Eternidad (2 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Eternidad
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Una bonita mezcolanza de acciones para dar respuesta al planteamiento inicial de Bear antes citado. En cualquier caso, el sentido de lo maravilloso de la mejor ciencia ficción se hace patente en esta obra tan o más stapledoniana que
E
ÓN
.
Ambas, junto con
L
EGADO
demuestran por qué Greg Bear es ya uno de los mejores autores de la moderna ciencia ficción. Para terminar, un breve comentario sobre la traducción. Para
E
ÓN
hemos utilizado la versión de Roger Vázquez de Parga que publicó Ultramar.
E
TERNIDAD
,
al igual que
L
EGADO
y las más recientes obras de Bear, ha sido traducida por Carlos Gardini con su habitual saber hacer.

La traducción de
E
TERNIDAD
de Gardini llegó cuando
E
ÓN
ya estaba en proceso de producción, por eso no pudimos incluir en
E
ÓN
los cambios que Gardini ha sugerido y que sí hemos mantenido en
E
TERNIDAD
.
Para los lectores interesados adjunto algunas de las notas que Carlos Gardini me hizo llegar con su traducción y que recogen los cambios respecto del vocabulario d
e
E
ÓN
y, de pasada, comentan algunos de los términos usados
:

Los gentilicios y afines (
jarts, frants, nádenlas, geshels, talsit, etc
.) están con minúscula aun cuando en la otra traducción se han transcrito (siguiendo la norma inglesa) con mayúscula.

En
E
ÓN
se traduce
«city memory»
por «Ciudad del Recuerdo». Se trata de una especie de matriz virtual donde residen mentes incorpóreas (la gente que muere, por ejemplo, es
downloadeada a city memory
). En consecuencia es «memoria de ciudad» o, a lo sumo, podría traducirse por «Ciudad de la Memoria». En mi traducción he usado «Memoria de Ciudad».

He usado «abrepuertas» para los
«gate openers»
, en
E
ÓN
llamados «Abridores de Entradas».

He usado «distritos orbitales» para los
«orbital precints
», en
E
ÓN
llamados «recintos orbitales».

He usado «falla» para
«flaw»
, en vez de «hendidura», y «tallonave» para
«flawship»
, en vez de «nave de la hendidura».

He decidido mantener las opciones de Gardini que me parecen más que razonables (en particular ese «fallonave» tan cercano al «flawship» del original). Por si ello fuera poco, Gardini se ha dado también cuenta de que en el mundo alternativo de Gaia los descendientes de Alejandro Magno (Alexandros) aún poseen una especie de imperio con capital en Alejandría (Alexandreia). Aunque en
E
ÓN
se tradujo el nombre de ese imperio como masculino (el Oikoumene), en realidad debería ser femenino ya que en griego «He Oikoumené» («la» Oikoumene, o tierra habitada) designaba la Hélade. También es femenino Boulé (asamblea o senado)
.

Y
nada más. Espero que, como yo, disfruten de
E
TERNIDAD
y, también como yo, estén impacientes por leer las futuras novelas de Greg Bear. Espero que pronto podamos hacerlo. Greg Bear es un autor que nunca defrauda.

M
IQUEL
B
ARCELÓ

Sólo cuando el espacio se enrolle como un trozo de cuero habrá un final para el sufrimiento, además de conocimiento de Dios.

Svetásvatara Upamsad, VI 20

Al fin y al cabo sólo hay crueldad y muerte en esta Tierra. No hallarás solaz en un rayo de luz ni en un grano de arena, pues todo es oscuridad, y la fría mirada de Dios es indiferente, ojos de gruesos párpados que observan a todos con igual desdén. Sólo hay salvación en tu fuerza interior; debes vivir, tal como debe vivir un árbol, o las cucarachas y las pulgas que medran en los yermos y ruinas de la Tierra. Y así vives, y sientes el aguijonazo de saber que vives. Comes lo que consigues, y si aquello que comes alguna vez fue tu hermano, así sea; a Dios no le importa. A nadie le importa. Te prostituyes, y si te prostituyes con varón o mujer, a nadie le importa, pues cuando todos tienen hambre, todos se prostituyen, aun los que recurren a las prostitutas. Y cuando todos se prostituyen la enfermedad florece, pues los gérmenes deben vivir, y se propagan por los yermos y ruinas de la Tierra.

Algunos dicen que volveremos a subir al cielo. Otros dicen que todos deberíamos haber muerto, como expiación. Mas no había de ser así. Pues por antojo del tiempo y por capricho de la historia, los ángeles descienden de la Piedra para recorrer los yermos y ofrecer el consuelo que los yermos no pueden ofrecer, para ahuyentar las nubes y el humo y dejar que pase el Sol, para sembrar nuestro grano, cosechar nuestro alimento y legarnos el arado. Te maravillas de esto, y no maldices a los ángeles en la locura de tu culpa, pues son una gloría semejante a un sueño, y no acabas de creértelo.

