Eternidad (17 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Eternidad
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Su posición como reina era bastante precaria. Hacía tiempo que lamentaba haber recobrado el poder para la dinastía tolemaica en los últimos treinta años: poder suficiente para recibir las culpas, pero no para tener el control. No tenía poder para desafiar totalmente a la Boulé y hacerse cargo de las fuerzas armadas, pero muchos grupos la juzgaban responsable cuando fracasaban las medidas militares de la Boulé. Proliferaban los rumores acerca de conspiraciones, y ella casi deseaba que fueran ciertos.

El día no mejoró cuando su espía del Mouseion le informó acerca del trato que recibía Rhita Bereniké Vaskayza.

Su Imperial Hypsélotés había aprendido a aprovechar todas las ventajas posibles de una situación. Durante más de una década había sospechado que los intereses del Mouseion no coincidían con los suyos, pero no pensaba que llegaran al extremo de ser contrapuestos. La Akademeia Hypateia de Rhodos era una espina que el bibliophylax llevaba clavada; Kleopatra pensaba que podía provocar una reacción interesante al permitir que la nieta de Patrikia asistiera al Mouseion. Y si esa joven traía mejores noticias de las que tenía Patrikia, que así fuera.

De cualquier modo, ella era útil.

Pero lo que el espía le contaba a su reina era exasperante.

Escuchó al espía sentada en un taburete de su estudio. Tensaba los músculos de la mandíbula, algo que hacía palidecer la cicatriz. No había creído que el bibliophylax Kallimakhos estuviera tan dispuesto a mofarse de su autoridad.

Kallimakhos había enviado al didaskalos escogido por Rhita, un joven profesor de física e ingeniería llamado Demetrios, a un prolongado sabático, contra los deseos del profesor. (Demetrios, decía el espía, era un buen matemático además de un inventor prometedor, y ansiaba trabajar con la hija de la sophé Patrikia.) Kallimakhos había tratado a Rhita con rudeza, ignorando su condición de visitante privilegiada, obligándola a vivir separada del guardaespaldas kelta que podía ser necesario para su seguridad.

Rhita Vaskayza, comentó el espía con cierta admiración profesional, sabía sobrellevar estas humillaciones.

—¿Es una favorita de mi reina? —preguntó el espía.

—¿Necesitas saberlo? —pregunto fríamente Kieopatra.

—No, mi reina. No obstante, si es tu favorita, has escogido favorecer a una mujer interesante.

Kieopatra pasó por alto ese exceso de familiaridad.

—Es hora de mover la pieza escogida —dijo. Con un gesto, ordenó al espía que se marchara. Un secretario apareció en la puerta—. Tráeme a Rhita Bereniké Vaskayza, mañana por la mañana. Trátala excepcionalmente bien. —Tarareó mirando el techo pensando qué más podía hacer. Algo para su simple satisfacción, sin revelar más planes—. Envía interventores de impuestos al Mouseion. Quiero que todos los administradores y didaskaloi que estén presentes en el edificio sean sometidos a una auditoría relacionada con el pago de los diezmos y los impuestos reales. Con la sola excepción de Kallimakhos. Dile que deseo reunirme con él esta semana. Y cerciórate de que la transferencia de derechos de autor y beneficios de los fondos de palacio al Mouseion se aplace tres semanas.

—Sí, mi reina.

El secretario se apoyó las manos entrelazadas en la barbilla y salió.

Kieopatra cerró los ojos y calmó su enfado con un lento gemido. Deseaba cada vez más algo apocalíptico para cortar con el marasmo político que era su vida. Nadie poseía el poder supremo, pero nadie era tan débil como para no codiciarlo, y ella tenía que timonear su poder como un marinero guiando una embarcación destartalada por el lago Mareotis.

—Tráeme algo muy divertido y maravilloso, Rhita Vaskayza —murmuró—. Algo digno de tu abuela.

En la sala resonaban voces de mujeres que hablaban en helénico, arameo, aithiope y hebreo. Comenzaban las clases, pero Rhita no tenía didaskalos ni tareas, y en consecuencia las únicas clases que tenía eran de las materias básicas comunes a todos los estudiantes del Museion: orientación, lengua —que ella no necesitaba— e historia del Mouseion. A segunda hora de la mañana —a partir del amanecer— la sala estaba casi desierta y ella estaba de pésimo humor en su estrecha habitación, preguntándose para qué había ido a Alexandreia.

Oyó pasos frente a la puerta y pasó un momento de angustia. Llamaron, y una voz masculina preguntó:

—¿Rhita Bereniké Vaskayza?

—Sí —respondió Rhita, dispuesta a afrontar lo que fuera.

—Estoy aquí con tu guardaespaldas —dijo el hombre en refinado helénico común—. Su Imperial Hypsélotés requiere tu presencia a la hora sexta de este día.

Rhita abrió la puerta y vio a Lugotorix de pie detrás de un aigypcio alto y corpulento en librea real. El kelta saludó a Rhita y ella pestañeó.

—¿Ahora?

—Ahora —confirmó el aigypcio.

