Olmy asintió.
—Gracias por tu trabajo. Si llegas a nuevas conclusiones, habla conmigo, por favor. Valoro tus opiniones, aunque creas que no las necesitamos.
Olmy abandonó la plataforma. La Tierra había reaparecido: responsabilidad perpetua, un hogar desconocido, símbolo de dolor y de triunfo, de fracaso y renovación.
Rhita Bereniké Vaskayza se crió sin ataduras en las costas cercanas al antiguo puerto de Lindos hasta que tuvo siete años. Sus padres dejaron que el mar y el Sol se encargaran de ella, enseñándole sólo aquello que despertaba su curiosidad, lo cual no era poco.
Era una criaturita morena y salvaje que correteaba entre las descoloridas murallas, columnas y escalinatas de la acrópolis abandonada. Desde el luminoso pórtico del santuario de Athéné Lindia, donde las palmeras se apretaban contra las ruinosas paredes, ella oteaba el extenso mar azul, escuchando el blando golpeteo de las olas contra las rocas.
A veces cruzaba la puerta de madera para entrar en el recinto que albergaba la estatua gigantesca de Athéné, robusta y serena en las sombras, con su aire decididamente asiático, con su radiante corona broncínea —antaño dorada— y su alto escudo de piedra. Pocos lindios iban allí; muchos pensaban que el lugar estaba habitado por los fantasmas de los defensores persas, muertos hacía siglos, exterminados cuando la Oikoumené recuperó el control de la isla. A veces había turistas de Aigyptos o del continente, pero no con frecuencia. El mar Medio ya no era lugar para turistas.
Los granjeros y pastores de Lindos la consideraban una Artemisa y creían que ella les traía suerte. En la aldea, su mundo estaba lleno de las sonrisas acogedoras de rostros familiares.
Cuando cumplió siete años, su madre, Bereniké, la llevó de Lindos a Rhodos. Ella no recordaba mucho de la mayor ciudad de la isla, salvo el imponente Neos Kolossos de bronce, refundido y erigido cuatro siglos antes; ahora le faltaban un brazo entero y la mitad del otro.
Su madre, de cabello rojizo y ojos tan vivarachos como los de su hija, la condujo por la ciudad hasta la casa encalada de ladrillo, piedra y argamasa del didaskalos de la Akademeia de primer nivel, el responsable de la educación infantil. Rhita se quedó a solas con el didaskalos en la tibia y soleada cámara de exámenes, descalza, con una camisola blanca, sencilla, y respondió a sus simples pero reveladoras preguntas. Era una mera formalidad, considerando que la abuela de Rhita había fundado la Akademeia Hypateia, pero era una formalidad que debía cumplirse.
Más tarde, su madre le dijo que la habían aceptado en la primera escuela, y que sus estudios comenzarían cuando cumpliera los nueve años. Bereniké la llevó de regreso a Lindos y la vida continuó como antes, pero con más libros y más lecciones que preparar, y menos tiempo para correr en el viento y el agua.
En ese viaje no visitaron a la sophé, pues estaba enferma. Algunos decían que agonizaba, pero se recobró dos meses después. Todo esto significaba muy poco para la joven Rhita, que no sabía casi nada sobre su abuela, a quien sólo había visto dos veces, cuando era muy pequeña y a los cinco años.
El verano anterior al inicio de su educación formal, su abuela le pidió que regresara a Rhodos y pasara una temporada con ella. La sophé amaba la reclusión. Muchos habitantes de Rhodos la consideraban una diosa. Su origen y los rumores que la rodeaban respaldaban esa creencia. Rhita no sabía qué pensar. Entre lo que decía la gente de Lindos y lo que le contaban sus padres había muchas coincidencias pero también diferencias notables.
