Lanier siguió al cortejo hasta la diminuta iglesia que estaba a pocos cientos de metros. Karen se quedó cerca de las tumbas. Estaba llorando, pero él no podía ir a consolarla.
Sacudió bruscamente la cabeza, miró el cielo.
Nadie había pensado que sería así.
Aun a él le costaba creerlo.
En la sala de reunión de la iglesia, mientras tres mujeres jóvenes servían bocadillos y ponche, Lanier aguardó a que su esposa se sumara al velatorio. La gente, incómoda, formaba grupos de dos y de tres para aproximarse a dar el pésame a la viuda, que saludaba con una sonrisa distante.
Ella perdió a su primera familia en la Muerte, recordó Lanier. Ella y Larry, después de retirarse de la Recuperación diez años antes, se habían comportado como jovencitos, recorriendo la isla Sur, divirtiéndose, viajando a Australia para realizar largas excursiones, incluso navegando una vez hasta Borneo. Nada parecía preocuparles, y Lanier los envidiaba.
—Tu esposa se lo está tomando mal —le dijo Fremont, un joven rubicundo.
Fremont dirigía la reinaugurada Irishman Creek Station. Sus desperdigados merinos semisalvajes a veces llegaban hasta Twizel, y no lo consideraban el mejor de los ciudadanos. La marca de su hacienda, un loro rodeado por un círculo, era un tanto curiosa para un hombre que se ganaba la vida con ovejas; aunque se comentaba que una vez había dicho: «Soy tan independiente como mis ovejas. Voy a donde quiero, y ellas también.»
—Todos lo amábamos —dijo Lanier. ¿Por qué iba a confesarse de repente ante ese desconocido? Pero mientras miraba hacia la puerta por si se acercaba Karen, no pudo contenerse—. Era un hombre listo. Sencillo, sin embargo. Conocía sus limitaciones. Yo...
Fremont enarcó las pobladas cejas.
—Estuvimos juntos en la Piedra —dijo Lanier.
—Eso oí decir. Los ángeles os causaron confusión. Lanier sacudió la cabeza.
—Él odiaba eso.
—Él hizo un buen trabajo, aquí y en todas partes —dijo Fremont.
Todos son benévolos en los funerales.
Entró Karen. Fremont, que no podía tener más de treinta y cinco años, la miró y se volvió inquisitivamente hacia Lanier. Lanier se comparó con aquel hombre joven y vigoroso; él tenía el cabello gris, unas manazas oscuras y nudosas, el cuerpo levemente encorvado.
Karen no parecía mayor que Fremont.
—Hablemos —sugirió Suli Ram Kikura, apagando su píctor y sentándose detrás de Olmy.
Él estaba junto a la ventana del apartamento, una verdadera ventana, que daba sobre la pared interior de Axis Euclid, el espacio cilíndrico que antaño rodeaba la singularidad central de la Vía. Ahora mostraba aeronautas que nadaban con traslúcidas alas de murciélago, parques de diversiones flotantes, ciudadanos recorriendo autopistas formadas por campos purpúreos, y un pequeño arco de oscuridad a la izquierda: el espacio que rodeaba la Tierra.
Los colores y la actividad le recordaban una pintura francesa de principios del siglo XX, una escena campestre repentinamente despojada de gravedad, con parejas que paseaban e hijos de naderitas ortodoxos desperdigados por doquier. La vista cambiaba constantemente mientras el cuerpo del eje rotaba en torno del hueco de su centro, una muestra exuberante de la vida y la sociedad del Hexamon, de la cual Olmy ya no parecía formar parte.
—Estoy escuchando —dijo sin mirarla.
—Hace meses que no visitas a Tapi.
Tapi era el hijo de ambos, creado a partir de sus misterios mezclados en la Memoria de Ciudad de Euclid. Dicha concepción volvía a estar en boga desde hacía diez años; antes de eso, cuando los naderitas ortodoxos dominaban el gobierno del distrito de Euclid, predominaban los nacimientos naturales y los nacimientos ex útero, y al cuerno con siglos de tradición del Hexamon. De ahí, los niños que jugaban en el Parque de la Falla, frente a la ventana de Ram Kikura.
Olmy parpadeó, sintiéndose culpable por evitar a su hijo. Suli Ram Kikura siempre tocaba ese tema.
—Él está bien.
—Nos necesita a ambos. Un parcial no es sustituto para un padre. Dentro de pocos meses tendrá los exámenes de encarnación y necesita...
Olmy casi deseaba no haber tenido a Tapi. El peso de la responsabilidad era excesivo, sobre todo ahora que estaba dedicado a sus investigaciones. Simplemente, no tenía tiempo.
—No sé si enfadarme contigo o no —dijo ella—. Estás afrontando algo difícil. Supongo que hace años yo podría haber adivinado qué es... —Ram Kikura hablaba con calma y moderación, pero no podía ocultar su preocupación y su enojo ante aquella callada tozudez—. Te valoro lo suficiente como para preguntarte qué te molesta.
Te valoro.
