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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Eternidad (34 page)

BOOK: Eternidad
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—Padre afronta problemas gravísimos.

—Como todos.

—Tal vez más graves de lo que crees.

Ella examinó la imagen actual de su hijo —muy próxima a la apariencia de la forma corporal elegida— y preguntó:

—¿Te ha dicho algo... sorprendente?

—No —dijo Tapi. Pero callaba algo. Conocía la situación actual entre sus padres; no quería contar lo que no debía.

—Estoy preocupada por él.

—También yo.

—¿Debería estar más preocupada?

—No lo sé —dijo Tapi con franqueza—. Me cuenta muy poco. Ram Kikura se concentró en la tarea del momento, terminó de examinar los adjuntos borrados y abrazó a su hijo.

—De acuerdo. Creo que estás listo.

—¿Tu aprobación? —preguntó él con una avidez que desmentía sus quejas anteriores.

—Ya está registrada —dijo ella. No recitó la antigua fórmula, como Olmy. Se resistía a esa clase de tradicionalismo.

—¿Has decidido dónde nacerás?

—Sí. En Thistledown.

Olmy había nacido dentro del asteroide, ella había nacido en Ciudad de Axis. Aun así, supo que Tapi no pretendía ofenderla.

Tapi ordenó su espacio personal para ocultar los adjuntos desechados.

—¿Apruebas mis planes para después del nacimiento?

—No me corresponde aprobar ni desaprobar nada. Serás independiente.

—Sí, pero valoro tu opinión.

—Mi opinión es que de tal palo tal astilla. La parte de Olmy es muy fuerte en ti. La mía parece apagada por el momento. Pero no me cabe duda de que nos enorgullecerás a ambos.

Tapi, literalmente radiante, llenó el espacio de luz. La abrazó de nuevo.

—Eres un soldado, igual que padre —le dijo—. Sólo que ambos libráis batallas diferentes.

Olmy se sentía más aplomado entre sus colegas, y menos tenso de lo que esperaba dadas las circunstancias. Aun así, era bueno estar a solas, al menos unas horas. Echaba de menos el aislamiento del bosque de la cuarta cámara.

No regresó al apartamento de Ciudad Thistledown; había aceptado un alojamiento provisional bajo la cúpula del Nexo. Si alguien deseaba espiarlo, que lo hiciera; no podría descubrir lo que Olmy llevaba en las implantaciones.

Sentía la fuerte tentación de quedarse quieto y estudiar los despachos de su parcial. Resistió esa tentación y ejecutó los intrincados pasos de la danza relsoso de los frants, que le habían enseñado hacía un siglo en Timbl, el mundo frant. Estiró los brazos y alzó las piernas, girando de un rincón a otro del apartamento. La anatomía frant era más ágil y flexible que la humana; Olmy tuvo que modificar algunos movimientos básicos. Aun así, la danza relsoso cumplió su función. Olmy se sintió más fuerte y relajado.

—Ahora me sentaré a vegetar —anunció en voz alta, acuclillándose en medio de la sala desnuda y su mobiliario blanco.

El diálogo con la mentalidad jart continuaba su curso, según su parcial; dentro de pocas horas pasaría más información por las barreras.

Lo que debía digerir ya era considerable. En sus implantaciones quedaba poco margen para procesar el material más deprisa: entre el jart, su parcial, las barreras y protecciones y la información filtrada y copiada, las implantaciones estaban al límite de su capacidad. En consecuencia sus estudios eran lentos, limitados a un ritmo humano natural.

Había en ello ciertas ventajas: el proceso de información por implantaciones era rápido pero a veces carecía de las asociaciones del pensamiento más natural.

Olmy cerró los ojos y quedó bañado en filosofía jart. Traducir los conceptos al lenguaje humano o incluso al pensamiento resultaba complicado a veces; otras veces, las ideas parecían análogas. Reflexionó sobre la posibilidad de que el jart estuviera liberando aquella parte de sí mismo para persuadir a su captor; por cierto la posibilidad de que estuviera haciéndose propaganda no quedaba excluida.

Ordenó a su parcial que compensara el diálogo cultural y filosófico, poniendo un énfasis similar en la persuasión.

Los jarts eran conquistadores voraces, mucho más que los humanos. Mientras los humanos buscaban el comercio, los jarts parecían regodearse en la dominación y la sumisión completas. No estaban dispuestos a compartir la hegemonía con otras especies, y sólo hacían excepciones cuando no les quedaba otro remedio. Los talsit, por ejemplo, habían comerciado con los jarts antes de que los humanos recobraran los primeros miles de millones de kilómetros de la Vía.

Los jarts debían saber que conquistar a los escurridizos talsit era virtualmente imposible. Los talsit, a fin de cuentas, constituían una raza mucho más antigua y más enigmática —y ciertamente más avanzada— que los jarts.

