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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Eternidad (21 page)

BOOK: Eternidad
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Habían pasado menos de dos horas desde la copia.

El estudio del jart, obviamente, implicaría una batalla de ingenio. Después de borrar la segunda implantación e instalar otro parcial para reemplazar el dañado, Olmy esperó los resultados de una nueva serie de sondeos. La mentalidad jart no intentó corromper los datos con corrosivos, ni vició al parcial.

Cada cual medía a su contrincante.

A pesar del ataque contra el primer parcial —una eventualidad para la que Olmy estaba preparado— el jart no había logrado modificar el sistema básico de las implantaciones donde estaba almacenado. Olmy creía que el jart no comprendía el sistema que ahora ocupaba, pero probablemente supiera que su situación había cambiado.

Las medidas de protección de Olmy eran efectivas. Conseguido aquel logro, decidió abandonar las salas subterráneas de almacenamiento de memoria y continuar sus investigaciones interiores en la cuarta cámara.

Las estrecheces y la sensación de estar rodeado por kilómetros de roca empezaban a agobiarlo. Quedaban sin embargo muchos sondeos y análisis por hacer antes de que pudiera correr el riesgo de volver a la sociedad.

Si el jart estaba despertando, había llegado el momento de exponerlo a parte de la realidad de la existencia humana.

22
Gaia, Alexandreia

Rhita estaba en el cavernoso garaje de palacio, en medio de los integrantes de la expedición de la reina. Sosteniendo la clavícula con ambas manos, cerró los ojos y se concentró en la esfera giratoria. Los continentes corrieron en relieve ante sus ojos. Había muchas cosas que no comprendía de aquella imagen. Ciertos rasgos relampagueaban como si fueran de interés; otros eran rayados o punteados. Algunas masas terrestres o zonas oceánicas estaban marcadas en rojo o amarillo. Pero la clavícula no explicaba el sentido de todo aquello; sólo hacía rodar el globo hasta la desembocadura kanópica del Nilos, luego lo hacía girar de nuevo hasta la posición de la puerta, señalada con una cruz. El punto de vista de Rhita «cayó» hasta la superficie del globo, y cruzó paisajes rutilantes de colores febriles, hasta una pradera de un verdor encendido. Allí estaba la puerta, señalada por una extraña cruz con los brazos extendidos.

Rhita abrió los ojos.

—Todavía está ahí —dijo. Oresias estaba junto a ella. Rhita le cogió la mano y la apoyó sobre la suya, haciéndole aferrar el manillar de la clavícula—. Cierra los ojos.

Él obedeció, y Rhita sintió que la proyección la atravesaba y se desplazaba hacia él. Oresias se envaró, pues era la primera vez que compartían las imágenes, y se obligó a distenderse. Al cabo de unos segundos abrió los ojos.

—Lo confirmo —dijo—. Conocemos nuestro objetivo.

Kleopatra estaba sentada en un trono portátil, sobre una plataforma de piedra. Todos miraron a la reina. Ella se puso de pie y extendió la mano.

—La sangre de los custodios de Alexandros el Unificador, el Conquistador, fluye por mis venas. —Torció los labios en esa extraña sonrisa que Rhita había visto varias veces—. Aunque esté diluida en la de persas y nórdicos. A algunos, esto les parece un capricho de la reina: el vago afán de una soberana débil. ¿Pero comprendéis la importancia de este día? Lo que encontréis, lo que aprendáis y traigáis con vosotros, podría significar el renacimiento de la Oikoumené, y un siglo de orden y prosperidad, en vez de la decadencia y los conflictos. Podríamos buscar un talismán, el pene de Aser o la perdida magia de Neit; podríamos ser necios. En cambio, buscamos algo real, y sólo lamento no poder compartir con vosotros el riesgo.

El tono era convincente. Nadie, vio Rhita, ponía en duda las palabras de Su Imperial Hypsélotés.

—Id con los dioses y los espíritus de vuestros amados difuntos. Apolo brilla sobre todos vosotros. Os amo como a hijos. Os envidio.

Al avinagrado Jamal Atta se le escapó una lágrima. Oresias saludó a la reina con la mano en alto y los dedos extendidos, el signo de amistad y cooperación de Alexandros.

—Regresaremos, mi reina —declaró.

Kleopatra asintió y se arrodilló ante ellos.

Rhita sintió la mano de Oresias en su brazo. Él la acompañó a la cabina de un furgón de carga de vapor. Otros siete furgones aguardaban para trasladarlos con su equipo desde el garaje hasta el aeródromo del desierto del oeste, más allá de la vieja nekropolis.

—Será mejor que esto valga la pena —le murmuró al oído, no acusador sino en tono de camaradería.

Jamal Atta acompañó a un hombre alto de barba negra y tez rojiza. Ambos subieron al vehículo de Rhita y buscaron sus asientos asignados. Cuando estuvieron instalados y los furgones iniciaron la marcha, el asesor militar presentó al desconocido.