La madre de Rhita aceptó con gusto este privilegio que Patrikia no había otorgado a ninguno de sus otros nietos. Su padre, Rhamón, lo aceptó con la calma y el aplomo que tenía en aquella época, antes de la muerte de la sophé y de las luchas de facciones en la Akademeia. Juntos la llevaron a Rhodos en un carro por la carretera adoquinada y lustrosa que habían recorrido dos veranos antes.
La casa de Patrikia se hallaba situada en un promontorio rocoso que se erguía sobre el Gran Puerto Naval. Era una pequeña morada de yeso, argamasa y piedra, de estilo persa, con cuatro habitaciones y un estudio sobre el peñasco bajo que se elevaba sobre la playa. Mientras atravesaban el huerto, Rhita echó una ojeada a la antigua fortaleza de Kambysés, que se elevaba al otro lado de la bahía, como una enorme copa de piedra en el extremo de un ancho espigón. Hacía setenta años que la fortaleza estaba abandonada, pero la Oikoumené la estaba restaurando. Los obreros se encaramaban a sus gruesas paredes derruidas, diminutos como ratones. El mutilado Neos Kolossos custodiaba la entrada del puerto a cien brazos de la fortaleza, plantado con dignidad sobre su macizo pedestal de ladrillo y piedra, rodeado de agua.
—¿Es una bruja? —le preguntó Rhita a Rhamón en voz baja.
—Chitó —le advirtió Bereniké, apoyándole el dedo en los labios.
—No es una bruja —dijo Rhamon, sonriendo—. Es mi madre.
Rhita pensó que sería agradable que un criado abriera la puerta, pero la sophé no tenía criados. Patrikia Vaskayza en persona los atendió con una sonrisa; una mujer canosa de tez oscura y seca, con unos ojos astutos y penetrantes rodeados de arrugas. Aun en el calor del verano el viento era fresco en la colina, y Patrikia llevaba una túnica negra larga hasta los pies.
Tocó la mejilla de Rhita con un dedo reseco, y Rhita pensó:
Está hecha de madera.
Pero la palma de la sophé era blanda y tenía un olor dulzón. Patrikia sacó una guirnalda de flores que llevaba escondida a la espalda y la colgó del cuello de Rhita.
—Una vieja tradición de Hawai —explicó.
Bereniké permaneció con la cabeza gacha, las manos apretadas contra los costados. Rhita notó la reverencia de su madre y la reprobó vagamente; la sophé era vieja y huesuda, cierto, pero no daba miedo. No todavía, al menos. Rhita tironeó de las flores que le rodeaban el cuello y miró a Rhamón, que la tranquilizó con una sonrisa.
—Almorzaremos —anunció Patrikia con una voz susurrante, casi tan profunda como la de un hombre.
Los precedió lentamente en su marcha hacia la cocina, midiendo con precisión cada paso, arrastrando las pantuflas por el suelo negro de mosaico. Acarició el respaldo de una silla como si saludara a una amiga, tocó el borde de un viejo cuenco de hierro negro, acarició una mesa de madera blanqueada cargada de fruta y quesos.
—Podremos hablar de veras cuando mi hijo y mi nuera se hayan ido. Son gente agradable, pero molestan.
La sophé miró a Rhita de soslayo, y la niña, a su pesar, confirmó con un gesto de cabeza en conspiración con ella.
Pasaron gran parte de las siguientes semanas juntas, Patrikia contándole muchas historias que Rhita ya había oído de labios de su padre. La Tierra de Patrikia no era la Gaia donde se había criado Rhita; allí la historia había sido diferente.
Un día cálido y brumoso, cuando no soplaba viento y el mar parecía perdido en un sueño esmaltado, su abuela la condujo a un naranjal cercano, con un cesto colgado del brazo.
—En California había naranjales por doquier, llenos de naranjas hermosas y grandes, mucho mayores que éstas. —Patrikia cogió una fruta rojiza, del tamaño de una ciruela, con sus dedos fuertes y flacos—. Los naranjales casi habían desaparecido cuando yo tenía tu edad. Demasiada gente quería vivir allí. No había lugar suficiente para las naranjas.
