Se sentó en una roca. Le dolían los tobillos. Los músculos de la pantorrilla amenazaban con un calambre. Por primera vez en meses, tal vez años, se sentía bastante bien, consideraba justificada su existencia.
El viento dijo su nombre. Lanier se volvió, sorprendido, buscando a un excursionista o a un pastor en los senderos, pero no vio a nadie. Convencido de que el sonido había sido una ilusión, sacó un bocadillo de queso de cabra de la mochila, lo desenvolvió y se puso a comer.
El viento lo llamó de nuevo, con más claridad. Lanier se puso de pie y miró el sendero, entornando los ojos. La llamada había venido de esa dirección, estaba seguro. Envolvió el bocadillo, dobló el segundo recodo y caminó cien metros, hundiendo las botas en la superficie pedregosa y la grama aún húmeda de rocío. Estaba solo en el sendero.
Cantando para mantener el ritmo, se detuvo a recobrar el aliento y dejó que el aire limpio penetrara en su sangre y le despejara la mente de las telarañas acumuladas durante meses de encierro.
Necesitaba aclarar su situación.
Mientras observaba a sus congéneres, había llegado a odiarlos. Parecía que en su padecimiento siempre se las ingeniaban para empeorar las cosas. A veces, las víctimas de la crueldad —los que habían perdido su hogar, su familia, su ciudad, su país— reaccionaban tratando a otros supervivientes con más saña todavía.
Últimamente la lectura favorita de Lanier era el filosofo y novelista del siglo XX Arthur Koestler, que pensaba que la humanidad adolecía de un fatal defecto de diseño. Lanier no lo ponía en duda.
Había visto hombres, mujeres y niños sometidos a profundos sondeos y tratamientos psicológicos que les arrancaban sus demonios y les permitían adaptarse mejor y ser más capaces de afrontar la realidad. Lanier no había participado en las disputas relacionadas con esta «curación». Los tratamientos habían acelerado décadas la Recuperación, pero él aún no sabía si los aprobaba. ¿Los seres humanos eran máquinas hasta tal punto débiles y mal diseñadas que tan pocos tenían capacidad para curarse, para el autodiagnóstico y la autocrítica? Obviamente. Se había vuelto un pesimista, incluso un cínico, pero una parte de él odiaba a los cínicos; por ende, quod erat demonstrandum, no sentía aprecio por sí mismo.
Un ancho manto de nubes flotaba sobre la tierra, con un agujero circular en medio. Lanier volvió a sentarse al borde del sendero y miró el brillo de la ancha franja de luz que cruzaba el valle. Tan hipnótica era esa tibia franja de un kilómetro de anchura que si él dejaba descansar la mente, el reflejo del sol en la hierba podía responder a todas sus preguntas. Se sentía laxo, soñoliento, dispuesto a soltar todos los lastres, a tenderse y dejar que el sol lo disolviera como mantequilla caliente.
Unos cientos de metros sendero arriba, un hombre vestido de negro y gris bajaba hacia él empuñando un bastón. Lanier se preguntó si sería el dueño de aquella voz; no sabía si quería compañía o no. Si el hombre era un pastor, bien, podía entenderse con los rústicos, pero si era un excursionista de Christchurch...
Tal vez el otro no le prestara atención.
—Hola —saludó el nombre, haciendo crujir la gravilla con las botas.
Lanier se volvió hacia él. El excursionista estaba plantado delante del brillante borde del banco de nubes. Cabello oscuro y corto, un metro ochenta de altura, aire juvenil, hombros anchos, brazos musculosos. A Lanier le recordó un toro joven.
—Hola —dijo Lanier.
—Estaba esperando a que llegaras aquí para conducirme abajo —dijo el hombre, como si fueran viejos amigos.
Lanier reconoció el leve acento: ruso. Lo miró ceñudo.
—¿Te conozco? —preguntó.
—Tal vez. —El hombre sonrió—. Nos conocimos brevemente, hace muchos años.