Pero ¿por qué tal voracidad? ¿Qué había detrás de ese impulso de dominarlo todo?

Mando tiene el deber establecido por
>mando antiguo<
de recoger y preservar para que
>mando descendiente<
pueda completar la misión final.

A continuación habrá reposo para los ejecutores y todos los demás, y en reposo serenos nuevamente nosotros mismos, aliviados del deber, relajado el >imagen de material en tensión< que es nuestro pensamiento y nuestro ser. ¿Por qué no hacen esto los humanos?

Olmy intentó descifrar este pasaje aparentemente crucial. Tenía un aire tan formal que sospechó que contenía citas de alguna obra de literatura o adoctrinamiento de tipo ético o semirreligioso.

La noción de mando descendiente era particularmente llamativa, por sus connotaciones de evolución, transformación, herencia y trascendencia. Curiosamente, en esta idea aparecía también la única insinuación de que los jarts y otros seres podían cooperar equitativamente y compartir responsabilidades. Sugería un vasto proyecto, una tarea que superaba la capacidad de cualquier grupo de seres.

Recoger y preservar. Esa secuencia/imagen era sumamente llamativa. Olmy investigó su trasfondo, destapando capa tras capa de instrucciones complejas. Los jarts eran recopiladores, pero transformaban lo que recopilaban con la esperanza de impedir la autodestrucción de los objetos, seres, culturas y planetas recopilados. Para ellos la naturaleza era un proceso de decadencia y pérdida; era mejor controlarlo todo, detener la decadencia y la pérdida y, por último, entregar este bonito obsequio a... mando descendiente.

Olmy sentía una mezcla de atracción y horror. La codicia de los jarts no era egoísta; era una compulsión de increíble profundidad y uniformidad tratándose de una cultura tan diversa y avanzada, y no se relacionaba con su propio bienestar y progreso. Los jarts eran simplemente los medios para un fin trascendente. Creían que no podrían descansar hasta que hubieran cumplido su misión, cuando el pulcro paquete de galaxias conservadas (una ambición realmente maniática) fuera entregado a esa nebulosa entidad; su recompensa consistiría en ser recogidos y conservados a su vez. ¿Y qué haría mando descendiente con aquel obsequio?

No era deber de un jart especular. Y menos de un ejecutor, por modificado que estuviera.

Olmy encontró una lista de acciones totalmente prohibidas.

Aunque en la lucha por la conservación plena fuera necesario destruir —los jarts habían tenido que destruir fuerzas humanas para mantener el control de la Vía—, la destrucción innecesaria era un pecado aborrecible. No había el menor indicio de crueldad en la filosofía jart; no había regodeo en la victoria, ni mezquina satisfacción por el éxito de una misión puntual, ni alborozo por la derrota del oponente. Idealmente, los actos jarts debían estar motivados sólo por la búsqueda de la meta trascendente. La satisfacción llegaría cuando se entregara el paquete.

Olmy dudaba que semejante pureza fuera posible en un ser viviente, pero al menos éste era el ideal; un ideal mucho más riguroso y abnegado que el de cualquier filosofía humana. Había en todo ello una pulcritud y un propósito que negaba el cambio de misión sin negar el progreso: el progreso para acelerar el logro de la meta era sumamente deseable, y todos los jarts, desde los ejecutores hasta mando, podían realizar mejoras sometidas a la aprobación de mando.

La historia humana rara vez había dominado aquel truco tan elegante; las metas fijas determinaban inevitablemente el cambio, y provocaban una tensión que conducía habitualmente a la negación o a la modificación de las metas fijadas inicialmente.

Incluso en el Hexamon existía la dicotomía entre la filosofía aceptada —la Estrella, el Hado y el Pneuma y el gobierno del Buen Hombre— y los actos necesarios para preservar instituciones y privilegios individuales, colectivos y del Hexamon en su conjunto.

Los jarts podían incluir la guerra y la destrucción en su filosofía de manera convincente, abarcando la contradicción de las metas en un ceñido envoltorio de necesidad mientras controlaban los excesos y la sed de sangre. Los humanos nunca habían sabido manejar sus paradojas con tanta pulcritud, ni habían sido tan capaces de refrenar los excesos.

Olmy comprendió que se trataba de un discurso propagandístico, y muy efectivo. Él no estaba viendo la historia jart. Había muy poco de eso. Simplemente le presentaban los ideales sin los datos necesarios para saber en qué medida eran respetados.

Abandonó la filosofía y recorrió un panorama del papel de la Vía en el proyecto jart.

