jesús le matan los representantes de Dios (los sacerdotes), y con ellos todos, mientras Dios calla.
En general los artistas cristianos han representado a Jesús en la 'cruz con expresión de paz y serena dignidad. Sin duda se acercó mucho más a la realidad Hans Holbein cuando pintó el cadáver de un hombre lacerado por los golpes, hinchado, con unos verdugones tremendos, sanguinolentos y entumecidos; los ojos grandes, abiertos, dilatados, con las pupilas sesgadas y brillando con destellos vidriosos, que le daban cierta expresión de estulticia…
Un personaje de Dostoyevsky decía: «¡Ese cuadro! ¡Ese cuadro puede hacerle perder la fe a más de una persona!»
[12]
. Y, de hecho, los apóstoles fueron los primeros en ver que su fe se tambaleaba.
Sin embargo, Jesús se sobrepuso y murió diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc23, 46).
Realmente, ya estaba implícita esa manifestación de confianza en la queja anterior («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») puesto que se trata de la primera frase del salmo 22, y para la espiritualidad judía citar el comienzo de un salmo equivale a citar el salmo entero. Ese salmo expresa la convicción de que Dios está cerca incluso en aquellos momentos en que resulta muy difícil experimentar su presencia (léanse los versos 25-30).
Y así murió el Hijo de Dios. ¡Qué contraste con las muertes de Moisés, Buda, Confucio…! Todos ellos murieron en edad avanzada, coronados de éxitos a pesar de los desengaños, rodeados de sus discípulos y seguidores. En el Calvario aprendemos que quien quiera creer en el Dios de Jesús quizás no deba esperar el destino de Daniel o de Susana, sino el de Jesús.
La cruz de Cristo coloca al cristiano, paradójicamente, en una situación muy parecida a la del ateo: Ninguno de los dos puede vivir esperando soluciones mágicas de Dios.
«Muerto el perro se acabó la rabia», debieron pensar a la vez los fariseos, los sacerdotes y los romanos en aquel primer viernes santo de la historia.
Sin embargo, algo ocurrió muy pronto que revolucionó todo. Como dirá Festo, por culpa de «un tal Jesús,
ya muerto
, de quien Pablo afirma
que vive
» (Hech 25, 19).
Es sabido que para Aristóteles «fue la admiración lo que inicialmente empujó a los hombres a filosofar»
[1]
. También la teología cristiana, y la Iglesia misma, tuvieron su origen en el asombro de los discípulos al encontrar vivo al que creían muerto. El asombro de la filosofía palidece ante el asombro de la teología.
Reimarus afirmó que los discípulos de Jesús inventaron la resurrección para «no tener que volver a las prosaicas faenas de la pesca». Pero la verdad es que precisamente habían vuelto a esas «prosaicas faenas» cuando les sorprendió el Resucitado (cfr. Jn 21). Debemos preguntarnos, pues, en qué consistió la resurrección.
En el oratorio de Rodion Stschedrin «Lenin en el corazón del pueblo», el guardia rojo, junto al lecho de muerte de Lenin, canta: «¡No, no, no; no puede ser! ¡Lenin vive, vive, vive!». Es decir, Lenin vive porque su causa sigue adelante y su recuerdo no se ha apagado.
¿Qué diremos de Cristo? ¿Simplemente que está vivo porque después de dos milenios tiene el honor de «cubrir» dos veces en un solo año la portada de «Time»? ¿porque tras la presuntuosa afirmación del Beatle John Lenon en 1966 de que «los Beatles son más populares que Jesucristo», se disolvió el famoso conjunto y, cinco años después, uno de sus antiguos componentes, George Harrison, cantaba «My sweet Lord, I really want to know you» (Mi dulce Señor, necesito realmente conocerte)? ¿Recordamos a Cristo como a Sócrates, Confucio, Buda, etc.: Los «hombres normativos» de los que habla Karl Jaspers?
De ninguna manera: Se trata de mucho más. La causa de Lenin podía seguir adelante sin su protagonista, pero no ocurre igual con la causa de Jesucristo. La doctrina y la vida de Jesús de Nazaret no pueden separarse. Por eso en la polémica Bergmann- Bultmann decía el primero: «Jesús no ha "resucitado" como Goethe»
[2]
.