La mente de Lanier se negaba a averiguar dónde había visto a ese hombre. Los acertijos lo irritaban.
—Me temo que me falla la memoria —gruñó, mirando hacia otro lado.
—Una vez fuimos enemigos —dijo el hombre, como si disfrutara de la conversación.
Pero no se le acercaba, y mantenía el bastón frente a él. Lanier se volvió de nuevo. El hombre no llevaba ropa de abrigo ni mochila. No podía haber estado mucho tiempo en la montaña.
—¿Eres uno de los rusos que invadieron Thistledown? —le preguntó.
Su pregunta, hecha a un hombre indudablemente tan joven, no era estúpida, aunque en otra época lo hubiese sido. El excursionista no aparentaba tener más de cuarenta años, pero podía haberse sometido a terapia rejuvenecedora en uno de los cuerpos orbitales o en una estación del Hexamon Terrestre.
—Sí.
—¿Qué te trae por aquí?
—Hay trabajo que hacer, trabajo muy importante. Necesito tu ayuda.
Lanier extendió la mano.
—Me he jubilado. —El forastero le ayudó a levantarse—. Todo eso fue hace mucho tiempo. ¿Cómo te llamas?
—Me decepciona que no me recuerdes —dijo el hombre con petulancia—. Mirsky. Pavel Mirsky. Lanier se echó a reír.
—Buen intento. Mirsky está al otro lado del cielo. Cruzó los distritos geshels y la Vía se cerró a sus espaldas. Pero aprecio tu broma.
—No es broma, amigo mío.
Lanier estudió los rasgos de aquel hombre. Por Dios, se parecía a Mirsky.
—¿Patricia Vasquez logró regresar? —preguntó el hombre.
—Quién sabe. No estoy de humor para adivinanzas. ¿Y qué demonios te importa? —Lanier se sorprendió de su vehemencia.
—Me gustaría verla de nuevo.
—Es muy poco probable.
—Con tu ayuda.
—Tu broma es de pésimo gusto.
—Garry, no es broma. He regresado. —El hombre se acercó. Su parecido con Mirsky era perturbador—. He esperado a que vinieras tú, alguien que me reconoce y puede llevarme ante la gente indicada. Has sido importante en la Recuperación, ¿verdad?
—Lo fui —dijo Lanier—. Podrías ser su hermano.
Su gemelo, de hecho.
—Debes llevarme a Thistledown. Debo hablar con Korzenowski y Olmy. Todavía viven, ¿verdad?
Konrad Korzenowski había diseñado la Vía, antaño adosada a la séptima cámara interna de la nave asteroide Thistledown. Thistledown y dos sectores de Ciudad de Axis todavía giraban en órbita a diez mil kilómetros de la Tierra, con un «casquete» polar arrancado, la séptima cámara al descubierto. Cuarenta años antes, Thistledown había volado un extremo de la Vía para permitir la fuga de los sectores naderitas de Ciudad de Axis. La Vía se había abierto brevemente al espacio y se había cerrado de inmediato, negando el acceso a su infinitud desde este universo. Los que habían escogido quedarse en la Vía —entre ellos Pavel Mirsky— estaban más lejos que las almas de los muertos, si los muertos tenían alma.
Lanier tartamudeó una frase ininteligible, tosió para aclararse la garganta. Sentía un picor en la nuca.
—Cielos —murmuró—. ¿Qué está pasando?
—He viajado mucho en el espacio y en el tiempo. Tengo una historia muy extraña que contar.
—¿Eres un fantasma?
Era una pregunta inútil y antigua. No decía «fantasma» en el sentido del Hexamon. Se sonrojó.
—No. Me has dado la mano. Soy de carne, mortal... en cierto modo.
—¿Cómo regresaste?
