Eternidad (36 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Eternidad
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—La difusión de esta noticia en la Tierra sólo puede incrementar el resentimiento, aunque muchos te crean —dijo Kanazawa—. Sentimos rencor por nuestros salvadores. Nos molesta que nos hayan robado nuestra infancia.

—No sé si lo entiendo, senador. Sin duda la Muerte se encargó de eso.

—No. Los constructores de Thistledown... ellos sobrevivieron a la Muerte, surgieron de ella, desarrollaron una nueva civilización. Inventaron sus propios prodigios, alcanzaron la supremacía, lanzaron sus naves estelares asteroidales. Nosotros no podemos hacerlo. Ellos han venido a nosotros con las manos llenas de maravillas, como padres que crían a sus hijos, dándonos milagros y portentos, imponiéndolos a veces. No nos permitieron cometer nuestros propios errores.

—Gracias a Dios. Ya habíamos cometido bastantes.

—Sí, pero ¿entiendes a qué me refiero? —preguntó dolido Kanazawa—. Mis votantes se sienten perdidos cuando se enfrentan a estos salvadores, los consideran ángeles. Un visitante de los distritos orbitales o el asteroide todavía es raro; son respetados y temidos. Nos dejan en la Tierra como patanes.

—Concordamos con esa descripción.

—Te has vuelto un cínico, Garry.

—Tengo motivos, senador —dijo Lanier, sonriendo amargamente—. Pero entiendo lo que dices. Aun así, debemos esforzarnos más. La Tierra no puede vivir en el rencor, la amargura y la envidia, como el Sur americano después de la Guerra Civil. Tal vez necesitemos un problema de mayor alcance para encender el entusiasmo.

—No lo comprenderán, Garry —dijo Kanazawa—. Está más allá de lo que conocen, como un cuento de hadas, un mito. Los mitos no funcionan bien en política. Tienes que disfrazarlos, darles concreción.

Ram Kikura y Karen regresaron de la empalizada con aire muy sombrío.

—La mortalidad no es lo único que nos separa —murmuró Kanazawa.

La cena fue servida por robots. Los cuatro estaban sentados a la mesa. Lanier, Karen y Kanazawa estaban un poco achispados, pues habían bebido ron por igual después de la solemnidad y la preocupación de ese día. Hacía décadas que Lanier no se embriagaba; se sentía más suelto de cuerpo, y miraba a Karen con los ojos de una juventud distante. Era realmente una mujer adorable; por joven que pareciera, tenía la sabiduría de su edad, y eso la embellecía aún más. Lanier no despreciaba la juventud, pero no estaba dispuesto a permitir que sus atractivos lo dominaran.

Trabajar juntos podía ser un remedio, pensó; pero ella aún no sentía esa misma calidez por él, y ambos se comportaban como un matrimonio de ancianos, hablando más con los demás que entre sí.

Ram Kikura era reacia a probar el ron.

—He oído hablar del alcohol —dijo con cautela de abstemia—. Es un veneno narcótico.

—¿No había bebida en Thistledown durante el viaje? —preguntó el asombrado Kanazawa.

—No, al principio no —respondió ella—. Aunque el alcohol no dejaba de tener su importancia, los primeros viajeros estaban más interesados en los estímulos mentales directos, un problema que arrastrábamos desde la Tierra. Los estímulos se volvieron más refinados y seguros, y encontramos maneras de tratar las personalidades propensas a los excesos químicos o neurológicos. El alcohol nunca fue una gran preocupación, ni una gran diversión. Se cultivaban vinos, si mal no recuerdo...

Parecía disfrutar de esa oportunidad de hablar de la historia, especialmente porque aplazaba su decisión sobre el ron.

—Pero cuando se construyó la Vía y obligamos a los jarts a retroceder, se reanudó el comercio mediante las fuentes. Conocimos los talsit y conocimos otras sustancias tóxicas muy elaboradas: potenciadores y realzadores, por no mencionar los matices de la copia total. El alcohol y los otros tóxicos químicos eran como silbatos comparados con una orquesta sinfónica.