Sanan tu enfermedad, y con el tiempo te unes a ellos para sanar a otros. La medicina se convierte en religión, el auxilio en el único mandamiento, curar en la mayor ofrenda a Dios.

Traen milagros desde la Piedra. Se quedan entre nosotros, pero no son de los nuestros, y algunos protestan, pero esos pocos son ignorados como se ignora la granza. Esos pocos mascullan acerca de la división y la insatisfacción, pues nunca estamos contentos, nunca conformes, nunca satisfechos. Pero los ángeles no escuchan.

Y luego, desde las Tierras Bíblicas, desde el este, desde la Tierra del Libro y desde el Pueblo del Libro llega la rebelión. Pues sus tierras no han sido exploradas y todavía pueden encontrar fuerza en el suelo, y son ingeniosos y conocen la Ley del Árbol y la Pulga. Como son Elegidos de Dios, combaten contra estos ángeles que para ellos no son ángeles sino demonios, combaten y son sometidos por medio de milagros y pacificados. Y el Pueblo del Libro duerme el sueño de los pacíficos, construyendo y trabajando sin combatir. Así acontece en la Tierra donde la humanidad abrió los ojos por primera vez.

Y luego, desde aquella región hundida en el mal, desde la punta del Corazón de las Tinieblas, como heces blancas en una botella negra, llegan hablantes de afrikáans e inglés vestidos de uniforme, precedidos por ejércitos de esclavos, para aislar las Tierras Meridionales vírgenes. Combaten y son sometidos por medio de milagros y pacificados, a su manera. Y duermen el sueño de los pacíficos, construyendo y trabajando sin combatir. Así ocurre en el pie del ánfora de África.

La luz y el conocimiento renacen en el yermo, pues el suelo recobra su vigor, y también la carne. Todo esto debemos a los ángeles. Y si son sólo hombres, sólo nuestros hijos que regresan vestidos de luz, ¿ qué significa eso para nuestra satisfacción y gratitud?

Nos arrancan de la Ley del Árbol y la Pulga y nos devuelven nuestra humanidad.

GERSHOM RAPHAEL, El Libro de la Muerte, sura 4, libro 1

1
Tierra Recuperada, Territorio Independiente de Nueva Zelanda, 2046 d.C.

El cementerio de New Murchison Station sólo contenía treinta tumbas. Una pradera llana rodeaba el terreno cercado, y un angosto y sinuoso riacho atravesaba la pradera con un murmullo líquido y persistente bajo el viento fresco y seco. El viento susurraba entre las crepitantes hojas de hierba. Montañas orladas de nieve y envueltas en nubes grises relucían sobre la planicie. Al este, el sol colgaba sobre el Two Thumb Range, con una luz que resplandecía sin dar calor. A pesar del viento, Garry Lanier estaba sudando.

Ayudó a cargar el ataúd desde la empalizada blanca hasta la tumba recién cavada, marcada por un montículo desigual de tierra negra, contrayendo el rostro en una máscara que disimulaba el esfuerzo y las agudas punzadas del dolor.

Seis amigos llevaban el ataúd. Era apenas un sencillo cajón de pino, pero Lawrence Heineman pesaba sus buenos noventa kilos cuando falleció. La viuda, Lenore Carrolson, los seguía a dos pasos, el rostro levantado, con la mirada perpleja y perdida. Su cabello, antes rubio ceniza, ahora era blanco plateado.

Larry parecía mucho más joven que Lenore, cuyo aspecto resultaba frágil y fantasmagórico a los noventa años. Él había recibido un cuerpo nuevo después del infarto, treinta y cuatro años antes; no lo habían matado la edad ni la enfermedad, sino un alud de rocas en un campamento en las montañas, a veinte kilómetros de allí.

Lo depositaron en la tierra y los acompañantes soltaron las gruesas cuerdas negras. El ataúd se ladeó y crujió. Lanier se imaginó que Heineman estaba incómodo en la tumba, luego rechazó esa ingenua fantasía; de nada servía remodelar la muerte.

Un sacerdote de la Nueva Iglesia de Roma habló en latín ante la tumba. Lanier fue el primero en arrojar una palada de tierra húmeda en el agujero. Cenizas a las cenizas.
Este suelo es húmedo. El ataúd se pudrirá.

Lanier se frotó el hombro. Estaba junto a Karen, su esposa desde hacía casi cuatro décadas. Ella escrutaba el rostro de esos vecinos distantes, buscando algo que la hiciera sentirse menos desplazada. Lanier trató de mirar a los deudos con los ojos de ella y sólo encontró tristeza y una nerviosa humildad. Le tocó el codo, pero ella no aceptaba sus gestos tranquilizadores. Karen se sentía ajena a aquello. Amaba a Lenore Carrolson como una madre, aunque haría dos años que no hablaban.

