El escolta asintió.
—Pues seré Typhón.
La burbuja aceleró de repente. Rhita no tenía manera de calcular la velocidad; no sentía el movimiento. La oscuridad circundante parecía llena de iridiscencias subliminales. Mirando hacia arriba, vio una miríada de tenues haces de luz que viajaban paralelamente, desde la blancura triangular de delante, por encima y por detrás de ellos, hacia la pared, donde desaparecían. El triángulo creció en tamaño y resplandor. Obviamente se aproximaban a algo, aunque no sabía a qué.
Hipnotizada, Rhita miró hasta que la blancura llenó su campo de visión: una luminosidad deslumbrante y perlada que le causaba pasmo y serenidad a la vez. Parecía la luz que envolvería un dios. De hecho no creo en los dioses, pensó. Pero todavía están dentro de mí. Alheñe, Astarté, Isis, Aser, Aserapis, Zeus... y ahora Typhón.
De pronto la luz la rodeó y la negrura se convirtió en un bostezo, en un agujero. Con una abrupta reorientación comprendió que había pasado de un enorme prisma triangular a un baño de luz perlada. Volviéndose, vio que la oscura boca equilátera retrocedía. Estaba enmarcada por una delgada línea roja, de una riqueza y una elegancia difíciles de describir; su color parecía poseer cualidades de serena dignidad, vida vibrante y tremenda violencia, todo al mismo tiempo.
—¿Dónde estoy? —preguntó con un hilo de voz.
—Detrás de nosotros hay una nave. Nosotros estamos en un vacío, dentro de un tubo de gases fulgurantes. Por el momento descenderemos por este tubo.
Rhita aún no entendía dónde estaban. Sentía un nudo en el estómago. Tanta extrañeza no le sentaba bien. ¿Cómo había reaccionado la sophe al ver tantas cosas extrañas? Había una época en que Gaia misma debía parecerle extraña y tal vez espantosa a la abuela de Rhita.
Se restregó los ojos con los puños. Le dolían. El cuello le dolía de moverlo con tanta tensión. Le dolía la cabeza. Nuevamente se sintió abatida, pero había cierta belleza en esa luz. Le avergonzaba sentir dolor.
No estoy reaccionando bien, ¿verdad? Tal vez debería dar gracias por estar todavía en mis cabales.
El fulgor se intensificó y Rhita notó un cosquilleo. Atravesaron el límite del tubo de luz perlada. Abajo se extendía algo incomprensible, intrincado como un enorme mapa de color verde, cubierto de rayas blancas y marrones, mechado con hileras de torres cónicas formadas por discos apilados de bordes redondeados.
Experimentó una nueva reorientación, y supo con el entendimiento en vez de percibir sensaciones.
Estaban dentro de una superficie cerrada y alargada, semejante a un enorme cilindro o tubo. La superficie del cilindro se extendía como un diseño textil krétense, verde puro y marrón y blanco, o como... Pronto se le acabaron las comparaciones.
Rhita ya sabía dónde estaba. Patrikia había descrito muchas de estas cosas, aunque no los colores. Por encima de la burbuja se extendían la banda ancha del tubo de plasma, ahora mucho más tenue, y la región imposible llamada la falla, la singularidad. Tal vez el prisma cabalgaba sobre la falla, como las fallonaves del Hexamon.
Estaba viendo la Vía.
El Senado Terrestre estaba de vacaciones, y con sus miembros dispersos por la Cuenca del Pacífico. Un influyente senador terrestre, sin embargo, había permanecido en Honolulú, y Garry Lanier organizó una reunión con él.
Suli Ram Kikura y Karen acompañaron a Lanier a la Tierra; su objetivo era el sabotaje.
Lanier conocía a Robert Kanazawa, senador de las Naciones del Pacífico, desde hacía cincuenta años; se habían conocido como jóvenes oficiales en la Armada. Kanazawa había pasado a ser operador de submarinos, Lanier piloto; sus caminos se habían separado hasta la Recuperación, momento en que habían vuelto a encontrarse durante una sesión plenaria en Thistledown. Se habían visto esporádicamente hasta el retiro de Lanier. Lanier respetaba profundamente a Kanazawa; el hombre había sobrevivido a la Muerte en un submarino de la Armada de Estados Unidos, había trabajado en California para restablecer la autoridad civil, y veinte años atrás lo habían nombrado senador.
Durante la Muerte, en todo el mundo, las instalaciones militares aliadas y del Pacto de Varsovia habían sido muy castigadas. Pero por algún capricho de la planificación soviética, o por fallos de los misiles, sólo habían caído dos ojivas sobre Pearl Harbor. En algunas bases de las islas había caído una ojiva, en otras ninguna. Honolulú había sufrido grandes daños por el ataque a Pearl Harbor, pero aún sobrevivía como ciudad.
Después de la Secesión, los investigadores del Hexamon —Lanier entre ellos— eligieron lugares desde donde iniciar la Recuperación; las islas se habían ofrecido como sede principal de los servicios de soporte del Pacífico Medio. Las armas que se habían usado allí eran relativamente limpias; la radiación no era excesivamente peligrosa al cabo de cinco años, y las medicinas y los tratamientos del Hexamon permitían contrarrestarla.
