—Garry —dijo—, ¿este hombre es quien dice ser? Lanier sabía que su juicio le merecía confianza.
—Al principio no estaba seguro, pero ahora creo que sí.
—Ser Mirsky, es un placer encontrarte de nuevo —dijo Hoffman—. En circunstancias más apacibles, y desde luego más misteriosas.
Abrió las manos y extendió una con vacilación. Mirsky le cogió la punta de los dedos y se inclinó.
Galantería del final del tiempo, pensó Lanier. ¿Y ahora qué?
—Sin duda, ser Hoffman —dijo Mirsky—. Muchas cosas han cambiado.
Mientras se trasladaban a una sala de reuniones del complejo que estaba debajo del anfiteatro, se hicieron las presentaciones, con un embarazo que a Lanier le resultaba divertido, teniendo en cuenta las circunstancias. Las convenciones podían trivializar aun las ocasiones más solemnes, y tal vez ése era su propósito: reducir los acontecimientos a una escala humana.
Korzenowski procuró no dar detalles sobre Mirsky.
—Tenemos ciertas pruebas complejas e importantes que presentar al Nexo y al presidente —dijo Korzenowski mientras se sentaban en torno de una mesa redonda.
—Tengo una pregunta, y no veo el momento de hacerla —dijo Eula Masón con expresión severa—. Sé muy poco acerca de ser Mirsky. Es un viejo nativo... perdón, un terrestre... y es de ascendencia rusa, pero tu presentación no explica su importancia, ser Korzenowski. ¿De dónde viene?
—Desde muy lejos en el espacio y en el tiempo —dijo el Ingeniero—. Nos ha traído algunas noticias perturbadoras, y está dispuesto a presentar su testimonio ante este grupo selecto. Os lo advierto... nunca habéis experimentado nada semejante ni siquiera en Memoria de Ciudad.
—Tengo por costumbre evitar Memoria de Ciudad —le dijo Masón—. Te respeto, ser Korzenowski, pero no me gusta el misterio y desde luego me molesta que me hagan perder el tiempo.
Para tratarse de aliados que se unían contra la reapertura, Masón era bastante antipática con Korzenowski.
Korzenowski no se inmutó.
—Os he llamado a vosotros cuatro porque las circunstancias son inauditas, y quisiera hacer un pequeño ensayo antes de reunimos con todo el Nexo.
—¿Necesitaremos aspirinas? —le preguntó Hoffman a Lanier.
—Tal vez —dijo Lanier.
El diseño homórfico de Negranes era demasiado exagerado para el gusto de Lanier; tenía unos rasgos faciales demasiado pequeños, y el cuerpo desproporcionado para ser natural: piernas demasiado largas, muslos demasiado gruesos y dedos excesivamente largos; un pecho casi masculino. Pero su porte era regio y evidentemente era consciente de su posición en esa habitación y en Thistledown.
—¿Estas pruebas están destinadas a desalentar la reapertura, ser Ingeniero?
—Creo que podemos llegar a una solución intermedia —dijo Korzenowski.
Vaya, optimismo., pensó Lanier.
Masón entornó los ojos sin disimular su suspicacia. Era obvio que Korzenowski no gozaba de confianza en su propio bando. No era de extrañar: él mismo había diseñado la Vía.
—Adelante, pues —dijo Par Jordán.
—Esta vez no usaré proyector —dijo Mirsky—. Prescindiré de los sers Korzenowski y Lanier. Ellos ya han padecido mi historia una vez.
Cuando concluyó la presentación, Hoffman apoyó la cabeza en la mesa y suspiró. Lanier le frotó el cuello y los hombros con una mano.
—Cielos —exclamó con voz sofocada.
Par Jordán y Negranes parecían anonadados.
Masón se puso de pie. Le temblaban las manos.
—Esto es una farsa —le dijo a Korzenowski—. Me asombra que hayas creído en un engaño tan evidente. Desde luego no eres el hombre en quien mi padre depositó su confianza.