Habían sido amantes primarios durante varias décadas (setenta y cuatro años, le recordó su implantación de memoria, sin que él se lo preguntara) y habían vivido y participado en un turbulento y espectacular período de la historia del Hexamon. Él nunca había cortejado seriamente a ninguna mujer salvo a Ram Kikura; siempre había sabido que dondequiera que fuese, aunque mantuviera relaciones pasajeras, siempre volvería a ella. Ella era su igual, una homorfa, ex repcorp de la Tierra en el Nexo, defensora de los desafortunados, los ignorados y los ignorantes. Con ninguna otra podría haber engendrado a Tapi.
—Estoy estudiando, eso es todo.
—Sí, pero no me cuentas qué. Sea lo que fuere, te está cambiando.
—Sólo pienso en el futuro.
—No sabrás algo que yo ignoro, ¿verdad? Abandonas tu retiro, viajas a la Tierra...
Él guardó silencio y ella calló, apretando los labios.
—De acuerdo. Algo secreto. Algo que se relaciona con la reapertura.
—Nadie planea eso seriamente —dijo Olmy, con una petulancia impropia de un hombre de más de cinco siglos de edad. Sólo Ram Kikura podía atravesar su coraza y provocar semejante reacción.
—Ni siquiera Korzenowski está de acuerdo contigo.
—¿Conmigo? Nunca he dicho que respalde la reapertura.
—Es absurdo —dijo ella. Ahora ambos habían atravesado la coraza del otro—. Sean cuales fueren nuestros problemas o carencias, abandonar la Tierra...
—Eso es aún menos probable —murmuró él.
—Y reabrir la Vía... Va en contra de todo aquello por lo que hemos trabajado durante los últimos cuarenta años.
—Nunca he dicho que lo quisiera —insistió él.
La mirada de desprecio de Ram Kikura lo sorprendió. La distancia entre ambos nunca había sido tan grande como para que sintieran desdén intelectual el uno por el otro. Su relación siempre había sido una mezcla de pasión y dignidad, aun en los años de su peor disputa. Ésta parecía a punto de igualarla o superarla, aunque él se negaba a admitir su desacuerdo.
—Nadie lo quiere, pero sin duda sería estimulante, ¿verdad? Volver a tener una ocupación interesante, una misión, regresar a nuestra juventud y nuestros años de mayor poder. Reanudar el comercio con los talsit. ¡Tantas maravillas por conocer!
Olmy alzó levemente un hombro, una discreta admisión de que había cierta verdad en lo que ella decía.
—Nuestra tarea no ha terminado aquí. Tenemos toda nuestra historia para reclamar. Sin duda hay trabajo de sobra.
—Nuestra especie nunca ha sido moderada —fue la respuesta de Olmy.
—Sientes la llamada del deber, ¿verdad? Estás preparándote para lo que crees que ocurrirá. —Suli Ram Kikura se puso de pie, cogiéndole el brazo con más enfado que afecto—. ¿Acaso nunca hemos pensado del mismo modo? ¿Nuestro amor siempre ha sido una atracción entre opuestos? Te opusiste a mí en lo concerniente al derecho a la individualidad de los viejos nativos...
—Cualquier otra cosa habría atentado contra la Recuperación.
La mención de ese tema al cabo de treinta y ocho años, y la rápida reacción de Olmy, demostraba que las brasas de aquella disputa aún no se habían apagado.
—Acordamos disentir ambos —dijo ella, enfrentándosele.
En su puesto de defensora de la Tierra, durante los años posteriores a la Secesión y los primeros de la Recuperación, Ram Kikura se había opuesto a que los funcionarios del Hexamon usaran talsit y otras terapias mentales con los viejos nativos. Se había acogido a la ley terrestre de aquel momento y llevado el asunto a los tribunales del Hexamon, alegando que los viejos nativos tenían derecho a evitar los chequeos de salud mental y la terapia correctora.
Finalmente, basándose en una legislación especial, la Ley de la Recuperación, habían rechazado su recurso.
La resolución se había tomado hacía ya treinta y ocho años. Ahora el cuarenta por ciento de los supervivientes de la Tierra recibían una u otra clase de terapia. La campaña para administrar el tratamiento había sido magistral. Se habían cometido algunos excesos, pero había funcionado. La enfermedad y la disfunción mental estaban prácticamente erradicadas.
Ram Kikura se había ocupado de otros asuntos, de otros problemas. Habían seguido siendo amantes, pero mantenían una relación tensa desde entonces.
El lazo que los unía era muy fuerte. Las desavenencias no bastaban para cortarlo. Ram Kikura no podía o no quería llorar, ni manifestaba las debilidades de una vieja nativa, y Olmy había perdido esas capacidades hacía siglos. El rostro de ella era suficientemente expresivo sin lágrimas; Olmy veía en él el temple de una ciudadana del Hexamon, que sabía contener sus emociones y aun así transmitirlas: tristeza y pérdida más que nada.
—Has cambiado durante los últimos cuatro años —dijo ella—. No sé definirlo... no sé qué estás haciendo ni para qué te estás preparando, pero disminuye la parte de ti que yo amo.
Él entornó los ojos.
