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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Eternidad (12 page)

BOOK: Eternidad
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—¿Puedes traerlo a Thistledown, primera cámara, dentro de dos días? —preguntó el Ingeniero a Lanier.

Lanier sintió una mezcla contradictoria de angustia, resentimiento y entusiasmo. Había pasado tanto tiempo alejado de los asuntos importantes...

—Creo que puedo arreglarlo —dijo.

—¿Estás bien de salud? —preguntó Korzenowski, con cierta preocupación. Sólo los viejos nativos y los naderitas ortodoxos más fanáticos rechazaban todos los métodos para prolongar la vida y la salud. Lanier estaba ridículamente decrépito para los cánones de la época.

—Estoy bien —respondió, sintiendo el dolor en las piernas y en la espalda.

—Entonces te veré en Thistledown poco después de vuestra llegada, sea cuando fuere. Ser Mirsky, debo decir que no estoy del todo sorprendido de verte.

La imagen se esfumó.

Mirsky se enfrentó a la atónita mirada de Lanier.

—Un hombre sabio —dijo—. ¿Podemos partir pronto?

Lanier se volvió hacia la consola e hizo los arreglos necesarios. Todavía tenía influencia, y nunca le había disgustado ejercerla.

La situación evolucionaba.

Lanier estaba tan desconcertado y resentido como antes, pero más intrigado.

9
Thistledown

Acompañando al viejo soldado hasta la primera cámara, Olmy había ayudado a Mar Kellen a reservar un billete para la Tierra. Mar Kellen parecía haber alcanzado una especie de serenidad mística después de revelar su secreto. Caminaron hacia los ascensores. Mar Kellen sonreía, moviendo la cabeza y mirando el suelo, arrastrando los talones por el pavimento de piedra.

—Sólo necesito unas cuantas semanas para reflexionar. ¿Por qué no hacerlo en el mundo madre? Beni no era ortodoxa, pero apreciaría que yo fuera allí. Me contó que era hermoso.

—Estrella, Hado y Pneuma, sed benévolos —dijo Olmy.

—Una fórmula, ¿eh? ¿Entre dos cínicos veteranos? Olmy asintió.

—A veces es reconfortante.

—Cuentos de hadas, después de lo que hemos visto y hecho. —Mar Kellen miró la luz de los tubos, entornando los ojos innecesariamente—. Tal vez necesites consuelo ahora. Casi lo lamento por ti. Creí que eras el único que podía manejarlo. Pero tal vez cometí un error.

—No —dijo Olmy, aunque no estaba seguro.

—Escalaré una montaña por ti —le dijo Mar Kellen—. Una auténtica montaña, no un monte artificial de la quinta cámara, tallado por máquinas. Alta, con glaciares anchos y lugares profundos. Más alta que todo lo que hay en Thistledown. —Pestañeó—. Adiós.

Mar Kellen entró en el ascensor, y Olmy tuvo la impresión —quizás intuición, quizás una pictografía subliminal de la mente de Mar Kellen— de que el viejo soldado se internaría en una región inhóspita y montañosa donde sabía que nunca lo encontrarían.

Olmy regresó al viejo apartamento, relajándose, meditando. Usó el terminal de la biblioteca para comunicarse con varios programas de investigación legítimos (y discretos) de los bancos de memoria de Thistledown.

En cuanto se cercioró de que sus canales eran seguros —tomando precauciones adicionales para impedir que los rastreadores de Parren Siliom localizaran su paradero— llamó a un viejo aliado, un rastreador que había construido él mismo con los recuerdos de un terrier de pelo corto. El rastreador había resultado ser sumamente eficaz, y parecía disfrutar de su trabajo, si cabía atribuir esa capacidad a algo que a fin de cuentas no era una mentalidad completa.

Olmy encargó al rastreador que encontrara todas las referencias al jart que hubiese en los archivos de Thistledown y los distritos orbitales. Muchos centros del asteroide ya no estaban activos, algunos estaban cuidadosamente ocultos. Pero el rastreador podía infiltrarse en las memorias más inaccesibles, siempre que aún existiera un enlace potencial de información.

Olmy se reclinó ante el terminal y entrelazó las manos, atento y paciente, mirando las imágenes que proyectaba el rastreador. Aquello llevaría tiempo.

Había corroborado que la implantación de memoria de Mar Kellen era anticuada y mínima. Beni, siendo una naderita «no ortodoxa», tenía sólo los complementos de memoria exigidos por la ley. Los archivos del jart habían matado a la mujer, desquiciando sus complementos, y llevado a Mar Kellen al borde de la locura en menos de un segundo de contacto.

Parecía improbable, pero era posible que más allá del laberinto de seguridad los archivos hubieran quedado abiertos y en estado de copia, listos para ser transferidos. Pero la consola sólo permitía transferencias a mentes o implantaciones humanas, no había conexiones para efectuar transferencias a unidades de almacenamiento externo. Claro que podía prepararlas, pero tenía que haber un motivo por el cual éstas no existían.