—He aquí a tu tanto tiempo ausente didaskalos, si mal no recuerdo —dijo Atta—. Acaba de regresar del exilio impuesto por Kallimakhos. Demetrios, he aquí a tu paciente y perturbadora alumna, Rhita Bereniké Vaskayza. Ella pidió que nos acompañaras.

Demetrios la miró afablemente y sonrió con una mezcla de aplomo y timidez que a Rhita le resultó desconcertante.

—Es un honor —dijo.

—También para mí. Espero que tu destierro no te haya molestado. Parece ser que yo fui el motivo.

—Una contrariedad sin importancia —dijo Demetrios—. Todavía no sé qué hago aquí. Al parecer emprendemos un largo viaje, y la reina me dijo personalmente que yo os era necesario. No me imagino el porqué.

—Porque eres el mekhanikos con ideas más avanzadas —dijo Oresias—. Su Imperial Hypsélotés piensa que veremos auténticas maravillas, y espera que puedas explicárnoslas, si nuestra jefa Vaskayza no puede.

—Ella habló de maravillas, en efecto. Confieso que no entendí todo lo que dijo. ¿Buscamos la puerta que se abrió para que la sophé entrara en este mundo?

—Quizá —dijo Rhita.

—Eso sería una maravilla, sin duda. —Miró con asombro la caja que contenía la clavícula—. ¿Es uno de los Objetos?

Rhita asintió. Demetrios tenía los rasgos de un nativo de Nea Karkhédón, aunque era de tez más clara y olivácea. Tal vez tuviera algo de sangre latiné, o aigypcia.

—Disculpa, mi curiosidad, es reverente —dijo—. Los mekhanikoi de mi estudio han sabido acerca de los Objetos de la sophé desde la infancia. Ver uno realmente...

Parecía a punto de preguntar si podía tocarlo, pero Oresias negó discretamente con la cabeza.

—Me alegro de conocerte —concluyó Demetrios, sonriendo de nuevo.

Rhita miró a los demás hombres del furgón. Era la única mujer del vehículo. Sólo había dos mujeres más en la expedición. Ella había esperado que fueran más, pero incluso a pesar de la influencia de Kleopatra, en este tema la actitud de Alexandreia era muy diferente de la de Rhodos.

Los furgones de vapor atravesaron el Brukheion y la Neapolis al amanecer, cruzándose con algunos vendedores y pescaderos que se dirigían al mercado a pie o en asno. El aire era cortante, más limpio que en los últimos días, lo cual parecía un buen augurio. Alexandreia había sido célebre por la pureza de su aire, pero las fábricas del delta habían cambiado esa característica.

En cuanto atravesaron la Neapolis y el distrito aigypcio —donde la carretera se elevaba por encima de las chabolas sobre desdeñosas columnas de hormigón— la nekropolis se extendió ante ellos por el extremo occidental de la ciudad: un amontonamiento de piedra caliza, granito rojo y gris y tumbas de mármol. Nadie los detuvo a las puertas de la ciudad; la reina aún ejercía una gran influencia sobre la policía.

El Sol estaba alto cuando atravesaron la ciudad de los muertos. Los pobres habían invadido la nekropolis siglos antes, y se habían instalado en las tumbas de familias olvidadas y organizado una estructura social singular y violenta que se había convertido en un modo de vida. A lo sumo la policía podía impedir que la nekropolis invadiera la Neapolis; el barrio aigypcio actuaba como amortiguador. Aun así, nadie molestó a la caravana en la carretera llena de baches que pasaba entre las tumbas.

También aquí la reina tenía sus contactos y sus simpatizantes.

Más allá de las últimas tumbas, una carretera militar salía de los matorrales y la arena como un espejismo de tinta. La caravana enfiló por allí hacia el aeródromo, situado unos diez schoene hacia el oeste. Cuando llegaron, era media mañana. Rhita olió el queroseno y el aceite en el viento, y oyó el rugido sordo y continuo de los reactores y otras naves-gaviota que despegaban para controlar las fronteras libyas. Podía ver poco por las ventanillas de plástico del toldo que cubría el furgón. Miraban hacia el lado contrario al aeródromo.

—Hemos llegado —dijo Oresias, poniéndose de pie y flexionando las rodillas. Demetrios se quedó junto a él, inseguro de su posición.

La caravana había parado en una calzada de asfalto cerca de un ancho cuadrado de hormigón. Al bajar, mirando a la izquierda, Rhita vio largas hileras de brillantes naves-gaviota plateadas, cazas que eran todo alas y bombarderos ahusados con insignias de las provincias de loudaia y la Antiokheia Syria. Más allá se extendía el desierto occidental, una cinta cremosa estrecha sobre el hormigón blanco y el asfalto negro. Un caza corrió por la pista más cercana, pasando a sólo cien brazos de la hilera de furgones. Rhita se calzó la caja de la clavícula bajo un brazo y se tapó la oreja izquierda para protegerse del estruendo.