Lugotorix le ayudó a recoger las cajas que contenían los Objetos de Patrikia. Se sentía levemente ridícula, por no haber conseguido estudiar en el Mouseion, pero ésa era la estrategia planeada por su padre, a sugerencia de la madre de Rhita, años antes. Será mejor que no aborde a Su Imperial Hypsélotés directamente, había aconsejado ella. Y menos después del fiasco de las puertas desaparecidas.

Un furgón motorizado de gran tamaño le aguardaba en la calle adoquinada que se desviaba más allá de la arcada principal de la residencia. Otros tres aigypcios, también con librea real, cargaron las cajas en la parte trasera. El kelta se sentó junto al conductor y los guardias se subieron a los estribos. Haciendo sonar una corneta, la llevaron por el Mouseion hacia el oeste, hacia palacio.

Al cruzar la puerta principal, miró hacia atrás y con un escalofrío de intuición supo que su breve estancia en el Mouseion había concluido.

17
Thistledown

Una vez, antes de los treinta años, la vida estaba rodeada por muros de proporciones razonables. Entonces Garry Lanier no tenía que enfrentarse a una andanada constante de explosivas revisiones de la realidad y el lugar que ocupaba en ella. Desde la llegada de la Piedra, había tenido que adaptarse a verdades apabullantes con tanta frecuencia que había llegado a creer que nada podía causarle asombro.

Yacía en la litera que le había preparado Svard, el ayudante de Korzenowski. Tendido en la oscuridad, cubierto por una sábana, suspiró al comprobar que no era tan indiferente como creía. La historia del ruso lo había devastado.

Mirsky había regresado después de viajar allende el final del tiempo, y de convertirse en una deidad menor.

Era un avatar, un símbolo reencarnado de fuerzas que ni siquiera Korzenowski comprendía.

—Jesús —dijo Lanier automáticamente.

Ese nombre había perdido mucha fuerza en las últimas décadas. A fin de cuentas, los milagros que estaban en los cimientos del cristianismo se reproducían semanalmente en el Hexamon Terrestre. La tecnología relegaba la religión a un segundo plano.

¿Pero qué era Mirsky, si su reaparición relegaba a un segundo plano las capacidades del Hexamon? ¿Acaso el círculo de los prodigios se había cerrado, regresando al ámbito de la religión?

Lo que les había mostrado Mirsky... Esa combinación de imágenes simplificadas, palabras y sonidos incomprensibles proyectados en sus mentes... Aún se le revolvían las entrañas al recordar la experiencia.

¿Qué pensaría Karen, desde su perspectiva menos occidental? Nacida en China, de padres que habían huido de Inglaterra, era posible que su capacidad de asombro se agudizara gracias a otra actitud hacia la realidad. Al menos, nunca había sufrido un impacto cultural ni un impacto del futuro como los que había experimentado Lanier. Había aceptado lo inevitable y lo innegable con calma y pragmatismo.

Lanier se restregó los ojos cerrados y se dio la vuelta, tratando de conciliar el sueño. Ahora que no podía verla, comprendió que echaba de menos a Karen. A pesar de la amargura disimulada de aquellos últimos años, compartían algo cuando estaban juntos, un vínculo común con el pasado.

¿Acaso era demasiado viejo para aceptar estas nuevas realidades? ¿Lo ayudaría el pseudotalsit, o una limpieza de sus canales mentales a través de un nuevo rejuvenecimiento?

Juró entre dientes y quiso levantarse, pero en el complejo no podía ir a ninguna parte sin que lo observaran. Y ahora necesitaba aislamiento, oscuridad y ausencia de estímulos. Se sentía como un animal que se aferraba a la seguridad de una jaula cerrada. Si la abría, podía atacarlo otra andanada de imposibilidades.

Mientras Lanier procuraba dormir, Korzenowski estaba organizando la reunión con el presidente y varios repcorps. Era muy posible que Judith Hoffman, jefa y mentora de Lanier cuatro décadas antes, estuviera presente.

Lanier no estaba al corriente de las actividades de Hoffman. No le sorprendió saber que se había sometido al pseudotalsit y al rejuvenecimiento por trasplante, pero se asombró cuando Korzenowski le informó que ella encabezaba la facción de Thistledown que respaldaba la reapertura de la Vía.

Los trenes que unían las cámaras de Thistledown eran tan eficientes como de costumbre: lustrosos ciempiés de plata que se deslizaban a cientos de kilómetros por hora por los angostos túneles. Lanier iba al lado de Mirsky, con Korzenowski sentado enfrente, todos en silencio.

Sentían una timidez cósmica que dejaba escaso margen para la charla intrascendental, poco apropiada después de lo que les había mostrado Mirsky. Mirsky aceptaba aquel silencio con estoicismo, mirando la oscuridad del túnel y la repentina explosión de luces de la ciudad cuando el resplandor de los tubos bañó el tren.