Una copia rápida de información canalizada en un cerebro mal preparado podía, teóricamente, desquiciar fatalmente una personalidad. Pero ¿qué clase de maquinaria o circuito de seguridad permitiría daños a un investigador incauto? Obviamente, no se esperaban investigadores incautos, sólo expertos.

Expertos preparados:

Si habían puesto tanto empeño en conservar el secreto, era posible que la maquinaria estuviera diseñada para desquiciar las mentes intrusas; pero Olmy no sabía de ningún caso en que los organismos del Hexamon hubiesen tomado medidas protectoras letales contra los ciudadanos en toda la historia de Thistledown
y
la Vía.

Beni, sin implantaciones para amortiguar el flujo, quizás había activado un circuito de seguridad durante el primer contacto. Cuando Mar Kellen probó la segunda interfaz un momento después —sin advertir que Beni estaba lesionada— el circuito de seguridad y el amortiguador de sus implantaciones, que eran mejores, habrían frenado el flujo, que así lo había afectado sin llegar a matarlo.

Cuántos misterios y preguntas...

En todas sus hazañas, Olmy se había comportado con la máxima cautela, de acuerdo con el tiempo que se le concedía para planear y actuar.' Aun así, lo habían matado dos veces.

No rehuía los riesgos, pero tampoco los buscaba. Si había un modo fácil y seguro de realizar su misión, usaba ese método.

Ahora estaba por infringir su propia norma. Él sabía que no acudiría a las autoridades del Hexamon con el descubrimiento de Mar Kellen. Eso habría sido seguro, y teóricamente habría cumplido con su deber. Pero no se lo dijo a nadie y evaluó varias posibilidades, todas ellas descabelladas.

Olmy había vivido suficiente historia como para comprender que en general los grandes acontecimientos humanos no dependían de actos racionales, sino da las conjeturas y de algo semejante al instinto.

Para aprovechar este misterio en el tiempo con que contaba, tendría que actuar a solas. Entregarlo a las autoridades del Hexamon implicaría demoras, investigaciones oficiales, la habitual danza burocrática en torno a un patrimonio controvertido que quizá fuera una carga. Sospechaba —como parecía confirmar el trabajo de Tapi— que al cabo de menos de un año la información que se obtendría con este descubrimiento sería desesperadamente necesaria. La cautela total era imposible, incluso inapropiada. Sobre todo cuando lo único que arriesgaba —por el momento— era su propia persona.

Regresó a la quinta cámara, esta vez en ascensor, viajando a solas en una pequeña lanzadera particular. Trepó la cuesta, siguió las instrucciones de Mar Kellen para abrir la puerta de seguridad y se internó en las antiguas y gruesas paredes del asteroide.

En la cripta del jart, observó los estáticos patrones mentales de la criatura.

La imagen había cambiado desde que Mar Kellen la había activado. Olmy caminó en torno de la imagen, estudiando el cuerpo del jart. Era tan feo como había sospechado que sería un jart, e igualmente extraño. Tal vez más extraño que todo lo que había encontrado en la Vía, aunque esto incluía criaturas muy raras, algunas difíciles de definir como «vivas» salvo por su actividad mental. ¿Qué criatura había caminado sobre estacas sólidas y filosas? ¿Cómo comía? Obviamente no estaba diseñada para contar con velocidad o flexibilidad. ¿Qué función cumplían los tentáculos y esa maraña de pinchos? ¿Cómo podía ése cuerpo angosto servir a semejante cabezota?

Olmy permaneció en la diminuta cámara, dominando un viejo temor a los lugares pequeños. No había silla, así que se sentó en el suelo liso y antiguo, de espaldas contra la pared.

¿Por qué está aquí? Esa pregunta era tan imposible de responder como ¿Quién lo trajo aquí? y ¿Cómo lo capturaron?

¿Por qué un jart permitiría que lo capturasen y almacenaran su personalidad?

Se levantó, estiró los músculos y articulaciones. Su cuerpo aún se sentía juvenil y capaz. Su mente estaba equipada con suficientes implantaciones de memoria y módulos de proceso como para albergar varias personalidades humanas además de la suya; no usaba el sobrante desde que había llevado a Korzenowski antes de la reencarnación del Ingeniero, hacía cuatro décadas. Pero todavía estaba disponible. Había pocas personas, en Thistledown y en otras partes, que pudieran competir con el potencial físico y mental de Olmy.

Dedicándole unas semanas, quizá pudiera investigar las cámaras subterráneas y aprender a usar bien el equipo. Pero ¿por qué hacerlo?

Por las mismas razones por las cuales había consagrado los últimos años a estudiar todo lo que se sabía sobre la psicología de las inteligencias no humanas. El Hexamon Terrestre, al cabo de varias décadas de concentrarse en otros problemas, no estaba estratégica ni tácticamente preparado para regresar a la Vía.

Pero regresaría. Olmy sentía la presión de la historia, una presión conocida.

Si Olmy podía brindar asesoramiento, quizás el Hexamon sobreviviera a su propia necedad. Y de todas las criaturas a las que deberían enfrentarse al reabrir la Vía...

