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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Eternidad (7 page)

BOOK: Eternidad
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—¿Qué te parece?

—Es muy bueno. ¿Has obtenido la aprobación del consejo?

—Provisional.

—La obtendrás. Es una adaptación elegante —dijo Olmy, y lo decía con franqueza. Siempre deseaba poder solicitar la reencarnación y probar suerte. Pero había convivido demasiado tiempo con componentes talsit.

—¿Crees que reabrirán la Vía?

Olmy hizo el equivalente mental de una mueca.

—No te precipites. Tengo muy pocas horas de memoria, y no quiero pasarlas hablando de política. Quiero que mi hijo me muestre todo lo que ha aprendido.

—¡Cosas maravillosas, padre! —exclamó Tapi con entusiasmo contagioso—. ¿Has estudiado nunca estructuras de Mersauvin?

Olmy las había estudiado, pero muy brevemente, pues las encontraba aburridas. No le dijo esto a su hijo.

—He establecido correlaciones muy significativas —continuó Tapi—. Al principio pensé que eran abstracciones tediosas, pero luego las inserté en análisis de situación sintética y encontré los juicios más increíbles. Éstas permiten una complejísima modelación predictiva. Actúan como algoritmos autoajustables para la graduación y la planificación sociales... incluso modelan interacciones individuales.

Tapi pasó a un compartimiento de memoria privado.

—Yo mismo decoré esto —dijo—. Nadie ha pensado aún en borrarlo. Supongo que es un cumplido de mis compañeros de guardería.

Claro que lo era. En la guardería, los decorados privados eran tan vulnerables y fugaces como hielo sobre fuego. El decorado, un agotador despliegue de tests mentales y algoritmos, era mucho más complejo y logrado que si lo hubiera diseñado Olmy.

—Me tomé algunas libertades con mis lecciones formales —continuó Tapi—. Apliqué las estructuras de Mersauvin a los hechos externos.

—¿Sí? ¿Y qué aprendiste?

Tapi mostró una curva saltarina y discontinua.

—Muchas rupturas. El Hexamon está sometido a tensiones muy fuertes. Ya no somos una sociedad feliz. Creo que antes lo éramos, en la Vía. Comparé la insatisfacción actual con los perfiles psicológicos de nostalgia durante etapas previas de la vida de los homorfos naturales. Lo pequeño imita lo grande. Los algoritmos le muestran que el Hexamon quiere regresar a la Vía. Me temo que mis maestros no me han puesto buenas calificaciones en esto. Dicen que los resultados carecen de rigor.

—Estás diciendo que todos queremos regresar al seno materno, ¿verdad?

Tapi asintió con risueña renuencia.

—No lo diría de un modo tan contundente. Olmy estudió la curva saltarina con una mezcla de orgullo y abatimiento.

—Creo que es muy bueno. Y no es un simple cumplido de padre.

—¿Crees que predecirá correctamente?

—Dentro de ciertos límites.

—Tal vez actúe neciamente, pero creo que esto tiene un fuerte valor predictivo. Así que he tomado una decisión sobre vocación primaria. Me entrenaré para defensa del Hexamon.

Olmy miró la imagen del muchacho con más orgullo, pero también con más abatimiento.

—De tal palo, tal astilla.

—He estudiado tu biografía, padre. Es admirable. Pero creo que hay algunos puntos que puedo mejorar. —La imagen de Tapi estalló en un chorro de colores y volvió a tomar forma, ahora, vestida con el uniforme negro de las fuerzas de defensa—. Aspiro a un puesto más elevado en las etapas posteriores de mi carrera. Dentro de uno o dos siglos de servicio activo, en tiempo normal. Me pregunto por qué nunca solicitaste puestos de mando.

—Si has estudiado bien a tu padre, lo sabrás.

—Viejas costumbres. Viejas disciplinas. Una vez soldado, siempre soldado. La mejor y máxima expresión.