Allá arriba, en el cielo, entre los distritos orbitales, el Hexamon se ocupaba de sus asuntos, pero no había enviado representantes de esos augustos cuerpos celestiales. A decir verdad, teniendo en cuenta lo que Larry opinaba sobre el Hexamon, ese gesto habría sido inapropiado.

Cómo habían cambiado las cosas.

Divisiones. Separaciones. Desastres. Ni siquiera todo el trabajo que habían realizado durante la Recuperación podía borrar esas diferencias. Habían esperado mucho de la Recuperación. Karen aún abrigaba grandes esperanzas, aún trabajaba en diversos proyectos. Los que estaban allí no compartían esas esperanzas.

Ella aún pertenecía a la Fe. Creía en el futuro, en los esfuerzos del Hexamon.

Lanier haría veinte años que había perdido la Fe.

Ahora entregaban una parte significativa de su pasado a la húmeda tierra, sin esperanzas de una segunda resurrección. Heineman no esperaba morir por accidente, pero aun así había escogido esta muerte. Lanier había hecho una elección similar. Sabía que un día la tierra también lo absorbería, y le parecía adecuado, aunque aterrador. Podía morir. No habría segunda oportunidad. Él —como Heineman, como Lenore— había aceptado las oportunidades que ofrecía el Hexamon hasta cierto punto, y luego se había arrepentido.

Karen no se había arrepentido. Si el alud hubiera caído sobre ella y no sobre Larry, ahora no estaría muerta; almacenada en su implante, aguardaría su oportuna resurrección en un cuerpo nuevo cultivado para ella en uno de los distritos orbitales, y sería llevada a la Tierra. No tardaría en ser tan joven como ahora, o más. Y al pasar los años, no envejecería más de lo que deseara, y su cuerpo sólo cambiaría de modos aceptados. Eso la distanciaba de estas personas. La apartaba de su esposo.

Como Karen, su hija Andia había llevado un implante, y Lanier no había protestado, algo de lo que se había avergonzado un poco en aquel entonces; pero verla crecer y cambiar había sido una experiencia extraordinaria, y se daba cuenta de que estaba más dispuesto a aceptar su propia muerte que la de aquella niña. No había puesto ninguna objeción a los planes de Karen, y el Hexamon había descendido para bendecir a la hija de una de sus fieles servidoras, para dar a la hija de Lanier un don que él mismo no aceptaba porque no estaba disponible (no podía estarlo) para los «viejos nativos», los nativos de la vieja Tierra.

Luego había intervenido la ironía, dejando una marca indeleble en sus vidas. Veinte años atrás el avión de Andia se había estrellado en el este del Pacífico y no habían encontrado el cuerpo. La oportunidad de resurrección de su hija yacía en los sedimentos del fondo de un profundo abismo; una canica diminuta, imposible de rastrear ni siquiera con la tecnología del Hexamon.

Las lágrimas de Lanier no eran por Larry. Se las enjugó y adoptó una expresión de estirada formalidad para saludar al sacerdote, un joven hipócrita y beato con quien Lanier nunca había simpatizado. «El buen vino viene en una copa extraña», había dicho una vez Larry.

Adquirió una sabiduría que envidio.

En el arrebato inicial de admiración al trabajar con el Hexamon, todos estaban deslumbrados. Heineman había aceptado su segundo cuerpo con satisfacción, y Lenore había aceptado tratamientos rejuvenecedores para estar a la altura de su esposo. Luego había abandonado los tratamientos, y ahora sólo aparentaba ser una setentona bien conservada.

La mayoría de los viejos nativos no tenía acceso a las implantaciones; ni siquiera el Hexamon Terrestre podía proporcionar a todos los habitantes de la Tierra los dispositivos necesarios; y si hubiera podido, las culturas de la Tierra no estaban preparadas ni siquiera para una aproximación a la inmortalidad.

Lanier se había resistido a las implantaciones, pero había aceptado la medicina del Hexamon; hasta el día de hoy no sabía si había sido por hipocresía o no. Dicha medicina había estado disponible para la mayoría, pero no para todos los viejos nativos, desperdigados por una Tierra devastada; el Hexamon había utilizado todos sus recursos para lograrlo.

Lanier se había valido de un argumento racional: con el trabajo que estaba haciendo, necesitaba gozar de perfecta salud; y para gozar de perfecta salud mientras hacía su trabajo —internándose en los yermos, viviendo entre la muerte, la enfermedad y la radiación— necesitaba el privilegio de la medicina del Hexamon.

Lanier comprendía la reacción de Karen. Qué desperdicio. Tanta gente que abandonaba o renunciaba. Karen pensaba que se portaban irresponsablemente.

Tal vez fuera así, pero esas personas —como él, y como Karen— habían dedicado gran parte de su vida a la Recuperación y a la Fe. Se habían ganado sus convicciones, por irresponsables que ella las considerase.

La deuda que todos tenían con los distritos orbitales era incalculable. Pero el amor y la lealtad no se ganaban con deudas.

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