Los jarts eran las más temibles. Aun después de siglos de quietud y encarcelamiento, eran capaces de matar.

Era esencial que Olmy extrajera toda la información posible de esta fuente, al margen del coste personal.

Con una sonrisa amarga, comprendió que muchas de estas racionalizaciones estaban destinadas a ocultar una verdad elemental. No confiaba en los dirigentes actuales. Veían el pasado con más condescendencia que entendimiento. Su arraigado sentido de la superioridad del soldado había triunfado al fin sobre su confianza en la estructura de mando.

—Seré otro renegado —le confesó al antiguo cadáver del jart—. Al demonio con todo.

10
Gaia

Alexandreia era mucho más mugrienta de lo que recordaba de sus visitas de años anteriores; parecía usar un manto de humo y hollín como protección contra sus muchos problemas. Las fabulosas avenidas de mármol estaban descuidadas y llenas de hoyos. Habían cubierto muchas estatuas con grandes retazos de hule.

Los representantes del bibliophylax, el director y archivista del Mouseion, la hicieron bajar precipitadamente con sus petates ante la famosa Stoa del este del Mouseion y la pusieron en un carro desvencijado, insistiendo en que no caminara.

La residencia de las mujeres era un edificio de ladrillo y piedra de dos plantas, situado en un desolado y polvoriento rincón del Mouseion donde no había árboles. Rhita sintió abatimiento al verlo. Lugotorix, que iba junto al conductor del carro, soltó un silbido de desprecio.

Entraron en el patio de ladrillo y tierra. Una anciana con un chal negro barría polvo y arena con desgana a la sombra de la puerta doble, y apenas los miró. La puerta se abrió y apareció una joven rubia, con aire de matrona, de la edad de Rhita, las manos entrelazadas sobre la cabeza en señal de saludo.

—¡Bienvenida, bienvenida! —gorjeó, chasqueando la lengua y levantándose la túnica marrón para que no rozara el polvo—. ¿Eres de Rhodos? ¿Del Hypateion?

Rhita sonrió y cabeceó. El carro se detuvo bruscamente y el conductor ayudó al kelta a bajar los bártulos.

—Tú no puedes quedarte aquí —le dijo la mujer al kelta—. No se permite la entrada a los hombres.

—Es mi guardaespaldas —dijo Rhita.

—Querida, aunque las cosas andan mal para nosotras en el Mouseion, ninguna necesita guardaespaldas. Él tendrá que alojarse en otra parte. ¿Eres Rhita Bereniké Vaskayza?

—Sí.

La mujer la abrazó afectuosamente.

—Yo soy Jorca Yallos, de Galatia. Tu guía. ¿Estudias matemáticas?

—Sí.

—Fascinante. Yo estudio crianza de animales en la escuela agropecuaria. Me han pedido que te acompañe a tus aposentos y que responda a tus preguntas.

El desaliento invadió a Rhita cuando Yallos la llevó a la planta superior y la condujo por un corredor oscuro.

—Agradecemos tu presencia. Lamento que no dispongamos de algo mejor. En verano, estas habitaciones se enfrían más pronto de noche. En invierno, no es lo más deseable. Sin embargo, son bastante cálidas de día.

Extrajo una enorme llave de hierro y la insertó en el candado, se guardó el cerrojo y la llave y abrió de un empellón.

La frágil puerta de madera raspó ruidosamente el maltrecho suelo de baldosas.

—¿Eres una hija de Isis? —preguntó Yallos.

Rhita entró en la habitación. Era como la celda de un monasterio, con un par de ventanas pequeñas en lo alto de la pared externa y una cama de cuero en un rincón. Detrás de la puerta había un mueble precario con una palangana y un jarro. Contra la pared de la derecha se apoyaba un maltrecho escritorio de madera bajo un mural borroso de Isis Kanópica con su pequeño y emplumado bebé y su serpiente protectora.

—No —respondió Rhita.

—Qué lástima. Dorca, la mujer que estuvo aquí antes que tú, una ayudante encantadora... era muy devota de Isis. No puedes cambiar la decoración sin permiso del consejo de mujeres.

—Ni soñaría con ello —dijo Rhita.

Le indicó a Lugotorix que entrara el equipaje. Él traspuso la puerta con los maletines y cajas de madera bajo los brazos, los depositó en el suelo y se quedó a un lado, lejos de la suspicaz Yallos.

—Es un kelta, ¿verdad?

—De los parisioi —confirmó Rhita.

—Hay muchos keltas en Galatia. Yo soy de ascendencia nabatea y helénica.

Rhita cabeceó cortésmente.

—Tenemos una reunión de consejo al atardecer. Si quieres participar, serás bienvenida. Avísame si necesitas algo. Aquí las mujeres debemos permanecer unidas. Kallimakhos y los suyos no nos profesan mucho afecto. No servimos para sus contratos de defensa. —Yallos se detuvo en la puerta—. El kelta deberá acompañarme. Le conseguiré una habitación en los baños viejos, donde duermen los cuidadores.

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