—No por el camino más corto. —El hombre sonrió, dejó el bastón en la hierba, se sentó junto a Lanier. Mirsky (si realmente era Mirsky, algo que Lanier no estaba dispuesto a conceder) miró el valle, el movimiento de las ovejas y las sombras de las nubes, y repitió—: Debo hablar con Korzenowski y Olmy. ¿Puedes llevarme hasta ellos?
—¿Por qué no vas directamente? —preguntó Lanier—. Has llegado hasta aquí. ¿Por qué regresaste precisamente aquí?
—Porque creo que, en cierto sentido, eres aún más importante que ellos para mí. Debemos reunimos todos para conversar. ¿Cuánto hace que hablaste con ellos por última vez?
—Años —admitió Lanier.
—Se avecina una crisis de gobierno. —Mirsky miró a Lanier con calma y seriedad—. Están a punto de reabrir la Vía.
Lanier no reaccionó. Había oído rumores, nada más. Pero se había aislado de la política del Hexamon.
—Es ridículo —dijo.
—No, no lo es —respondió secamente Mirsky—. Ni física ni políticamente. Esa tecnología, ese poder, es como una droga. Ni siquiera los puros de corazón pueden mantener sus convicciones para siempre. ¿Concertarás una reunión?
Lanier aflojó los hombros. Se sentía derrotado, demasiado débil para pronunciar las palabras adecuadas y proteger su cordura.
—Tengo una radio, un comunicador, en mi casa, en el valle. —Enderezó la espalda—. Tendrás que demostrar que eres quien dices.
—Entiendo —dijo Mirsky.
Olmy se sentó frente a un terminal de la biblioteca en Alexandria, la segunda ciudad, en un distrito que todavía no estaba repoblado. Había instalado el terminal pocos días antes, en el apartamento donde había pasado su infancia y donde habían estado ocultos los parciales no ensamblados de Korzenowski, todo lo que había quedado del Ingeniero después de su asesinato siglos atrás. Olmy había encontrado esos parciales cuando era niño, y luego había sido responsable del ensamblado y resurrección de Korzenowski, con la ayuda de Patricia Vasquez.
En ese sitio oscuro, por un terminal privado que supuestamente no podía rastrearse, Olmy recibió un mensaje de un viejo conocido. Las pictografías, toscamente traducidas, decían:
Tengo algo para ti. Crucial para tu trabajo.
Completaban el mensaje las coordenadas de una estación abandonada en la quinta cámara, y una hora de reunión. «A solas», sugerían las pictografías. Estaba firmado con el sello de Feor Mar Kellen. Mar Kellen era un viejo soldado y camarada de la policía de las puertas, de la edad de Olmy. Había nacido durante las últimas guerras jarts, el mayor embate contra los invasores de la Vía antes de la Secesión, cuando habían rechazado a los jarts más allá de dos sobre nueve, dos mil millones de kilómetros Vía abajo. Esas guerras habían durado cuarenta años y asolado cientos de miles de kilómetros de la Vía. El territorio ganado se había fortificado y se habían abierto puertas hacia mundos deshabitados para la explotación minera. Por esos mundos habían obtenido la materia prima para Ciudad de Axis, y luego la atmósfera y el suelo que cubría gran parte de la superficie de la Vía.
Habían sido años terribles y gloriosos, años de muerte e integración; el Hexamon se había fortalecido y decidió dominar las sendas que unían las puertas, atrayendo socios y vasallos de mundos habitados a los que había llegado por esas puertas. En algunos casos, el Hexamon había continuado un comercio abandonado por los jarts; así había establecido fuertes vínculos comerciales con los enigmáticos talsit. Los talsit les habían revelado el nombre de sus enemigos, en la medida en que podía traducirse al lenguaje humano.
Los jarts no estaban derrotados, sólo se habían replegado Vía abajo, donde se parapetaban en una serie de potentes fortalezas.
Mar Kellen había sobrevivido a los últimos veinte años de guerra, y luego había servido en las fortalezas, más allá de 1,9 sobre nueve. Ni siquiera esos puestos fronterizos eran desafío suficiente para él. Se había alistado en la policía de las puertas, y allí había conocido a Olmy.