—Pero los lujos primitivos aún poseen su encanto —dijo Kanazawa.

—Detestaría hacer el ridículo —le murmuró Ram Kikura, hundiendo el dedo en el vaso, llevándoselo a la nariz—. Esteres y cetonas. Muy fuerte.

—Destruye el cerebro —dijo Karen, bastante mareada—. Tal vez necesite alquilar otro.

—El alcohol —declaró Ram Kikura, haciendo una pausa, dándose cuenta de que se ponía solemne— todavía es un problema en la Tierra. ¿Estoy en lo cierto?

—Absolutamente —dijo Kanazawa—. Es un problema, y un bálsamo para muchas heridas.

—Me disgusta perder el control de mí misma.

—Bebe —dijo Karen—. Tiene buen sabor. No tienes que bebértelo todo.

—Conozco el sabor. He tenido biocrónicas en Memoria de Ciudad.

—¿Biocrónicas? —preguntó Kanazawa.

—Ahora no son tan populares como antes —dijo Lanier—. Experiencias de vida simuladas. Editadas, en general. Las más extremadas te hacen olvidar que son simulaciones. Vives otra vida.

—Cielos —reprobó Kanazawa, con asombro—. Eso es casi como serte... infiel a ti mismo.

Mientras discutían sobre el dilema ético de las relaciones sexuales en una biocrónica —que según las viejas pautas de la Tierra violaban los votos matrimoniales—, Lanier notó que Ram Kikura sentía atracción por aquello; siempre se había sentido ligada al pasado. Cuando se habían conocido, ella había pictografiado una bandera americana, orgullosa de sus orígenes. Ahora tocaba una parte del pasado que ella conocía poco. Los recuerdos biocrónicos, según había oído Lanier, no eran tan vivos como los reales, a menos que uno usara implantaciones extra, poco prácticas para los homorfos.

—De acuerdo —dijo ella, disponiéndose a brindar—. ¡Por la condición humana!

Bebió un sorbo mucho más grande de lo que Lanier le hubiera recomendado. Ram Kikura abrió los ojos y escupió, sofocándose. Karen le palmeó la espalda, sin ningún resultado.

—¡Por el Pneuma! —graznó Ram Kikura cuando logró dominarse—. ¡Mi cuerpo lo odia!

—Ve despacio —le recomendó Kanazawa—. Si eso es demasiado fuerte para ti, tengo vino.

Ram Kikura desestimó sus atenciones con un gesto, incómoda por su torpeza. Se enjugó las lágrimas y alzó el vaso de nuevo.

—¿Por dónde iba? —preguntó con voz ronca.

—Garganta abajo —sugirió Lanier. Ram Kikura bebió con más moderación.

—Me atraganto.

—No lo entiendo —dijo Kanazawa—. Es un ron muy bueno. El mejor de Oahu.

—Añejo... de tres horas por lo menos —dijo Lanier. Kanazawa lo miró con severidad senatorial.

—De mi distrito —dijo.

—Tu distrito es esta mitad del mundo. ¡Espero que no te bebas todo lo que embotellan tus votantes! —dijo Karen.

Ram Kikura calló un instante, observando el efecto que el licor le causaba.

—Creo que no me embriagaré —dijo—. Mis implantaciones metabolizadoras están convirtiendo el alcohol en azúcar más deprisa de lo que puedo beber.

—Qué lástima —dijo Kanazawa.

—Podría ajustarías... si es más adecuado para la ocasión. Kanazawa miró significativamente a Lanier. Karen suspiró.

—No eres una chica muy juerguista, querida —dijo.

El cielo nocturno de Hawai era un fulgor frío que a Lanier le recordaba la
Noche
estrellada
de Van Gogh. Kanazawa llevó un láser de baja potencia al jardín. Se sentaron en la hierba, comiendo chocolate brasileño y saboreando aperitivos.

—Éste es mi planetario particular —dijo el senador, agachándose—. No es comparable a estar de veras en el espacio, supongo. Pero estoy feliz con esto.