Habría que cerrar los ojos a los relatos neotestamentarios para concluir como Fausto: «Celebran la resurrección del Señor por haber resucitado ellos mismos»
[3]
. Los apóstoles no habían resucitado en absoluto: Estaban llenos de miedo y desesperanza. Tan sólo cuando vieron nuevamente a Cristo la angustia se cambió en alegría y entusiasmo. Así, pues, debemos afirmar rotundamente que J
esús no vive porque su causa sigue adelante, sino que sigue adelante su causa porque vive
.
Sin embargo, a la vez debemos aclarar que no vive igual que nosotros. Su resurrección no fue la reanimación del cadáver.
Hay una diferencia esencial entre la resurrección de Jesús y la de Lázaro (Jn 11, 1-44), a pesar de que designemos a ambas con el mismo término.
Lázaro volvió a la vida de antes; simplemente,
se le concedió una prórroga para morir
. Jesús, en cambio, «y
a no muere
» (Rom 6, 9) porque no volvió a
esta
vida, sino que «entró en su gloria» (Lc24, 26). Mientras a Lázaro, como a cualquier ser humano, hay que soltarle las vendas para que pueda moverse (Jn 11,44), el Resucitado se presenta en medio de sus discípulos sin abrir siquiera las puertas (Jn 20,10.26). Nadie tuvo dificultad para identificar a Lázaro después de la resurrección, mientras que aquellos que habían conocido a Jesús durante su vida terrena son incapaces de reconocerle tras la resurrección. Y es que el cuerpo de Cristo resucitado no es como el cuerpo físico que tenía antes de morir. San Pablo dedica casi una veintena de versículos (1 Cor 15, 35-53) a explicar la diferencia entre los cuerpos físicos y los cuerpos resucitados, tras lo cual uno tiene la impresión de no haberse enterado de nada. Y es que la resurrección carece de analogías. Desde luego, no ha sido el Nuevo Testamento quien ha proporcionado a tantos pintores los datos para representar a Jesús en el momento de salir glorioso de la tumba.
Afirman los evangelistas que nadie presenció la resurrección
en sí misma
[4]
. Es lógico: Si no hubo testigos de tal acontecimiento es sencillamente porque
no podía haberlos
. Los cuerpos gloriosos no impresionan la retina. La palabra
ófthe
, que aparece en textos decisivos (1 Cor 15, 5 y ss; Lc24, 34; Hech 9, 17; 13, 31; 16, 9…) se emplea en los LXX
[5]
para referirse a la manifestación de Dios o de seres celestes normalmente inaccesibles a los ojos. Santo Tomás de Aquino afirma que los apóstoles vieron a Cristo tras la resurrección «oculata fide»
[6]
: No con los ojos del cuerpo, sino con los «ojos de la fe».
Por eso el Nuevo Testamento resalta expresamente que sólo hubo apariciones a creyentes: Se aparece «no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano» (Hech 10, 41), es decir, a los que creían en él, como los apóstoles, o a los destinados a creer, como Pablo. Eso hace que no haya posibilidad de testigos «neutrales» de la resurrección. Conocerla equivale a creerla. Si Pilato o Tácito hubieran estado en el lugar en que Jesús se apareció a sus apóstoles, no habrían visto nada.
Hacía falta fe
. Se estaba cumpliendo, en definitiva, el anuncio de Cristo antes de morir: «Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis» (Jn 14, 19).
A la luz de lo anterior se entiende una afirmación muy conocida entre los teólogos que puede quizás sorprender a los profanos: La resurrección de Cristo no fue un hecho
histórico
. Con esto no quieren decir, evidentemente, que no fuera un hecho
real
, sino que ocurrió
fuera de la historia
. Lo más que cabe decir es que la resurrección de Cristo fue un acontecimiento
metahistórico
porque, sin ser histórico, toca a la historia en cuanto contribuye a modificar los acontecimientos de este mundo y
ha sido percibido en sus efectos
. Pero haríamos mejor en decir que es un acontecimiento
escatológico
. (La escatología se refiere al final. La resurrección de Cristo es final no en sentido cronológico, por ser lo último, sino en sentido cualitativo, por ser algo en sí mismo
insuperable
y, por tanto,
definitivo
).
Nos gustaría poder imaginar cómo fue todo. ¡Por desgracia no es posible en absoluto! No sería una vida completamente distinta si pudiéramos representarla con conceptos e imágenes tomados de la vida actual. Con esa dificultad toparon los apóstoles al querer
expresar
la vivencia que tuvieron y que era
inexpresable
. Les fallaba el lenguaje y tenían que corregirse a sí mismos constantemente: afirman que el cuerpo resucitado era el de antes (Jn 20, 20) y a la vez que no era igual (Jn 20, 15.19; Lc24, 16…). Ni siquiera saben qué palabra utilizar. Descubren que «resurrección» es insuficiente y por eso coexiste en el Nuevo Testamento otro lenguaje que habla más bien de
exaltación
(Flp 2, 9; Hech 2, 36; 5, 30 y ss.; 1 Tim 3, 16; Heb 1, 3; etc.).
