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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Eternidad (16 page)

BOOK: Eternidad
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Cuando se desarrollaron los pechos de Rhita y se ensancharon los hombros de los chicos de la playa, algo nuevo apareció en sus juegos, una tierna tosquedad. Casi agradecía sus jocosas maldiciones, que parecían gruñidos de carnívoros ansiosos de su carne. Si hubiera estado menos protegida, si hubiera sido más mundana y respetado menos el código de conducta del gymnasion del Hypateion, uno de esos chicos habría sido su primer amante. La Gran Madre sabía que le habían robado muchos besos y caricias.

Rhita aún recordaba sus bromas, nacidas de siglos de lucha y desesperación, no atenuadas por la tolerancia y el clima de Rhodos. Eran bromas crueles y exageradas sobre una muerte prematura que estropeaba grandes planes, fábulas rocambolescas sobre familias separadas y parientes perdidos, sobre animales jamás vistos en Rhodos.

Una vez se puso a hablar con un mozo un año menor que ella. Él le había contado la historia de su familia: un sinfín de siglos enredados con la vida de otras familias, otras tribus, otras naciones; y ella había intentado conciliar eso con lo que sabía acerca de las antiguas alianzas entre los rhus, la Oikoumené y los parsa, y la extinción de las tribus de las estepas. A cambio, él había escuchado su historia formal con inusitada cortesía y atención, y luego había dicho: «Eso es lo que contáis vosotros, los vencedores.» Se levantó de un brinco, rebuznó como un asno y echó a correr por la playa, pisando piedras chatas y calientes con los pies descalzos.

Con un suspiro, Rhita abrió los ojos, borrando aquel tórrido cielo de mediodía y ese niño que corría a lo lejos. Cogió el tenkhos electrónico de su abuela, lo encendió, seleccionó un bloque de memoria y se puso a buscar entre los volúmenes enumerados. Comprendiendo que corría un riesgo, apagó la pantalla luminosa. Examinando la frágil puerta, decidió que lo menos que podía hacer era bloquearla con la única silla de su habitación. No se había atrevido a escuchar los cubos de música desde su llegada; el descubrimiento habría sido vergonzoso en el mejor de los casos, catastrófico en el peor. El Mouseion podía confiscarle los Objetos. Podían acusarla de toda suerte de delitos ridículos. ¿Cómo saberlo?

Rhita odiaba aquel extraño, engorroso y cerrado Mouseion, con sus antiguas y laberínticas construcciones.

Se sentía una extraña entre los desdeñosos y avispados estudiantes, procedentes de toda Gaia. Para su sorpresa, había visto jóvenes vestidos con la ropa de cuero que preferían los neokarkhédonios, a imitación de los pueblos aborígenes que habían sometido un siglo atrás. Éstos eran los hijos de los enemigos jurados de la Oikoumené. ¿Qué perversión de la diplomacia les permitía entrar en Alexandreia? Incluso había visto estudiantes vestidos con los blusones y faldas de cuero de las tribus latines. No era que le disgustaran personalmente. Rhodos parecía lejos de todo aquello, aunque habiendo estudiado historia sabía que nadie estaba realmente aislado de esos conflictos.

Rhita cerró las cortinas, viejas cortinas de Conchitas que cascabeleaban contra la varilla de caña, y regresó a la cama, sintiéndose injustificablemente más segura. Encendió la pantalla, repasó la lista. Había leído u hojeado casi todos los doscientos siete libros de la lista.

Sin embargo, esta vez se detuvo en un título que no había leído. Habría jurado que era un añadido reciente. Decía simplemente: léeme YA. Lo llamó a la pantalla.

El índice que precedía a la primera página le indicó que el volumen tenía trescientas páginas —unas cien mil palabras— y estaba en helénico, no en inglés, como los demás libros de los cubos. Detuvo la presentación del índice cuando vio un cursor que pestañeaba junto a una descripción que no había visto antes. «Exhibición del contenido y el catálogo suprimida hasta el 25/4/49.»

Eso había sido dos días antes.

Rhita apretó el teclado para leer la primera página.

Querida nieta:

Llevas el nombre de mi madre. Es mi ilusión que algún día la conozcas. Cuando eras pequeña debías de pensar que yo era una vieja chiflada., aunque creo que me amabas. Ahora tienes esto, y puedo hablarte aunque no haya regresado a casa. Aun aquí, algunos dicen que morir es ir a casa.

Imagina ese mundo del que te he hablado; y tú has leído estos libros, si eres mi nieta, y sé que lo eres. Has leído estos libros y ellos deben indicarte que no he inventado nada. Todo es verdad. Existía un lugar llamado Tierra. No llegué en un remolino.

Me aferré a esta pizarra y los pocos bloques que traje conmigo —¡por accidente, por azar!— durante años, cuando incluso yo misma pensaba que estaba loca. Ahora cargas con el peso de mi búsqueda. Pero todas las cosas se relacionan, aun las cosas tan lejanas como mi mundo, la Tierra, y el tuyo, Gaia. Mi fantasía podría ser importante para ti y para todos los habitantes de Gaia. Sí hay una puerta. Y volverá a haberla. Han pasado por la clavícula como figuras en el polvo. ¿Quién querrá atormentar así a una anciana?