En diez años volvieron a crecer las exuberantes selvas y praderas de Oahu. Las ciudades se levantaron de nuevo, alimentadas por la actividad del Hexamon y del comercio transpacífico entre Nueva Zelanda, Australia del Norte, Japón e Indochina.
Con las comunicaciones del Hexamon, la posición geográfica no era crucial para los centros del Gobierno de la Recuperación, así que el Senado Terrestre había establecido su sede en Oahu, donde se hallaba la vieja Honolulú. Esta decisión fue una demostración de poder y autoridad, pero los supervisores del Nexo no intentaron modificarla; sabían que pocos terrestres participarían en una empresa tan desagradable como la de liderar la Recuperación sin obtener privilegios sustanciales.
Kanazawa vivía en una casa alargada de madera y piedra, a poca distancia de la playa de vidrio fundido de Waikiki. Una cálida y húmeda brisa del sur agitaba las palmeras cuando Karen, Garry y Ram Kikura atravesaron el sendero de piedra pómez para ser recibidos por un dispositivo de seguridad del Nexo, un bruñido tubo blanco de un metro de longitud y quince centímetros de anchura, que flotaba junto al porche.
—Nos complace verte de nuevo, ser Lanier —dijo el dispositivo en una versión más aguda de la voz de Kanazawa—. Os esperan a todos. Por favor entrad y disculpad el desorden. El senador está investigando una ley comercial que se tratará en la próxima sesión.
Subieron la escalinata de piedra y entraron en el porche. Había muebles de mimbre sobre suelos de madera lustrosa. Papeles y carpetas se amontonaban en el salón. Los medios avanzados de almacenamiento electrónico aún eran un lujo en la Tierra, así que el austero Kanazawa optaba por el papel.
—Me gusta esto —dijo Ram Kikura, acariciando los estampados polinesios del sofá y la silla—. La cosa real.
Kanazawa salió de la oficina del fondo con una bata estampada japonesa y sandalias.
—Garry, Karen. Es un placer veros de nuevo. —Le sonrió a Ram Kikura—. Si no me equivoco, ella es la defensora de la Tierra, nuestra ex colega ser Suli Ram Kikura. —Le tendió la mano, y Ram Kikura se la estrechó e inclinó la cabeza—. La visita de todos vosotros me complace tanto como me preocupa. ¿Debo entender que algo importante está ocurriendo en el Nexo?
Los condujo a un porche trasero y pidió bebidas a un criado mecánico. Desde la muerte de su segunda esposa, hacía diez años, Kanazawa no se había vuelto a casar. Se había sumergido aún más en su trabajo, ganándose la reputación de ser excepcionalmente cortés y excepcionalmente capaz, pero también excepcionalmente terco, incluso obsesivo.
—El Nexo está a punto de hacer una recomendación en Thistledown —dijo Lanier.
—No he sabido nada de ello —dijo Kanazawa, ladeando la cabeza con curiosidad. En el rostro ancho y curtido tenía una marcada cicatriz blanca. Había recibido la quemadura de un fogonazo mientras navegaba en su submarino, el Burleigh. Una cicatriz similar le cruzaba el dorso de la mano derecha; terminaba allí donde llegaba la chaqueta de manga larga que usaba entonces. El submarino navegaba hacia el norte siguiendo la costa de California, tres días después del comienzo de la Muerte, y el origen del fogonazo era un nuevo bombardeo nuclear de San Francisco.
—Es probable que no se permita votar a los viejos nativos en esta cuestión —dijo Lanier. Kanazawa no modificó su expresión, pero habló con más sequedad.
—¿Por qué no?
—Serán excluidos apelando a normas de la Recuperación —dijo Lanier—. Los consideran incapaces de tomar decisiones relacionadas con el Hexamon padre.
—Los cuerpos gubernamentales de Thistledown y los distritos orbitales se habían convertido en «organismos padres», por un curioso giro del lenguaje legal, durante los primeros años de la legislación de la Recuperación.
Kanazawa asintió.
—No se han aplicado desde hace once años, pero todavía siguen vigentes. ¿Esto me concierne?
—Creo que nos concierne a todos. Es una historia bastante larga.
—Sé que vale mi tiempo, viniendo de ti. Cuéntamelo. Lanier se lo contó.
Korzenowski fue atravesando la terminal de la sexta cámara para reunirse con Mirsky bajo una claraboya transparente. El avatar —a Korzenowski le resultaba más cómodo encararlo de ese modo— miraba la maquinaria del lado opuesto de la cámara. Nubes veloces surcaban el paisaje a ambos lados; los colores grises y verdosos, atravesados por el fulgor del tubo de plasma, calmaron a Korzenowski de un modo que le resultó desconcertante. Se había aislado de todo esto, pero aún lo fascinaba.
Como Olmy, ahora creía que el Hexamon debía reabrir la Vía a pesar de los obstáculos que afrontaban ¿Lo lamentaría?