Hacía siglos que no se veían. Olmy se sorprendió de saber que Mar Kellen estaba en Thistledown; lo consideraba la clase de persona que se habría unido a los geshels en su embate Vía abajo.
Los encuentros clandestinos lo irritaban; hacía tiempo que había dejado de disfrutar de las intrigas, sobre todo cuando eran inevitables. Pero Mar Kellen había insinuado que tenía algo que Olmy no podía pasar por alto y su viejo amigo, al margen de sus peculiaridades, nunca le había mentido.
La quinta cámara era la más sombría de Thistledown: una especie de bodega enorme. Muchas líneas ferroviarias la atravesaban en su camino hacia la sexta cámara (y hacia la séptima, en otros tiempos), pero sólo una paraba aún allí, y lo hacía raras veces, pero era necesario solicitarlo especialmente. Había pocas restricciones para viajar a la única cámara desocupada de Thistledown, y cada mes algunos montañeros y amantes del rafting visitaban el lúgubre y nuboso paisaje mineral donde siglos de minería habían esculpido caprichosos picos y abismos grises, negros y anaranjados. Allí corría libremente el agua sobrante de Thistledown, llena de herrumbre y minerales disueltos, una bebida poco recomendable para las personas que no tenían las implantaciones apropiadas para procesar el contenido mineral.
La quinta cámara tenía una anchura media de cuarenta kilómetros. Al principio del viaje de Thistledown, medía treinta y ocho kilómetros de anchura; el material extraído se había usado para construcción y para recobrar los volátiles perdidos por las inevitables filtraciones de los sistemas de reciclaje del asteroide. Nadie residía allí, y ya sólo la vigilaban patrullas de remotos.
Olmy cogió el tren vacío en la cuarta cámara, y se mantuvo cruzado de brazos mientras pasaban de largo los negros kilómetros de las paredes del asteroide.
El mensaje de Mar Kellen había sido tan inesperado que ni siquiera trató de plantearse adonde conducía todo aquello.
Prefirió no perder tiempo en conjeturas, así que volvió a repasar la escasa información cultural talsit que se había adquirido y almacenado en las bibliotecas de Ciudad de Axis y Thistledown. Había revisado ese material con frecuencia, y ahora lo examinaba metódicamente con la esperanza de encontrar respuesta a algunas preguntas difíciles de resolver.
El breve viaje le dio poco tiempo, y las paredes no tardaron en dejar paso a una extensión de nubarrones negros hendidos por tajos de luz plateada que circulaban entre dientes rojos, verdes y azules.
El tren había salido ladeado del túnel curvo con las ventanillas de la derecha inclinadas treinta grados.
Olmy siempre había encontrado solaz emocional en aquellas regiones áridas.
El tren disminuyó la velocidad y se desplazó por los tres raíles hasta una estación cubierta por una cúpula, entre dos rugosas paredes de níquel opaco y aceitoso y hierro rojo. La lluvia salpicaba el andén de piedra. A poca distancia se oía el fragor del agua que desembocaba en uno de los anchos lagos marrones que poblaban la cámara.
Mar Kellen lo aguardaba en la desierta terminal, sentado en un banco de piedra que parecía más apropiado para máquinas que para humanos. Fuera retumbaban los truenos, un sonido que Olmy rara vez oía en Thistledown, pues rara vez visitaba la quinta cámara, donde los truenos eran algo habitual. Mar Kellen alzó dos anticuados paraguas para saludarlo. Le proyectó una serie de pits biográficos, con subsignos que indicaban grados de veracidad y sugerían cuándo era y no era cortés preguntar más. En general desaconsejaban preguntar. Olmy hizo lo mismo, con mayor ambigüedad y concisión incluso. Durante el resto de la conversación se valieron tanto de palabras como de imágenes.