En ciertos días, te dejaré aquí algo para que lo leas, como si desenrollaras un pergamino, y sólo podrás leerlo a partir de esas fechas.

No logró que la máquina le enseñara nada más de ese gran archivo. Al parecer la máquina estaba programada para seleccionar un trozo cada vez. Rhita apagó la pizarra y se restregó los ojos con los nudillos. No podía desprenderse de Patrikia. No tenía vida propia.

Pero si existía una puerta...

¡Y existía! ¿Quién podía negar que había máquinas que le hablaban a la mente, y cientos de libros que su abuela no podía haber imaginado, y mucho menos escrito?

Si la puerta era real, el peso que sobrellevaba era mucho mayor que la responsabilidad hacia su abuela. Toda la gente de Gaia pesaba sobre ella.

Rhita comenzaba a imaginar lo que semejante puerta significaría para este mundo. No todo lo que imaginaba era agradable. Traería cambios, tal vez cambios inmensos.

15
Ciudad Thistledown

El rastreador se transfirió al terminal de Olmy y utilizó el icono blanquinegro de un risueño terrier que había concluido la búsqueda. Olmy activó unos tubos para recoger los restos de una vaporosa nube de pseudotalsit, se levantó del diván y se plantó ante el terminal, examinando los iconos con que el rastreador condensaba sus hallazgos.

No hay fuentes relevantes de archivos en Axis Elidid ni en Thoreau, ni copias de registros de la biblioteca de Nader y Ciudad Central. Todas las fuentes de acceso restringido están en las bibliotecas de Thistledown; el período de restricción ha expirado, pero no hay consignado ningún acceso a los archivos desde la Secesión. Último acceso: hace cincuenta y dos años, desde Ciudad de Axis, sin identificación, pero probablemente por parte de no corpóreos residentes en Memoria de Ciudad. Treinta y dos archivos con referencias al depósito de la quinta cámara.

Por ley, los códigos de seguridad de las bibliotecas y de Memoria de Ciudad se vaciaban al cabo de cien años si no se solicitaba y se aprobaba una renovación. Olmy preguntó al rastreador cuántas solicitudes de prórroga se habían presentado para esos archivos.
Cuatro
, respondió el rastreador.

Todos los archivos tenían más de cuatrocientos años.

—Documentación sobre los autores de los archivos —solicitó.

Documentación borrada.

Eso era inusitado. Sólo un presidente o un ministro presidencial podían aprobar el borrado de los autores o creadores de los documentos en las bibliotecas o en Memoria de Ciudad, y aun entonces, sólo por razones sumamente apremiantes. El anonimato no estaba bien visto en la historia del Hexamon; muchos causantes de la Muerte habían ocultado su responsabilidad antes y después del holocausto.

—Descripción de archivos.
Todos son informes breves, texto solamente.
Había llegado el momento. Olmy se sorprendió al notar su propia renuencia. La verdad podía ser peor de lo que imaginaba.

—Muéstrame los archivos por orden cronológico. Era peor.

Cuando hubo concluido y almacenado todos los archivos en sus implantaciones de memoria para analizarlos con tranquilidad, dio al rastreador su recompensa, una carrera por un prado terrestre simulado, y liberó la vaporosa nube de pseudotalsit en la habitación. Su decisión le resultaba infinitamente más difícil después de lo que le había revelado el rastreador.

Leyendo entre líneas —en los archivos no figuraba toda la historia; eran sólo archivos suplementarios, simples trozos que habían quedado después de una purga precipitada y poco minuciosa—, Olmy sacó sus conclusiones.

Cinco siglos antes habían capturado a un jart viviente, aunque no se aclaraba en qué circunstancias. Había muerto antes de que lo llevaran a Thistledown y habían conservado el cuerpo después de copiar toscamente su mentalidad. Puesto que desconocían la psicología y la fisiología jart, la copia había tenido un éxito parcial. Ni siquiera los captores sabían cuan integrada estaba la mentalidad jart, cuan fiel era al original. Incluso habían sospechado del cuerpo; varios investigadores pensaban que los jarts, como los humanos, podían adaptar su forma biológica e incluso su constitución genética a las circunstancias. Habían estudiado la fisiología jart, pero los estudios no llegaban a ninguna conclusión; no los habían presentado a los comandantes militares ni a otros investigadores.

Al principio el estudio de la mentalidad copiada se había llevado a cabo en condiciones seguras pero sin demasiadas restricciones por una quincena de investigadores. Nueve habían muerto durante el proceso, dos irremediablemente, ya que sus implantaciones habían resultado destruidas. En ese punto se habían prohibido los enlaces mentales directos o indirectos con la personalidad copiada. La investigación se interrumpió.

Olmy sabía que ya entonces el examen indirecto de las mentalidades era un arte sumamente desarrollado. Le costaba creer que un jart, fragmentado o entero, pudiera lesionar a los investigadores en semejantes circunstancias. Aun así, Beni había muerto y Mar Kellen había sufrido lesiones.