—¿California está aquí o allá, abuela? —preguntó Rhita.
—Allá. En la Tierra —dijo Patrikia—. Aquí no existe ese nombre. —Hizo una pausa, mirando el cielo, pensativa—. No sé qué sucede en el lugar donde estaría California en este mundo... supongo que forma parte del desierto occidental de Nea Karkhédón.
—Estará lleno de hombres rojos con arcos y flechas —sugirió Rhita.
—Quizá, quizá.
Después de comer a solas en la cocina, Rhita escuchaba a la sophé en la acogedora frescura del atardecer estival mientras una vieja lámpara de aceite humeaba en una mesa de mimbre, añadiendo luz al crepúsculo mientras compartían vasos de té caliente.
—Tu bisabuela, mi madre, me visita de vez en cuando.
—¿Ella no está en el otro mundo, abuela? Patrikia asintió con una sonrisa; su rostro era una masa de arrugas a la luz áurea.
—Eso no se lo impide. Viene cuando yo duermo, y dice que eres una niña muy brillante, una niña maravillosa, y está orgullosa de compartir su nombre contigo. —Patrikia se inclinó hacia ella—. Tu bisabuelo también está orgulloso de ti. Pero no dejes que te agotemos, querida. Tienes tiempo suficiente para jugar, soñar y crecer hasta que llegue tu día.
—¿Qué día, abuela?
Patrikia sonrió enigmáticamente y señaló el horizonte. Aphrodité titilaba sobre el mar como un orificio en la oscura pantalla de una lámpara.
Rhita regresó a la casa de Patrikia dos años después; ya no era una niña traviesa cohibida por la presencia de una anciana venerable, sino una joven acicalada y estudiosa a punto de ser mujer. Patrikia no había cambiado. A Rhita le parecía una fruta en conserva o una momia de Aigyptus que pudiera vivir para siempre.
Esta vez hablaron más de historia. Rhita sabía bastante sobre la historia de Gaia, y no precisamente según la versión de la Oikoumené. La Akademeia Hypateia aprovechaba la distancia que separaba Rhodos de Alexandreia. Décadas antes, Su Imperial Hypselotés Kleopatra XXI había dado a la sophe más libertad de enseñanza de la que aprobaban los consejeros reales.
A los once años, Rhita ya entendía bastante de política. Pero demostraba aún mayor aptitud para los números y las ciencias.
En los largos atardeceres, frente a los horizontes grises y rojizos que anunciaban la muerte del día, Patrikia le habló a Rhita de la Tierra, de cómo casi se había matado. Y le habló de la Piedra que había llegado de las estrellas, hueca como una calabaza o un mineral exótico, construida por hijos de la Tierra pertenecientes a un tiempo futuro. A Rhita le intrigaron las sutiles geometrías que permitían desplazar aquel objeto enorme por el tiempo, hacia otro universo estrechamente similar. Pero su cabeza pareció llenarse de soleadas abejas cuando Patrikia le describió el corredor, la Vía, que los hijos de la Tierra habían adosado a la Piedra.
Tuvo sueños inquietos acerca de aquel sitio artificial en forma de tubo interminable, con orificios que comunicaban con una infinidad de mundos.
Mientras cuidaban el jardín, desbrozándolo y matando insectos, plantando barricadas de ajo en torno a las flores tiernas, Patrikia le contó a Rhita la historia de su llegada a Gaia.
Por aquel entonces, hacía sesenta años, era joven, y le habían dado la oportunidad de buscar una puerta de la Vía que pudiera llevarla a una Tierra libre de la guerra nuclear, donde la familia de Patrikia pudiera vivir.
Había cometido un error de cálculo, y había ido a parar a Gaia.