—No quieres hablar de ello. Ni siquiera conmigo. Olmy sacudió la cabeza lentamente, sintiendo que algo se marchitaba en su interior, que algo se replegaba.
—¿Dónde está mi Olmy? —preguntó Ram Kikura—. ¿Qué le han hecho?
—Ser Olmy. Tu regreso nos es sumamente grato. ¿Cómo ha sido tu viaje?
El presidente Kies Parren Siliom estaba de pie en una ancha plataforma transparente, y el disco de la Tierra asomaba por debajo de él siguiendo la rotación de Axis Euclid. Quinientos metros cuadrados de vidrio tensado ionizado y dos capas de campos de tracción separaban la sala de conferencias del presidente del espacio abierto; parecía estar de pie en el vacío.
El atuendo de Parren Siliom —pantalones africanos de algodón blanco y camisa negra sin mangas de lino modificado de Thistledown— ponía de relieve que era el responsable de dos mundos. La Tierra recuperada, cuyo hemisferio oriental rodaba hacia la mañana bajo sus pies, y los cuerpos orbitales, Axis Euclid, Thoreau y la nave asteroide Thistledown.
Olmy se mantuvo a un lado del vacío aparente en la capa externa del recinto. La Tierra se perdió de vista. Pictografió saludos formales a Parren Siliom y dijo:
—Mi viaje ha sido grato, ser presidente.
Había esperado pacientemente tres días a que lo recibieran, y aprovechado el tiempo haciéndole aquella molesta visita a Suli Ram Kikura. Muchas veces había esperado a ministros presidenciales y funcionarios menores, y era muy consciente, después de tantos siglos, de que había desarrollado esa actitud de superioridad respecto a los amos propia del soldado veterano; sentía una respetuosa condescendencia hacia la jerarquía.
—¿Y tu hijo?
—Hace tiempo que no lo veo, ser presidente. Tengo entendido que está bien.
—Muchos niños se presentarán pronto a los exámenes de encarnación —dijo Parren Siliom—. Todos necesitarán cuerpos y ocupaciones, si aprueban tan fácilmente como sin duda lo hará tu hijo. Más exigencias sobre recursos limitados.
—Sí, ser.
—He invitado a dos asociados míos a asistir a una parte de tu informe —dijo el presidente, las manos a la espalda.
Dos fantasmas asignados —personalidades parciales proyectadas, provisionalmente independientes de sus originales— aparecieron a unos metros del presidente. Olmy reconoció a uno, el líder de los neogeshels de Axis Euclid, Tobert Tomson Tikk, uno de los treinta senadores por Euclid en el Nexo. Olmy había investigado a Tikk al comienzo de su misión, aunque no conocía personalmente al senador. La imagen del parcial de Tikk tenía un aspecto más apuesto y musculoso que su original, una ostentación de moda entre los políticos más radicales del Nexo.
La presencia de parciales proyectados era vieja y nueva a la vez. Durante treinta años a partir de la Secesión —el momento en que Thistledown se había separado de la Vía—, los naderitas ortodoxos habían controlado el Hexamon y esos alardes tecnológicos se habían limitado a casos de extrema necesidad . Ahora el uso de parciales era de lo más normal; un neogeshel como Tikk no era reacio a difundir su imagen y sus patrones de personalidad por el Hexamon.
—Ser Olmy conoce al senador Tikk. Creo que no conoce a Ras Mishiney, senador por el territorio de Gran Australia y Nueva Zelanda. En este momento se encuentra en Melbourne.
—Perdón por la demora, ser Olmy —dijo Mishiney.
—No tiene importancia —dijo Olmy.
La audiencia era una mera formalidad, pues la mayor parte del informe de Olmy estaba registrado en pictografías detalladas. Aun así, no había esperado que Parren Siliom invitara a testigos. Un líder prudente sabía cuándo admitir a sus adversarios en funciones elevadas. Olmy sabía poco sobre Mishiney.
—Una vez más me disculparé por perturbar tu bien merecido retiro. —La luz de la Tierra bañó al presidente. Mientras el recinto rotaba, la Tierra pareció pasar nuevamente por debajo de ellos—. Has cumplido esta función durante siglos. Me pareció mejor confiar en alguien con tu experiencia y perspectiva. Aquí nos enfrentamos, ante todo, a problemas y tendencias históricos...
—Problemas culturales, tal vez —intervino Tikk. A Olmy le pareció impertinente que un parcial interrumpiera al presidente, pero así era el estilo neogeshel.
—Supongo que estos honorables están al corriente de la tarea que se me encomendó —dijo Olmy, mirando a los fantasmas.
Pero no de toda la tarea.
El presidente asintió. La Luna se deslizó por debajo de ellos, una curva diminuta de platino y brillante. Ahora todos estaban cerca del centro de la plataforma y las imágenes de los parciales fluctuaban levemente, delatando su naturaleza.
—Espero que esta misión haya sido menos extenuante que las que te han dado fama.
—No fue extenuante en absoluto, ser presidente. Temía perder contacto con los detalles del Hexamon —
De la raza humana, de hecho
, pensó— viviendo tan serena y apaciblemente.