Cuando los jarts ingresaron inicialmente y de manera fortuita en la Vía por una puerta de prueba, comprendieron de inmediato los principios que regían aquella maravilla. O bien se habían creído los creadores de ese infinito universo tubular, mediante un razonamiento que a Olmy le costaba seguir, o bien habían dado por hecho que mando descendiente se lo había enviado para ayudarles a alcanzar sus metas. Y la Vía parecía diseñada para ellos; una vez entendidos sus principios, cosa que lograron pronto, los jarts podían abrir puertas a cualquier punto del universo, e incluso hallar medios para entrar en otros universos. Podían viajar hasta el final del tiempo. En el recuerdo de este jart, aparentemente no lo habían hecho, pues nunca habían organizado una expedición similar a la de los distritos geshels después de la Secesión. Tal vez pensaban que era mejor dejar esas cosas a mando descendiente, o al menos esperar a que su labor estuviera cumplida.

Como herramienta, la Vía encajaba perfectamente en sus planes. A través de la Vía, los jarts podrían envolver y entregar el paquete en un tiempo récord.

Olmy apenas tocó la imagen relacionada con esta idea: un universo estático, perfectamente controlado, con todas las energías dominadas, todos los misterios eliminados, inmutables, listos para ser consumidos por mando descendiente.

Era una conclusión lógica.

Aun así, encontraba justificada la resistencia que él había opuesto a los jarts. La pureza de los jarts era la pureza de una especie de muerte. Los jarts no saboreaban, no disfrutaban, no sufrían, no se exaltaban; simplemente cumplían su función, como virus o máquinas.

Olmy sabía que esta simplificación era injusta, pero sentía un profundo rechazo. Era un enemigo al cual podía comprender y odiar al mismo tiempo.

Su parcial le indicó que había más información preparada para ser transferida y estudiada.

Olmy abrió los ojos. Le costaba reorientarse después de aquellos extraños viajes. Tras un examen breve de los datos disponibles, los apartó y despejó el camino para recibir más.

39
La Vía

El escrupuloso afán de sus captores por guiarla paso a paso en su viaje a Gaia no tardó en impacientar a Rhita. Nada le resultaba familiar ni comprensible, ni siquiera la escala de lo que veía.

Primero la llevaron desde su cámara —en realidad una habitación pequeña, no la caverna que ella había imaginado— y la pusieron dentro de una burbuja protectora oval levantada sobre una plataforma plana con barandilla, de cuatro o cinco brazos de anchura y negra como el hollín.

El escolta entró con ella en la burbuja, que parecía hecha de un cristal exquisitamente delgado.

O tal vez de jabón. Rhita no estaba dispuesta a poner límites a aquello de lo que eran capaces sus captores.

—¿Dónde están mis compañeros? —preguntó. Habían dejado atrás la imagen de Demetrios. Estaban solos en la burbuja.

—Cogerán un camino mucho más rápido. Lo que hago contigo es, si me permites tomar prestada una palabra, costoso. Consume energía. Recibo una cuota determinada de energía para mis tareas.

La burbuja flotaba en la negrura. Delante de ellos, al final de aquella negrura, un brillante triángulo de luz blanca creció y se estabilizó. Por un instante no sucedió nada más; el escolta guardó silencio, mirando la luz.

Rhita tembló. Su instinto animal le aconsejaba huir, esperaba que alguna magia hubiera suspendido aquella realidad y le diera la oportunidad de escapar. Pero no lo intentó. A solas con sus pensamientos, se volvió y vio a sus espaldas una pared opaca cubierta de una pátina aceitosa e irisada. La pared se extendía por encima de ellos en la umbría oscuridad. Era tremendamente bella, pero no le indicaba dónde estaba ni qué sucedería a continuación. El silencio la aterraba; tuvo que hablar para no gritar.

—No sé tu nombre —murmuró.

El escolta la miró con atención, y Rhita sintió una extraña vergüenza por querer saber semejante cosa de su enemigo. La vergüenza en parte se debía a que no podía odiar a su escolta; ni siquiera sabía qué era. Para aprender más, tendría que formular preguntas que la harían parecer débil.

—¿Quieres que tenga un nombre? —preguntó amablemente el escolta.

—¿No tienes tu propio nombre?

—Mis compañeros se dirigen a mí de varias maneras. Bajo esta forma, sin embargo, como sólo tú me ves y me hablas, no tengo nombre.

Esa aparente obtusidad renovó la irritación de Rhita.

—Por favor, escoge un nombre —dijo, desviando los ojos.

—Entonces seré Kimón. ¿Es un nombre apropiado?

En su tercera escuela Rhita había tenido un paidagógos llamado Kimón. Era un hombre franco y agradable, amable y pertinaz. Ella había sentido un profundo afecto por Kimón cuando era joven. Tal vez el escolta planeaba sacar provecho de ello. Y quizá no necesite usar un subterfugio tan obvio.

—No —dijo—. Ése no es tu nombre.

—¿Y cuál debería ser mi nombre?

—Te llamaré Typhón —dijo ella.

De Hésiodos: la horrible criatura que luchaba con Zeus, hijo de Gaia (de ahí la apariencia humana del escolta) y Tártaros; un monstruo subterráneo de maldad ilimitada. Ese nombre la mantendría en guardia.

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