—Al principio me hice inventora. Inventé cosas que conocía de la Tierra. Yo les di la bikyklos, aperos, cosas que recordaba. —Agitó las manos como para desecharlas—. Eso sólo duró unos años. No tardé en trabajar para el Mouseion, y la gente comenzó a creer en mis historias. Algunos me trataban como si yo fuera más que humana, lo cual no es cierto. Moriré, querida, tal vez muy pronto.
A los pocos años de su llegada a Gaia, Patrikia tuvo que presentarse en palacio por requerimiento de Ptolemaios XXXV Nikephoros. El viejo monarca de la Oikoumené la interrogó atentamente, examinó los aparatos que ella traía consigo y la definió como un auténtico prodigio.
—Declaró que obviamente yo no era una diosa, y tampoco un demonio, y me incorporó a la corte. Eran tiempos difíciles. Cometí el error de describirles las armas de la Tierra, y quisieron que los ayudara a construir bombas más grandes. Me negué. Nikephoros amenazó con encarcelarme. Entonces se sentía muy amenazado por los ejércitos del desierto de Libya. Quería exterminarlos de un solo golpe. Le conté una y otra vez lo que las bombas habían hecho en la Tierra, pero no quiso escucharme. Estuve un mes encarcelada en Alexandreia; luego me liberó, me envió a Rhodos y me dijo que fundara una akademeia. Él murió cinco años más tarde, pero el Hypateion estaba bien establecido. Me llevé bastante bien con su hijo, un joven agradable, bastante débil. Y luego su nieta... primero la madre, claro, una mujer fuerte y tozuda, pero brillante... pero su Imperial Hypsélotés misma cuando tuvo edad...
—¿Te gusta este sitio? —preguntó Rhita, ajustándose el ancho sombrero de paja.
Patrikia movió los labios cenicientos y meneó la cabeza, sin admitir ni negar nada.
—Este es mi mundo y no es mi mundo. Regresaría a casa, si tuviera la oportunidad.
—¿Podrías?
Patrikia miró el cielo brillante.
—Tal vez. Pero es improbable. Una vez, otra puerta se abrió en Gaia, y con ayuda de la reina pasé años buscándola. Pero era como un fantasma del pantano. Desaparecía, reaparecía en otra parte, desaparecía de nuevo. Y ahora hace diecinueve años que desapareció.
—¿Te llevaría a la Tierra, si la encontraras?
—No —dijo la sophé—. Probablemente me llevaría de vuelta a la Vía. Desde allí, sin embargo, tal vez podría volver a casa. —Rhita sintió tristeza cuando la anciana pronunció esta palabra en un susurro, el rostro ensombrecido por el ala del sombrero, entornando los ojos felinos con infinito cansancio. La sophé se estremeció y miró a su pequeña nieta—. ¿Te gustaría aprender algunas geometrías interesantes?
Rhita sonrió.
Estaba medio dormida en su litera, en la habitación encalada y desnuda, escuchando las olas de una tormenta distante que rompía a pocos brazos de distancia, fuertes puñetazos de Poseidón contra las rocas, coincidiendo en sus sueños con el lento trepidar de cascos de un enorme caballo. La fría luz de la luna bañaba un rincón cercano. Rhita entreabrió los ojos, sintiendo una presencia. Se movió en la cama de cuero, todavía adormilada.
La sombra se aproximó. Era Patrikia.
Rhita cerró los ojos, los abrió de nuevo. No tenía miedo de la sophé, pero ¿por qué estaba en su habitación a esa hora de la noche? Patrikia cogió la mano de su nieta con sus dedos secos y fuertes y la puso sobre algo metálico, duro y liso, desconocido pero agradable al tacto. Rhita murmuró una pregunta incoherente.
—Esto te conocerá, te reconocerá —susurró Patrikia—. Con tu tacto, lo haces tuyo. Será tuyo dentro de algunos años, cuando madures. Niña, escucha sus mensajes. Esto te dirá dónde y cuándo. Yo ya soy demasiado vieja. Encuentra el camino a casa por mí.