Encendió el láser y lo alzó. El haz trazó un sendero refulgente en el húmedo aire marino, hasta las estrellas; parecía tocarlas individualmente.

—Conozco todas las constelaciones —dijo—, las japonesas, las chinas y las occidentales. Incluso algunas de las babilonias.

—Es hermoso —dijo Ram Kikura. Había permitido que el alcohol surtiera efecto en ella. Los párpados le pesaban y estaba relajada, casi soñolienta—. El cielo es más humano desde aquí. Más amistoso.

—Sí, entiendo —dijo Karen. Ella y Lanier se reclinaron en la hierba; sus cabezas se tocaban—. Pero cuando yo era niña, todavía parecía inmenso. Aterrador.

—Sí, entiendo —dijo Ram Kikura, imitando el tono de Karen y sonriendo—. De veras.

—Mi propio planetario —insistió Kanazawa—. Puedo apuntar el láser, desplazar el rayo y observar sin que a nadie le importe. Sus problemas... —pasó el rayo por todo el firmamento, desde el nuboso horizonte hasta el despejado mar abierto— no son mis problemas. —Suspiró melodramáticamente—. Es bueno veros de nuevo, Garry y Karen. Y es bueno conocer a alguien del distrito de un modo menos formal. Existe una gran distancia entre nosotros, y eso que somos padres e hijos...

—¿Quiénes son los padres y quiénes los hijos? —preguntó Karen.

—Vosotros sois los padres —dijo Ram Kikura.

—Y también los hijos.

Karen golpeó con su cabeza la de Lanier, como para llamarle la atención.

—¡Ay! ¿Qué?

—Sólo te golpeo, hijo de perra. —Karen rió entre dientes—. Lo lamento. Son los efectos del ron.

—Pues sigue golpeando. Ram Kikura alzó las manos.

—Ahora me gustaría ver multitudes de hijos de la Tierra. Hijos sanos, hijos felices. Me encanta ver hijos del Hexamon por la ventana de mi apartamento, en Axis Euclid. No tuviste más hijos, Karen. ¿Por qué?

—Estaba demasiado ocupada —dijo Karen, mordiéndose el labio.

—¿Cómo se puede estar tan ocupada como para no tener hijos?

—¿Naturalmente, o a la manera del Hexamon? —preguntó Karen. El tiempo había atenuado el dolor, pero ella todavía rehuía su centro.

—A la manera del Hexamon, creo —dijo Ram Kikura—. Mi hijo Tapi es un niño anticuado. —Sonrió y sacudió la cabeza—. Aprobará sus exámenes de encarnación. Seguirá los pasos de su padre... los de Olmy.

—No sabía que tenías un hijo —dijo Lanier.

—Sí, estoy muy orgullosa de él. Pero no lo di a luz, en el sentido antiguo. Aun así, tener hijos es importante, no importa el modo, aunque primero se críen en Memoria de Ciudad. Permitirles crecer como flores, cometer errores.

—Y morir —murmuró Lanier, los ojos cerrados. Karen se puso rígida y se inclinó hacia delante, separándose de él. Lanier se arrepintió de sus palabras.

—Hay cementerios en Thistledown —dijo a la defensiva, eludiendo la mirada de Ram Kikura—. Los he visto. Bóvedas, incluso tumbas ostentosas. En otro tiempo vuestra gente supo cómo era la muerte.

—La muerte es fracaso —dijo Ram Kikura con voz airada.

—La muerte es culminación —dijo Lanier—. La muerte es un desperdicio y una pérdida.

—Acepto eso —dijo Karen, golpeándolo de nuevo—. Más vida.

—¡Robert! —Lanier lo señaló con el dedo.

En respuesta, Kanazawa le apuntó el rayo láser al pecho.

—¡Garry! ¿Qué?

—Decide tú. Tú eres un hombre natural. No tienes implantaciones ni nada; sólo te has sometido a terapia de radiación. Incluso has conservado la cicatriz.