—Eula —dijo Korzenowski, mirándola con frialdad—, siéntate. No es un engaño, y tú lo sabes tan bien como yo.
—¿Qué es, entonces? —preguntó ella chillando—. ¡No entiendo nada!
—Sí que lo entiendes. Está muy claro, por asombroso que resulte.
—¿Qué quiere él que hagamos?
Korzenowski alzó la mano pidiendo calma. Masón tuvo apenas la paciencia suficiente para cruzarse de brazos y sentarse rígidamente en la silla.
—¿Preguntas? —dijo Korzenowski, dirigiéndose a Negranes y Par Jordán.
Par Jordán parecía ser el menos perturbado.
—¿Crees que el presidente debe ver esto? Es decir, experimentarlo.
—Debe ser una decisión que tome todo el Nexo, por favor —dijo Mirsky—. Cuanto antes.
Lo miraron como si fuera un fantasma inesperado, o tal vez un insecto muy grande. Obviamente se resistían a hablarle directamente.
—Ser Korzenowski, eso será difícil. Comparto la reacción de ser Masón...
Fula golpeó la mesa con la mano abierta, sintiéndose vindicada. Negranes alzó la cabeza.
—Nunca había experimentado nada semejante —le dijo—. Me hace sentir inconmensurablemente pequeña. ¿Todo es tan fútil, que simplemente desaparecemos y somos olvidados con el tiempo?
—Olvidados no —dijo Mirsky—. Por favor. No sois olvidados. Yo estoy aquí.
—¿Por qué tú? —preguntó Negranes—. ¿Por qué no una personalidad más conocida del Hexamon?
—Me ofrecí como voluntario, en cierto sentido. Hoffman clavó en Korzenowski sus ojos castaños.
—Hemos sido opositores en esta cuestión durante mucho tiempo. Sin duda Garry se sorprenderá de saber que he respaldado la reapertura. ¿Cómo te sientes al experimentar esto? ¿Has cambiado de parecer?
Korzenowski no respondió enseguida. Luego, usando un tono de voz que alarmó a Lanier —el tono de Patricia Vasquez—, dijo:
—Siempre he sabido que era inevitable. Nunca me gustó lo inevitable. Tampoco me gusta ahora. Yo diseñé la Vía y por ello fui castigado a morir asesinado. Me resucitaron, y vi los progresos que habíamos realizado, y cuánto habíamos ganado como seres humanos, no perdido. Estamos atrapados en nuestras propias glorias.
«Estaba seguro de que el regreso a la Tierra equilibraría nuestros problemas, pero la Vía es como una droga. Hemos usado esta droga tanto tiempo que no podemos liberarnos de ella mientras siga en pie la cuestión de la reapertura.
—Son palabras ambiguas —dijo Masón.
—Creo que debemos reabrir la Vía. Y luego destruirla. No veo ninguna alternativa aparte del método que propone ser Mirsky.
—Reapertura —dijo Masón, sacudiendo la cabeza—. Al fin debemos ceder.
—Nuestra responsabilidad es una pesada carga —continuó el Ingeniero—. Es preciso desmantelar la Vía. Es un obstáculo para los designios de seres cuyas metas son más grandes de lo que nosotros podemos imaginar.
—Puedes estar seguro de una cosa —dijo Masón—. Si favorecemos la reapertura, ellas no nos permitirán destruirla. —Señaló a Negranes y Hoffman.
Hoffman miró a Lanier, recobrando el color.
—Por favor, el Nexo debe ver esto. Creo que este hombre es Mirsky, y eso es suficiente para convencerme. Par Jordán se puso de pie.
—Haré mis recomendaciones al presidente.
—¿Cuál es tu recomendación? —preguntó Mirsky.
—Dudo que podamos impedir que testifiques ante el Nexo. Tampoco sé si nos interesaría. No sé. —Inhaló profundamente—. El desconcierto será increíble.
Lanier anheló de pronto la oportunidad de revivir aquel momento, en la montaña, en que había visto al excursionista bajando por el sendero.