Olmy cabeceó. Esos sentimientos eran sinceros.

—Pero tus aptitudes... en los últimos años tiendes a sentir menos respeto por tus superiores. Te dices que esto es porque las capacidades de ellos han disminuido... Pero creo que puede ser una expresión reprimida y desviada de tu propio afán de modelar la historia.

Éste es mi hijo, pensó Olmy. Rápido y directo. Y sin duda certero.

—Dejar parciales contigo es como dejar corderos cuidando al león.

—Gracias, ser.

—Tal vez tengas razón en todo. Pero si entras en esa jerarquía, tú también tendrás que reprimir y desviar tu tendencia a alardear. El camino más difícil hacia el liderato pasa por las fuerzas de defensa.

—Sí, padre, pero me inculcaría disciplina y autocontrol.
A menos que te cree un molde que te negarás a romper
, pensó Olmy.

—¿Apruebas la reapertura, padre?

No hay escapatoria, ni siquiera en la guardería.

—Observo y sirvo. Tapi sonrió.

—Te he echado de menos, padre. Ni siquiera los parciales correctos brillan como el original.

—Te debo... disculpas —dijo Olmy—. Por mis actos pasados y futuros. Estaré muy ocupado a partir de hoy, quizá más que antes.

—¿Estás trabajando de nuevo para las fuerzas de defensa?

—No. Esto es personal. Pero quizá no pueda reunirme contigo mucho más que en los últimos años... tal vez menos. Quiero que sepas que estoy orgulloso de ti, y que valoro tu crecimiento y tu madurez. Tu madre y yo estamos sumamente complacidos.

—Orgullosos de un reflejo —dijo Tapi con cierto desdén hacia sí mismo.

—En absoluto —dijo Olmy—. Eres más complejo y organizado que cualquiera de ambos. Eres lo mejor de ambos. Mi ausencia no es reprobación y no es... lo que yo escogería.

Tapi escuchó sonriendo.

—Mi consentimiento para la encarnación está registrado —dijo Olmy—. Me he hecho responsable de tus actos ante el Hexamon. Tu madre ha hecho lo mismo.

Tapi se puso repentinamente solemne.

—Gracias. Por vuestra confianza.

—Ya no eres nuestra creación —dijo Olmy, siguiendo el rito tradicional—. Ahora te haces a ti mismo. Te recomendaré para un cargo en las fuerzas de defensa. Y trataré de visitarte... —
La franqueza
, pensó,
es la mejor política—.
Pero probablemente no lo haga con frecuencia.

—No te defraudaré —dijo Tapi.

—No lo dudo. —Olmy echó una ojeada al decorado—. Bien, me interesan esas estructuras de Mersauvin. Atenuemos un poco el fondo. Quisiera que me mostraras cómo llegaste a tus conclusiones.

Tapi se dispuso ávidamente a hacerlo.

Olmy partió de Axis Euclid a las seis; era uno de los tres pasajeros de una lanzadera destinada a Thistledown.

No tenía ganas de conversar. Y los demás pasajeros, por su parte, estaban demasiado ensimismados para prestarle mucha atención.

5
Tierra

Lanier se sentó en el borde de la cama para calzarse las botas. Hizo una mueca al agacharse para atarse los cordones. Eran las nueve de la mañana y una breve tormenta había pasado sobre las montañas, descargando un chaparrón y haciendo soplar suaves ráfagas desde el mar. El dormitorio aún estaba helado. El aliento se condensaba delante de su rostro. Se puso de pie y golpeó la raída alfombra para asentar las botas, midiendo la presión en los tobillos. Hizo otra mueca al recordar otra clase de dolor, otro recuerdo que no podía borrar.