El primer significado de la resurrección salta a la vista:
Dios rehabilitó al ajusticiado
.
La muerte de Jesús en la cruz le había convertido a los ojos de todos en alguien maldito (Gal 3, 13). Ahora Dios corrige la sentencia de sus representantes, y éste es el contenido nuclear de la predicación apostólica:
«Vosotros le matasteis clavándole en la cruz (…) Dios le resucitó» (Hech 2, 23-24).
El mensaje de la resurrección revela algo completamente inesperado: A pesar de las apariencias, este Crucificado
tenía razón
. Era Hijo de Dios y ya no hay quien detenga el avance del Reino.
Ahora y sólo ahora, entendemos las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12) y el Sermón de la Montaña entero (Mt 5-7): No fue un iluso; al resucitar se convirtió en el
«bien-aventurado»
; es decir, en alguien que se había aventurado bien. A partir de ese momento su amor y su lucha por el Reino se hicieron contagiosos: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Cor 5, 14).
La resurrección de Cristo permite dar respuesta a la pregunta para la que ningún humanismo ateo tiene respuesta: ¿Qué sentido tiene perder la vida por los semejantes? O, simplemente, ¿para qué vivir, si nos morimos?
Unamuno, en un libro cuyo mismo título ya dice mucho, gritaba, más que escribía:
«No quiero morirme, no, no, no quiero ni puedo quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que soy y me siento ser ahora y aquí»
[7]
.
Y, rebelde, citaba repetidamente a Sénancour:
«Si nos está reservada la nada, vivamos de modo que esto sea una injusticia»
[8]
.
Marx ha prometido para el futuro una sociedad comunista donde habrá sido superada la alienación. Pero, ¿y todos los que morirán sin llegar a verla? ¿Por qué la humanidad de hoy debe ser sacrificada a la que mañana cantará? Además, ¿qué decir del que muere de cáncer, y su muerte —a diferencia del que pierde la vida en las barricadas— ni siquiera prepara el canto de mañana? Por otra parte, la futura humanidad feliz no dejará de temer a la muerte cuando ésta recuerde «Et in Arcadia ego», o sea, «Yo, la muerte, también estoy en Arcadia». La muerte vendrá a ser el Convidado de Piedra de la sociedad sin conflictos de Marx.
Ante todas esas cuestiones Marx se ve obligado a guardar silencio. Sabido es que, según él, «el hombre no se propone más que aquellos problemas que puede resolver»
[9]
. El filósofo marxista Ernst Bloch intenta resolver el problema con la famosa tesis de la extraterritorialidad, que no hace otra cosa que renovar el conocido sofisma de Epicuro: La muerte no tiene por qué preocupar al hombre, pues mientras éste sea, ella no será, y cuando ella sea, aquel no será
[10]
. Pero es un asunto de mucha envergadura para pretender solucionarlo con una frase ingeniosa. ¿Quién me impedirá parafrasear a Bloch y decir: Nada me debe importar la futura sociedad sin clases, porque cuando ella sea, yo no seré; y mientras yo sea, ella no será?
Camus es más coherente cuando escribe: «La muerte exalta la injusticia. Ella es el abuso supremo»
[11]
.
Así queda perfectamente reflejado el drama de cualquier humanismo ateo:
Sin resurrección no hay ninguna antropología aceptable para la dignidad de la persona humana.
San Pablo lo vio claramente: «Si Cristo no resucitó… ¡somos los más desgraciados de los hombres!» (1 Cor 15, 19).
En cambio con la resurrección de Cristo todo cambia: Con ella llega la justicia a un mundo en que
muertos y vivos
piden justicia a gritos; porque El no resucitó por un privilegio irrepetible, sino «como primicias de los que durmieron» (1 Cor 15, 20). Cuando nosotros resucitemos, la cosecha estará completa.
Podríamos decir más: Si ser «corporal» —como veremos en un capítulo posterior— significa ser capaz de relacionarse con «otros», no puede haber auténtica resurrección de uno solo. La resurrección de Cristo exige la nuestra. Por eso Karl Barth dice: «Cristo resucitado es todavía futuro para sí mismo»
[12]
.