—Es magnífico —dijo Mirsky—. Un logro magnífico. —Miró al Ingeniero—. Cuando vi esto por primera vez, superaba todo lo que yo podía imaginar. Era abrumador. No me habían introducido gradualmente, no tenía la experiencia de Lanier, que había pasado un tiempo en la Patata... así llamábamos a Thistledown. No habíamos entrado pacíficamente. Todo era extraño y perturbador, y también fascinante. Pero ser Ram Kikura lo llamó «atroz».
—La maquinaria no es una de sus pasiones. Ha pasado la vida entre máquinas enormes. No les da importancia. No es inusual que los naderitas sean ciegos a su entorno cuando buscan la perfección. En general somos bastante místicos. La Estrella, el Hado y el Pneuma están muy arraigados en nosotros.
—¿Cuánto tardarás en completar este diagnóstico?
—Tres días. Hay parciales y remotos por toda la cámara. Todo lo crucial parece que funciona.
—¿Y las armas?
Korzenowski miró fijamente a través de la claraboya. Empezaba a caer una lluvia que manchaba el vidrio, la misma agua que había enfriado y limpiado la maquinaria de la sexta cámara durante siglos.
—Yo no las construí. Sé muy poco sobre ellas. Sospecho que también funcionan. El Hexamon pasó gran parte de su historia dependiendo de máquinas para sobrevivir; respetamos nuestras creaciones, y por instinto las construimos para que duren.
—¿Cuánto falta entonces para la reapertura?
—Los planes no han cambiado. A menos que Lanier y Ram Kikura logren bloquear la recomendación y la votación, tal vez dos semanas, no más de un mes.
—¿Lo harás, si te lo ordenan? ¿Reabrir la Vía?
—Lo haré —respondió Korzenowski—. Parece obra del Hado, ¿verdad?
Mirsky se echó a reír. Por primera vez Korzenowski detectó un matiz que no parecía del todo humano en la voz del avatar, y eso le causó escalofríos.
—El Hado, en efecto —dijo Mirsky—. He estado con seres que eran semejantes a dioses, y el destino también les desconcertaba a ellos.
—Sería un honor que os alojarais aquí —dijo Kanazawa—. Mi hospitalidad no es igual que cuando vivía mi esposa; sólo tengo criados mecánicos donados por mis votantes, pero la cocina trata muy bien a mis huéspedes.
—Sería un placer —dijo Lanier—. Nos iremos por la mañana para visitar Oregón, luego volaremos a Melbourne y regresaremos a casa. Nueva Zelanda, Christchurch. No tenemos mucho tiempo.
Desde el porche contemplaron el ocaso glorioso. Detrás de las palmeras y la playa, el sol hacía arder las laderas de Barber's Point con un fuego más amable que el que habían conocido esa zona y en la base aeronaval durante la Muerte al oeste de la finca del senador, detrás de una empalizada blanca se extendía un cementerio japonés. Suli Ram Kikura estaba allí, con Karen a sus espaldas, examinando las lápidas y las cruces de lava tallada, en forma de pagoda.
—Hay algo que faltaba en la vieja Ciudad de Axis —dijo Lanier.
—¿Qué es?
—Los cementerios.
—Aquí hay demasiados. Muchas cosas deben ser diferentes allá arriba. Tenemos lazos estrechos, pero a veces creo que nos comprendemos muy poco. Ojalá yo no temiera tanto los viajes espaciales. Mi único viaje lo hice la última vez que nos vimos. Las semanas que pasé en el Burleigh me hicieron aborrecer los lugares cerrados. Abandoné la nave cuando encalló en Waimanaho, y juré que nunca más me encerraría en un tubo de hierro. Volé hasta allá arriba sedado.
Lanier sonrió comprensivamente.
—Has trabajado con ellos. Demonios, Garry, fuiste uno de los primeros en conocerles. Sin duda comprenderás sus motivaciones.
—Puedo adivinarlas.
—¿Por qué de pronto nos consideran socios débiles, cuando esto podría afectar a toda la humanidad?
—Somos socios débiles, senador.
—No tan débiles ni tan ingenuos como ellos creen. Podemos abarcar muchas cosas extrañas antes del desayuno.
—Creo que la cita correcta es «creer seis cosas imposibles antes del desayuno»
[1]
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—¡Cosas imposibles! Pues tenemos a un hombre que ha vuelto de la tumba, o algo parecido.
—Hemos tenido muchos. Incluso he ayudado a resucitar gente. Mirsky es algo mucho más extraño.
Kanazawa dio la espalda al poniente. Las llamas de Barber's Point se habían reducido a franjas purpúreas. Los ocasos no eran tan espectaculares como habían sido durante años después de la Muerte, pero en Hawai aún eran memorables.
—De acuerdo. Tal vez seamos ingenuos. ¿Ella acepta semejante cosa?
—¿Karen, o Ram Kikura?
—Ram Kikura.
—Creo que lo acepta en un sentido, y le cuesta aceptarlo en otro. Acepta que debemos seguir las recomendaciones de Mirsky. Pero lamenta profundamente su regreso. Cree que él ha catalizado este desquicio, lo cual es cierto. Pero habría ocurrido de un modo u otro.