Habían diseñado y construido la metrópoli de la tercera cámara, Thistledown, después del lanzamiento del asteroide, aprovechando lecciones aprendidas en la construcción de Alexandria en la segunda cámara. Sus enormes torres se elevaban desde esbeltos pedestales hasta anchas cúspides situadas a cinco kilómetros del suelo del valle. Estructuras colgantes elevadísimas jalonaban la curva de la cámara como un telón suspendido de rascacielos. Los relucientes megaplejos, con la capacidad de una gran ciudad terrestre de la preguerra, parecían a punto de derrumbarse. Ciudad Thistledown era una pesadilla arquitectónica para los ojos no acostumbrados, siempre vacilando, amenazando con derrumbarse al menor golpe de viento.

Pero aquellos edificios habían sobrevivido prácticamente ilesos a la detención y reinicio de la rotación del asteroide durante la Secesión.

—Es realmente hermosa —dijo Mirsky, rompiendo el silencio. Se inclinó hacia delante con entusiasmo, sonriendo como un niño.

—Todo un cumplido, viniendo de un hombre que ha visto el final del tiempo —comentó Korzenowski.

No actúa como un avatar
, pensó Lanier.

Después de la Secesión, los ciudadanos de los distritos habían ocupado Ciudad Thistledown. El frustrado intento de llevar viejos nativos al asteroide e instalarlos allí se había interrumpido cuando los inmigrantes expresaron su gran infelicidad; la mayoría regresó a la Tierra, donde no viviría abrumado por esplendores artificiales. Lanier los comprendía.

Ahora una quinta parte de la ciudad estaba llena, y los ciudadanos se apiñaban en ciertas zonas; otros ocupaban regiones menos pobladas, a menudo con una o dos familias por edificio. Si se lograba que muchos habitantes de la Tierra se instalaran en Thistledown, les aguardaba espacio de sobra.

En Thistledown habían restaurado todos los parques, a diferencia de en Alexandria, donde la restauración aún estaba en marcha. En algunos habían plantado flora de la Tierra. Los conservacionistas pedían que varios animales terrestres en extinción se reprodujeran en espectaculares zoológicos construidos durante las dos últimas décadas. Las bibliotecas de la segunda y la tercera cámaras contenían los datos genéticos de todas las especies terrestres conocidas en el momento del lanzamiento de Thistledown, pero muchas especies habían desaparecido en los años posteriores a la Muerte; ahora tenían la oportunidad de impedir esas extinciones.

El Nexo del Hexamon Terrestre se reuniría en el centro de un bosque tropical de cuatrocientas hectáreas. Una cúpula ancha, baja y transparente del color de un cielo crepuscular cubría gran parte del bosque y de la cámara de reunión; bajo la cúpula, la luz de los tubos se transformaba en gloriosas nubes y luz solar.

Aquel día no había sesión del Nexo. La cámara de reunión —un anfiteatro con un estrado central— estaba casi desierta.

Judith Hoffman estaba sentada junto al pasillo, cerca de la tribuna central. Lanier, Mirsky y Korzenowski recorrieron el pasillo y ella los miró inquisitivamente. Evaluó de una ojeada a Mirsky y Korzenowski; a Lanier le sonrió. Él se detuvo para abrazar a Judith mientras Mirsky y Korzenowski aguardaban.

—Estoy encantada de volver a verte, Garry.

—Ha pasado mucho tiempo.

Lanier sonrió, sintiéndose más vigoroso y firme con sólo estar en su presencia. Ella se había permitido envejecer un poco, notó Lanier, aunque todavía aparentaba veinte años menos que él; tenía el cabello de color gris acero y en el rostro una expresión de fatiga y preocupada dignidad.

Había ignorado deliberadamente la última moda de Ciudad Thistledown, donde el atuendo consistía en ilusiones además de ropa. En cambio había optado por un traje gris con pantalones, con un leve toque femenino en las solapas. Usaba un collar píctor y llevaba una pizarra que tenía por lo menos cuatro décadas y en el Hexamon equivalía a una pluma de ganso.

—¿Cómo está Karen? ¿Has estado en contacto con Lenore y Larry?

—Karen está bien. Tal vez venga ahora. Está trabajando con Suli Ram Kikura en un proyecto social. —Lanier tragó saliva—. Lenore está en Oregón, creo. Larry murió hace unos meses.

Hoffman puso cara de sorpresa.

—No me había enterado... Maldita sea. Ahí tienes a un cristiano. —Le estrechó las manos y suspiró—. Lo echaré de menos. He estado demasiado aislada. Os he extrañado a todos, pero tuve mucho trabajo.

Los otros tres representantes se aproximaron por otro pasillo: David Par Jordán, asistente y asesor del presidente, un delicado hombrecito rubio nacido en Thistledown; Deorda Ti Negranes, supervisora de la sexta cámara, una homorfa alta y esbelta vestida de negro, y Eula Masón, una enérgica mujer de rasgos aquilinos, repcorp de Axis Thoreau, naderita ortodoxa pero no extremista, cuyo voto mediador en el Nexo inferior le daba gran poder.

Mirsky los miró a todos con su expresión distante, como un actor esperando que lo llamaran a escena. Hoffman estrechó manos e intercambió saludos con Korzenowski; se volvió hacia Mirsky. Cruzó las manos frente al pecho.

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