De ser posible, echaría a correr a toda la velocidad que le permitieran sus piernas agarrotadas.
Kleopatra XXI saludó cálidamente a la joven en la sala de estar de sus aposentos privados. El cabello de la reina era entrecano y sus ojos carecían de brillo. Tenía la cicatriz que le cruzaba la mejilla, un galardón de honor célebre en la Oikoumené, roja e hinchada. Parecía exhausta.
No se permitió que el kelta entrara en los aposentos privados. Rhita sintió lástima por aquel hombre a quien siempre apartaban de su deber principal: protegerla.
—No fuiste bien tratada en el Mouseion —dijo Kleopatra, sentándose frente a la joven, junto a una mesa de cuarzo transparente veteada de rosa—. Pido tu perdón y comprensión.
Rhita cabeceó, sin saber qué decir, pensando que era mejor dejar hablar a la reina. Kleopatra no las tenía todas consigo.
—Tu solicitud de audiencia era esperada y bienvenida —continuó Kleopatra—. Me temo que tu abuela creía que yo había perdido mi fe en ella. —La reina sonrió—. Tal vez fue así. Es fácil perder la fe en un mundo de decepciones. Pero nunca dudé de su palabra. Necesitaba creer en lo que ella decía. ¿Se entiende lo que digo?
Rhita comprendió que su silencio se podía interpretar como timidez en presencia de la realeza. Extrañamente, no estaba nerviosa.
—Sí, lo entiendo.
—Por lo que me han dicho, no estuviste cerca de tu abuela, no toda tu vida.
—No, mi reina.
Kleopatra rechazó la formalidad y fijó los ojos cansados en Rhita.
—¿Ella te escogió para algo?
—Sí.
—¿Qué?
La reina gesticuló invitándola a ser más directa.
—Me puso a cargo de los Objetos —dijo Rhita.
—¿La clavícula?
—Sí, mi reina.
—¿Nos está defraudando de nuevo?
—Muestra una nueva puerta, Imperial Hypsélotés. Ésta ha permanecido en su sitio tres años.
—¿Dónde?
—En las estepas de Rhus Nórdica, al oeste del mar Kaspio. La reina pensó en ello un instante, arrugando el entrecejo. El color de la cicatriz se aclaró.
—No es fácil llegar allí. ¿Alguien más sabe de su existencia?
—No que yo sepa, mi reina.
—¿Sabes adonde conduce? Rhita negó con la cabeza.
—¿No hay nada convincente en esta puerta?
—¿En qué sentido, mi reina?
Por más que lo intentara, Rhita no podía dirigirse a ella de otra manera. Parecía sacrílego hablarle a esa mujer sin rodeos, sin un tratamiento de respeto.
—Supongo que estoy pidiendo seguridad. Si organizo una expedición, afronto las dificultades diplomáticas de enviarla a Rhus Nórdica... por si nos pillan, quiero decir, pues es imposible pedir autorización... y si todo es para nada, un agujero que no conduce a ninguna parte...
—No puedo garantizar nada, mi reina.
Kleopatra sacudió la cabeza tristemente, volvió a sonreír.
—Tampoco podía hacerlo tu abuela. —Suspiró—. Ambas habéis sido muy afortunadas al tenerme como reina. Una persona más inteligente, más pragmática, no os habría escuchado.
Rhita asintió solemnemente, se preparó para una negativa.
—¿Tienes idea de lo que hay del otro lado de esa puerta? ¿Alguna noción?
—Tal vez nos lleve a la Vía.
—El gran mundo tubular de Patrikia.
—Sí, mi rema.
Kleopatra se levantó, apoyándose el dedo en la sien, en el extremo superior de la cicatriz, apretando y aflojando la mandíbula.
—¿Qué necesitarías para tu expedición? ¿Más de lo que Patrikia solicitó una vez?
—No lo creo, Hypsélotés.