—La insignia blanca del coraje —dijo Kanazawa—. Me ayuda a conservar mi puesto.

—¿Es la muerte culminación o desperdicio?

—Nos hemos desviado mucho del tema de esta velada, ¿verdad? —preguntó Kanazawa.

—Tú desciendes de japoneses. Ellos ven la muerte de otra manera. La muerte honorable. La muerte en el momento apropiado.

—¿Tú tienes sangre amerindia? —le preguntó Kanazawa.

—No.

—Pues lo parece. Cuando la gente tiene que morir, ve la muerte de otra manera. La engalana y baila con ella y le pone ropajes negros y la teme. En muchas cosas no estoy de acuerdo con el Hexamon, pero no lamento que nos den la opción. La mayoría de esas tumbas son de los años posteriores a la Muerte. La mayoría de mis votantes han optado por vivir más. Algunos esperan vivir para siempre. Tal vez lo consigan. La muerte no es un fracaso, y puede que sea una finalidad, pero sólo mientras no mande ella.

—Exacto —dijo Karen.

—¿Has elegido vivir para siempre? —preguntó Lanier.

—No —dijo Kanazawa.

—¿Por qué?

—Eso es personal.

—Lo lamento —dijo Karen—. Este tema no es agradable.

—No. Es importante —dijo Kanazawa—. No es demasiado personal para hablar de ello. Ni siquiera bajo los efectos del ron. No puedo olvidar ciertas cosas. Son recuerdos desagradables. No puedo usar talsit ni pseudotalsit, y aunque pudiéramos conseguirlos, maravillosos como son esos tratamientos, estos recuerdos son parte de mí, y me han convertido en lo que soy. Lucho siempre contra ellos. Por la mañana despierto con ellos. A veces me pesan todo el día. Sabes de qué hablo, ¿verdad, Garry?

—Amén —dijo Lanier.

—Cuando yo muera, esos recuerdos se irán. Yo me iré, y tal vez alguien mejor me reemplace. Quizá posea conocimientos sobre la historia que yo he vivido, pero podrá elevarse por encima de ellos. No habrá desperdicio. Asimilará lo que yo no puedo asimilar.

—Amén —repitió Lanier en un susurro.

—Creo que estaremos de acuerdo en disentir —dijo Ram Kikura—. Eres un hombre maravilloso, senador. Tu muerte sería una pérdida.

Kanazawa ladeó la cabeza para agradecer el cumplido.

—No podemos llorar —dijo Ram Kikura—. Compartimos muchas emociones, pero nosotros no nos hemos elevado sobre ellas. No las hemos trascendido. Las asimilamos y seguimos siendo nosotros, pero... —Sacudió la cabeza—. No puedo pensar bien. Son los efectos del ron.

—Estamos demasiado cerca de muchas muertes para mirar la muerte individual objetivamente —dijo Kanazawa—. Karen, ¿apruebas la edad de tu esposo?

—No —dijo ella al cabo de una larga pausa.

—Yo no puedo seguirle el ritmo —dijo Lanier, tratando de bromear.

Ella bajó los ojos, de las estrellas a la hierba húmeda.

—No es eso. No quiero perderte. Tampoco quiero sacrificarme para seguir tus pasos.

—Pinche esa ampolla, doctor —dijo Lanier.

—Cállate. —Karen se apartó nuevamente de él y se puso de pie—. Ahora estamos diciendo tonterías.

—Son los efectos del ron —repitió Kanazawa, barriendo el cielo con el rayo—.
In vino, veritas.

—Esto es noble —dijo Ram Kikura—. Esto es humano. Karen corrió hacia la casa. Lanier se levantó, se sacudió la hierba de los pantalones.

—Creo que voy a seguirla y luego iremos a dormir —dijo. Kanazawa asintió comprensivamente.

Lanier regresó a la casa, encontró el dormitorio y se detuvo en la puerta mientras Karen se desvestía.

—Recuerdo la primera vez que me hiciste el amor —dijo—. En aquel vehículo, en el cruzatubos. Ella se desabrochó el sostén.

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