Mientras rodeaban el furgón, vio las dos naves-abeja en la calzada, oscuras, de un marrón indefinido, con manchas amarillas y blancas. Resultaban feas y parecían torpes en comparación con los cazas; eran como viviendas volantes. Sus anchas hélices horizontales estaban inclinadas, y los grandes propulsores que tenían en las puntas colgaban a tres brazos del suelo en cada flanco. Hombres en traje de vuelo azul y blanco aguardaban junto a las aeronaves, conversando, mirando la llegada de los pasajeros de los furgones.

El kelta y un pequeño contingente de guardias de palacio bajaron del furgón siguiente; todos para protegerla, comprendió Rhita.

Reprimió el repentino impulso de soltar la clavícula y correr hacia el desierto.

Una brisa sibilante levantaba remolinos de arena sobre el asfalto, dispersando granos en torno a sus pies. Rhita miró el Sol, protegiéndose los ojos.

Era un día perfecto para volar. Había tenido la esperanza de que no fuera así. Pensó en el santuario de Athéné Lindia, con su escalinata de piedra caliente al sol y las aguas color lapislázuli.

—Hora de subir a bordo —dijo Oresias—. Didaskalos, ayuda a tu alumna, por favor.

Demetrios le ofreció la mano, pero Rhita la rechazó y le precedió con paso rápido, para demostrar su determinación.

—La nuestra es la máquina de la derecha —le indicó Jamal Atta. Oresias se cubrió los ojos y miró los edificios bajos encajados entre montículos de arena, al sur de la pista.

—¿Esperamos una recepción? —preguntó. Rhita siguió la indicación de su dedo y vio una hilera de vehículos distantes a medio parasang de la calzada de asfalto.

—No —dijo Atta, envarándose—. Esta parte de la pista es nuestra.

—Entonces será mejor darse prisa.

Demetrios se aproximó a Rhita como para protegerla. Los guardias de palacio y el kelta se unieron al grupo frente a la escotilla de la nave-abeja, alineándose a una orden de Atta. El asesor militar maldijo entre dientes, echando una ojeada a su gente, al montón de provisiones que debían cargar y a los furgones que se aproximaban.

Oresias golpeó la cabina de plástico y el kybernétés abrió una ventanilla.

—Si es necesario, despega primero. Llévatela de aquí si llegan antes de que estemos listos.

—Me llega una pregunta por radio —dijo el kybernétés.

—Se supone que no debía haber preguntas —le respondió cortante Oresias.

—Entonces supongo que no esperan una respuesta —replicó el kybernétés sin inmutarse—. Todos deben estar a bordo dos minutos antes del despegue. Necesito tiempo para acelerar las hélices.

Cerró la ventanilla.

Rhita encontró su asiento en el angosto fuselaje: un cuadrado de lona acolchada sobre dos barras de hierro paralelas. Demetrios le alcanzó la caja que contenía la pizarra y le ayudó a sujetar la clavícula en un portaequipajes. El gemido de los motores era ensordecedor. Un tripulante les dio orejeras para taparse los oídos y les indicó que se sentaran y se sujetaran.

Estaban cargando rápidamente las últimas provisiones en la segunda nave-abeja. Los conductores de los furgones subieron a sus vehículos y se alejaron rumbo a la carretera militar. Rhita se preguntó qué sucedería si los apresaban. ¿Por qué las cosas habían salido mal? ¿Habían salido mal?

Puso las manos sobre las orejeras y cerró los ojos. Nunca había volado.

Oresias le tocó el hombro y ella abrió los ojos.

Nos vamos
, le indicó él. Ella miró la ventanilla cuadrada que había entre el asiento del explorador y el suyo, y vio que los pesados propulsores se convertían en un borrón debido a la aceleración de las hélices. El rugido parecía derretirle el cuerpo. No había orinado en horas; lo necesitaba con urgencia. Apretó los dientes.

Las dos naves-abeja se elevaron del suelo, alejándose de la calzada para dirigirse al norte. Rhita no veía qué hacían los soldados de los vehículos. Esperaba que no estuvieran disparando.

Demetrios, sentado junto al kelta al otro lado del pasillo, sonrió a pesar de su cara gris y su expresión tensa. Rhita volvió a cerrar los ojos.

Sabía que nunca más vería Rhodos ni a Rhamón ni el santuario de Athéné Lindia. Más que un presentimiento, tenía una certeza absoluta.

Por primera vez comprendió los paralelismos entre el viaje de su abuela y el suyo. Su abuela también era joven entonces, sólo un par de años mayor que Rhita ahora. Ella no había volado desde su hogar, sino que unos cohetes la habían llevado al espacio, alejándola de su Gaia, de la Tierra.

¿Quién era responsable? ¿Qué podría haber hecho para evitar todas aquellas desgracias? Rhita rezó, recordando la comodidad y la paz de estar en silencio a la sombra del santuario de Athéné, y por un instante le pareció estar allí, con Athéné erguida sobre ella en el oscuro recinto de madera.

La nave-abeja viró bruscamente y Rhita vio un radiante papel de lija color peltre por la ventanilla: el mar, debajo de ellos, a cientos o miles de brazos de distancia.

—Vamos hacia el este —le gritó Oresias al oído—. Creo que hemos salido ilesos. Al menos no nos siguen.

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