—No es un gran gasto. ¿Todos los Objetos funcionan bien? ¿Los mekhanikoi de Rhodos los han mantenido en buen estado?
—No han requerido mantenimiento, mi reina. Salvo el cambio de baterías... Funcionan bien.
—¿Puedes guiar esta expedición?
—Creo que es lo que deseaba mi abuela.
—Eres muy joven. Rhita no lo negó.
—¿Podrías?
—Creo que sí.
—Careces de la pasión de tu abuela. Ella no habría vacilado en decir que sí, aunque yo dudara de ella.
Rhita tampoco negó esto.
Kleopatra meneó la cabeza lentamente, caminando en torno de la mesa. Se detuvo, y apoyó las manos en el respaldo de la silla de Rhita.
—Es una locura política. Hay riesgo de una confrontación con los rhus, y de una tormenta en la Boulé si se destapa el asunto... Mi posición actual no es envidiable, jovencita. En parte me siento irritada... no, más que irritada, furiosa... por tu sola presencia aquí, por tu petición tácita. Y en parte... la parte de la que se aprovechó tu abuela...
Rhita tragó saliva, tensando los músculos del cuello para no ir asintiendo continuamente.
—Ya he infligido algunos castigos menores por el mal trato que recibiste en el Mouseion. En cierto sentido, ya he respaldado tu causa. Pero para mí no es fácil ceder a mis deseos. Y deseo que encuentres algo... maravilloso, quizás hasta peligroso, maravillosamente nuevo y peligroso. Algo que esté por encima de esta increíble maraña de amenazas mezquinas y odios e intrigas de alto nivel. —Se agachó junto a Rhita, acercando el rostro al de la joven, estudiando sus rasgos—. ¿Qué garantías me ofreces?
—¿Garantías, mi reina?
—Garantías personales.
—Ninguna —respondió Rhita, desfalleciendo.
—¿Ninguna en absoluto?
En voz muy queda, sintiendo odio y temor de sí misma y por sus incertidumbres, Rhita respondió:
—Sólo mi vida, Hypsélotés.
Kleopatra se echó a reír. Enderezándose, cogió las manos de Rhita entre las suyas y la levantó, como invitándola a bailar.
—Tienes algo de tu abuela, a pesar de todo —dijo—. ¿Puedes mostrármelo?
Rhita distendió los músculos del cuello el tiempo suficiente para asentir.
—Entonces trae la clavícula y muéstramela, como hizo tu abuela. Disfruté aquella experiencia.
Al cabo de treinta y un días de investigación, Olmy había llegado a una conclusión. La mentalidad jart, en su entorno actual, no se podía estudiar sin peligro. Olmy no conocía bien el sistema donde estaba almacenada, mientras que el jart parecía saberlo todo.
Estaba en la segunda habitación, meditando. La imagen de la mentalidad no había cambiado mucho desde que él había empezado a estudiarla. Plácida, imperturbable, atemporal, destinada a renacer pronto y tal vez a intentar cumplir su cometido una vez más...
Olmy nunca se había puesto en una situación en la que su yo interior pudiera ser violado. Incluso había evitado la mezcla de personalidad con amantes y amigos, lo cual no era infrecuente en los días turbulentos de las Guerras Jarts. Cuando participaba en una diversión en Memoria de Ciudad, siempre protegía su yo con un apretado caparazón.
Era una manía como cualquiera, pero Olmy sólo había infringido la norma una vez, al copiar los parciales de Korzenowski en sus implantaciones de memoria. Aun así, la desperdigada mentalidad de Korzenowski sólo había llegado a compartir su capa externa de pensamientos, sin tocar zonas más profundas.
En cierto modo detestaba la intimidad profunda. Valoraba su propia singularidad. Nunca se había adherido a la máxima del antiguo poeta, de que estar solo era estar en mala compañía. Olmy comprendía claramente por qué rechazaba la intimidad profunda; no quería conocerse del todo ni permitir que nadie lo conociera. No le agradaba, como a otros, explorar su propia mentalidad.