Olmy controló otra descarga hormonal. De no ser por sus modificaciones y mejoras, la descarga le había sumido en un estado llamado miedo.

Durante siglos había existido una ley en las investigaciones cibernéticas: «Para todo programa existe un sistema tal que el programa no puede conocer su sistema.» Es decir, un programa, por complejo que fuera, incluso una mentalidad humana, no siempre podía ser consciente del sistema en el cual se ejecutaba si dicho sistema no le ofrecía pistas; sólo podía saber en qué medida el sistema le permitía funcionar.

Pero hacía menos de un siglo que los investigadores del Hexamon, liderados por la brillante homorfa Doria Fer Taylor, habían encontrado algoritmos matemáticos que permitían a los programas determinar totalmente la naturaleza de sus sistemas. Así, una mentalidad copiada podía saber si era o no una copia; teóricamente, Olmy podía saber en cualquier circunstancia si el foco de su personalidad estaba operando en implantaciones o en su mente orgánica.

Teóricamente, dichos algoritmos, plenamente desarrollados, permitían que una mentalidad o un programa modificara la naturaleza de su sistema, en la medida en que un sistema podía modificarse. Dada la existencia de renegados en Memoria de Ciudad, dicha información podía tener consecuencias desastrosas. Los renegados —incluso un renegado— podían destruir Memoria de Ciudad y todo lo que en ella había. Las mentalidades humanas no tenían disciplina suficiente para recibir semejante poder. Las investigaciones eran secretas. Olmy se había enterado de su existencia gracias a su trabajo detectivesco, cuando el ministro presidencial le había ordenado que investigara si alguna mentalidad en memorias remotas —humanas o no— había descubierto por su mente dicho poder. Nadie lo había hecho.

Olmy repasó los niveles más profundos de su memoria implantada en busca de los algoritmos de Taylor. Con frecuencia había guardado esos ítems, confiando en que los mantendría a buen recaudo, incapaz de resistir la oportunidad de incorporarlos a su archivo de datos personales. Todavía estaban disponibles. Tendría que purgarlos antes de copiar su personalidad a Memoria de Ciudad.

Improbable, pensó.

A juzgar por lo que había sucedido con Beni y Mar Kellen, así como con los primeros investigadores, la mentalidad jart era consciente de los algoritmos de Taylor y plenamente capaz de usarlos. Pero en el momento de su captura, los humanos ni siquiera conocían la existencia de esos algoritmos.

La mentalidad jart, todavía una incógnita, había sido aislada en la quinta cámara para ser estudiada esporádicamente a lo largo de varias décadas, aparentemente menos de un siglo, y luego ser olvidada, salvo por comprobaciones ocasionales en cuanto a su estado. Demasiado valiosa para ser destruida, demasiado peligrosa para ser investigada.

Al parecer todos los investigadores habían pasado a Memoria de Ciudad llegado su momento. La mayoría eran geshels. También era evidente que la mayoría había optado por seguir la Vía durante la Secesión. Eso explicaba por qué no había más consultas desde hacía cuarenta años, pero no los doce años de silencio anteriores.

Pidió una lista completa de datos y miró las fechas de acceso. ¿Para qué repasar archivos estáticos si no para ver si alguien más ha tenido acceso a ellos?

Las fechas de acceso distaban entre sí desde cinco a treinta años durante el último siglo y medio. El nombre de la persona que efectuaba la consulta había sido borrado después de cada acceso; un truco ingenioso, aunque quizá no tanto. Olmy pidió la longitud de lo borrado en cada registro de acceso. En todos los casos, el nombre había ocupado quince espacios. Parecía que una sola persona había tenido acceso a los archivos durante ciento cincuenta años, para verificar si las huellas aún estaban ocultas, si el monstruoso secreto aún estaba a salvo.

Alguien podía haber tropezado accidentalmente con la puerta de seguridad de la quinta cámara o haber averiguado su existencia, como Mar Kellen. Pero Mar Kellen había utilizado técnicas de descifrado relativamente recientes para abrir la puerta.

Lo más probable era que nadie en el Hexamon Terrestre salvo Mar Kellen, y ahora Olmy, supiera nada sobre el jart capturado.

Mar Kellen se encaminaba hacia un honorable anonimato.

Sólo quedaba Olmy.

16
Gaia

Las declaraciones de la Boulé acerca del ataque libyo contra el Brukheion habían sido desalentadoras. Las milicias judías apostadas en el delta del Nilos habían mostrado su disgusto con demostraciones que rayaban en el amotinamiento; ahora la Boulé le accionaba. Kleopatra, acompañada por su habitual enjambre de asesores y consejeros, había salido de la sesión bajo el resplandor de las luces manejadas por un equipo de grabación oficial de la Boulé. Era suficientemente vanidosa como para odiar las luces brillantes y las cámaras, y tenía suficiente sentido del deber como para sonreír.

BOOK: Eternidad
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