Mientras se ponía la chaqueta junto a la ancha ventana del salón, miró las montañas verdes y escabrosas que se alzaban más allá de los setos y los altos helechos. Conocía bien esos cerros. Hacía años que no salía de excursión, pero aquél parecía un buen día para reanudar el contacto. No buscaba ninguna panacea, ningún ejercicio riguroso para recobrar una juventud que había rechazado, sólo una distracción. Últimamente lo acuciaban pensamientos muy amargos.

Habían pasado tres meses desde el entierro de Heineman.

Karen no había dicho adiós antes de irse a Christchurch para un recado. Había cogido el camión nuevo de cinco ruedas del Hexamon; las carreteras todavía dejaban mucho que desear en tiempo húmedo, y el viejo camión no siempre era apto para un terreno que apenas podían recorrer los caballos. Un día, pensó, él se pondría enfermo en esa casa y pasaría más de media hora hasta que un vehículo de emergencia pudiera llegar allí. Para entonces estaría muerto, igual que Heineman.

Un modo de librarse de los malos recuerdos.

—Paga el peaje, paga el peaje —canturreó, la voz áspera por el frío.

Tosió. Los años, no la enfermedad. Estaba bastante sano. Pasarían varios años más, muchos, antes de que su memoria se bloqueara y sus preocupaciones se disiparan.

Había hecho muy poco en sus años de servicio, por lo que recordaba.

Al cabo de cuarenta años la Tierra todavía era una herida abierta, a pesar de su nombre oficial; sin duda iba camino de la recuperación, pero era un lugar con constantes recordatorios de la muerte y la estupidez humana.

¿Por qué el pasado regresaba con tanta viveza en ese momento tan inoportuno? ¿Para distraerlo de las frustraciones del creciente abismo que lo separaba de Karen? Ella había estado muy distante desde el funeral.

Veintinueve años antes. Un pueblo sin nombre en los bosques del sureste de Canadá; una trampa fría y nevada para trescientos hombres, mujeres y niños. Los hombres salían de las macizas y bajas cabañas de troncos, totalmente demacrados, para salir al encuentro de los viajeros del cielo. Lanier y sus acompañantes, dos agentes del Hexamon, un hombre y un
a mujer, tenían salud y estaban bien alimentados. Atravesaron resueltamente el campo nevado que separaba su nave de la cabaña más próxima, interpelaron a aquella gente en francés y en inglés.

—¿Dónde están vuestras mujeres? —les preguntó la agente—. ¿Vuestros hijos?

Aquellos hombres macilentos los miraron con los ojos desorbitados. Tenían el rostro blanco, el cabello gris y ralo. Un hombre avanzo a trompicones, boquiabierto, extendiendo los brazos, y abrazó a Lanier con todas sus fuerzas. Como un niño enfermo. Lanier, al borde de las lágrimas, sostuvo al hombre, cuyos ojos amarillentos brillaban con algo semejante a la adoración, o tal vez fuese simplemente alivio y alegría.

Sonó un escopetazo y la agente cayó en la nieve, con una mancha de sangre en el pecho.

—¡No, no! —gritó otro de los hombres, pero sonaron más disparos en la arboleda, que hicieron saltar la nieve y rebotaron en el casco de la nave. Un hombre maduro de barba tupida y negra, menos demacrado que los demás, estaba de pie en la solitaria carretera, sosteniendo un rifle que parecía mejor alimentado que él, y maldiciendo.

—¡Once años! ¡Once! ¿Dónde habéis estado vosotros, los dioses, durante estos espantosos once años?

El agente del Hexamon, cuyo nombre Lanier ya no recordaba, tumbó al hombre con un rayo de su única arma. Lanier se acercó a la agente herida para examinarla. No sobreviviría a menos que le extrajeran la canica de personalidad de la nuca. Lanier se agachó y le tomó el pulso, dejando que ella cerrara los ojos, que entrara en la primera etapa de la muerte. Ignorando lo que sucedía a su alrededor, sacó un escalpelo y abrió la nuca de la mujer; buscó con los dedos la canica negra, la arrancó del alveolo y la guardó en un saco de plástico negro, tal como le habían enseñado a hacer.

Mientras él se dedicaba a esto, los hombres del pueblo patearon lenta y metódicamente al atacante hasta matarlo. El otro agente trató de ahuyentarlos pero no pudo, pues aunque estaban débiles eran muchos. El hombre que había abrazado a Lanier guardó silencio durante la operación, enloquecido de espanto; luego se puso de rodillas y suplicó a Lanier que no destruyeran el pueblo.

Las mujeres y los niños salieron de las cabañas de troncos, más muertos que vivos.

La gente del improvisado pueblo había sobrevivido a once inviernos, incluidos los dos primeros, los más crudos, pero no habrían sobrevivido a éste.

—Cada cual paga su precio —murmuró Lanier.
Mi esposa está llena de vitalidad y juventud. Yo soy viejo. Tomamos nuestras propias decisiones y nos atenemos a las consecuencias.

Se paró en el pasillo un instante, los ojos cerrados, tratando de despejar la niebla de su cabeza. La lana de la cabeza, habría dicho su abuelo. Apropiado para Nueva Zelanda. Esta lana, sin embargo, estaba llena de zarzas.

No los salvamos a todos. Ni siquiera a todos los fuertes y capaces. La Muerte era tan universal que ni siquiera los ángeles del cielo podían prestar auxilio a todo el mundo.

Durante décadas se había despreocupado de esas cosas, y le irritaba que tales pensamientos acudieran ahora como borrosos sustitutos de la culpa, una culpa que no consideraba pertinente. Hice mi trabajo. Dios sabe que dediqué treinta años a la Recuperación.

Y también Karen, pero ella no parecía un trapo sucio.

Cogió el bastón y abrió la puerta. Nubes grises surcaban el cielo. Si podía coger una neumonía, esa amiga de los viejos, intentaría hacerlo. Pero entre los beneficios otorgados a los viejos nativos por el Hexamon Terrestre estaba la inmunidad a la mayoría de las enfermedades. En ese sentido habían contado con amplios recursos; todos los hombres, mujeres y niños de la Tierra llevaban organismos que patrullaban sus cuerpos protegiéndolos de los invasores.

Vio su imagen en el cristal de la puerta del porche: el rostro fuerte pero ajado, arrugas curvas en torno de la boca, grietas a ambos lados de la nariz, ojos tristes, párpados flojos que le daban un aire de sabiduría. Con una mezcla de satisfacción y perversa repulsión, comprendió que se sentía más viejo de lo que aparentaba.

Lanier lamentó su empecinamiento en escalar el primer tramo del tortuoso sendero antes de descansar. En el segundo recodo del sendero de montaña, encorvado, aferrándose las rodillas trémulas, aspiró entrecortadamente y exhaló, la frente perlada de sudor. Hacía años que no salía de excursión ni hacía ejercicio, y a menos que realmente quisiera terminar con su vida, era tonto esforzarse en exceso en aquella primera excursión larga. Los milagros de la medicina del Hexamon sólo podían hacer lo que él les había permitido, es decir, mantenerlo vigoroso para su edad y a salvo de enfermedades, y protegido del exceso de radiación, por la cual sentía horror.

Recobrando el aliento, dominando el dolor, miró el valle que se extendía a trescientos metros. Rebaños de ovejas —tal vez pertenecieran a Fremont, el joven propietario de Irishman Creek Station— recorrían los pastizales verdes y amarillos por el Sol; nubarrones grises y blancos trotaban por sus propias pasturas azules. Se elevó un águila, la primera que Lanier veía esa temporada. A esa altitud el viento era frío y estimulante aun en un noviembre de primavera; mil metros montaña arriba todavía había retazos de nieve, punteados por los inevitables hongos rojos y filamentosos que los pastores y hacendados llamaban
Christblood
, «sangre de Cristo».

BOOK: Eternidad
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