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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Eternidad (24 page)

BOOK: Eternidad
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No habían llegado mensajes por el teukhos desde hacía dos días. Esa noche, sin embargo, Rhita encendió la pizarra y volvió a encontrar unas palabras de su abuela. No era bruja, a pesar de todo; seguía aconsejando a Rhita acerca de la política de Alexandreia, un mundo que para su nieta había quedado atrás. Rhita leyó el largo mensaje y cerró los ojos con cierto alivio. Había llegado a creer que Patrikia la miraba por encima del hombro, haciéndola responsable. Ahora era evidente que la sophé era una simple mortal.

Extenuada, Rhita desactivó la pizarra, la guardó en la caja de cuero de cabra y apagó el farol de queroseno. Todos callaban en la tienda. Fuera el viento se había calmado, y la pradera estaba envuelta en un inmenso silencio; miles de estadios de vacío los rodeaban.

25
Ciudad Thistledown

Lanier, buscando distracción, cambió el decorado de su habitación de huéspedes bajo la cúpula del Nexo. Caminó de habitación en habitación de la suite palaciega, dando instrucciones en voz alta.

—Polinesio —dijo en el comedor, que era austero, riguroso y clásico. Los proyectores de decoración hurgaron en sus memorias de época y reprodujeron una cámara ceremonial alumbrada por fogatas y antorchas, con esterillas de tapa y cuencos de madera. Las paredes de troncos estaban revestidas de hierba y hojas de palmera.

—Muy bien —aprobó Lanier. Al burlarse de esas maravillas, consolaba su ego marchito, o al menos se ponía de mejor humor.

Muchos poderosos —senadores, ministros de la presidencia y hasta presidentes— se habían alojado en aquellos aposentos. Las habitaciones habían estado vacías durante siglos después del éxodo por la Vía, y ahora sólo se usaban en ciertas ocasiones, para ceremonias.

Korzenowski estaba ocupado con los preparativos de la conferencia del Nexo; Mirsky estaba en sus propios aposentos, similares a éstos; Lanier no tenía nada que hacer salvo pensar. Se sentía como un cero a la izquierda. Era viejo, si eso importaba; su entendimiento nunca había estado a la altura de un problema como aquél. Todavía no había expresado sus reservas a nadie, sin embargo, y eso lo preocupaba aún más. Significaba que el perro administrativo que llevaba en su interior empezaba a roer el hueso que le metían entre los dientes. No quería eso, quería reposo, no estímulos vertiginosos ni desafíos. Quería...

En muy pocas palabras, comprendió Garry Lanier, quería estar muerto.

Abrió los ojos un poco más y se sentó en la escalera de roca volcánica que conducía al comedor. Tenía la sensación de que su corazón se había saltado un latido. En su afán por ocultarse sus propios sentimientos, nunca había afrontado directamente esta verdad personal.

El final de la vida y la experiencia. La aceptación del reposo definitivo. La certeza de que a pesar de los avances en medicina y tecnología, al menos para él la vida podía terminar en oscuridad y silencio.

Lanier había vivido más cosas inauditas de las que podía recordar con claridad; en gran parte sus recuerdos eran borrosos a causa de la incomprensión. Podía pasarse un siglo investigando lo que había visto y no sería mucho más sabio, así que optaba por mandarlo todo al cuerno.

Aun así, admitir aquello lo alarmaba. Se frotó las mejillas hundidas con sus dedos largos, delgados y todavía fuertes, y repasó aquella revelación interior varias veces, saboreando su amargura. A pesar de todos sus defectos, no era de los que se daban por vencidos; pero esto era darse por vencido, no cubría duda.

Heineman no se había dado por vencido. Había aceptado la mortalidad pero había disfrutado de la vida hasta el final, y había sobrevivido a tantas experiencias traumáticas como Lanier, tal vez a más. El espíritu de Lenore Carrolson estaba intacto; todavía tenía vitalidad y se comportaba con resolución. Y Karen disfrutaba tanto de la vida que se negaba a pensar en la muerte, postergándola con ayuda de la tecnología del Hexamon.

Con razón él y Karen se habían distanciado. Como Lenore, ella no se había dejado doblegar por lo que había visto, y había visto tanto como él. Había llorado a su hija tanto como él, con una aflicción que se hacía más difícil porque estaba mezclada con la vana esperanza de que un día recobraran la implantación de Andia. ¿Qué le pasaba a él, entonces?

La voz de la habitación anunció a un visitante. Lanier gruñó; deseaba reflexionar sobre todo aquello antes de ver a sus colegas, pero lo cierto era que en ese momento no podía negarse a recibir visitas.

—De acuerdo —dijo.

Caminó hacia la entrada de la suite: un puente de acero de cinco metros de longitud por dos de anchura que colgaba en una esfera hueca de cristal meteórico. Un segmento del cristal se deslizó en el otro lado del puente. Allí estaba Pavel Mirsky con su habitual sonrisa triste.

—¿Interrumpo?

—No —dijo Lanier, más asustado por la normalidad y la solidez de aquel hombre que por cualquier otra cosa.
¿Por qué no se presentó vestido como un dios, al menos? Con un par de rayos relampagueando en el cabello.

—Normalmente no duermo y estoy aburrido de buscar información. Necesito compañía. Espero que no te moleste.

Lanier asintió de mala gana. Era lógico que se aburriera. Incluso las increíbles bibliotecas de la Piedra debían de parecerle pueriles.

—No me he disculpado por haber invadido tu vida, ¿verdad?

—Creo que sí —dijo Lanier.
Seguramente, no puede tener una memoria defectuosa, ¿verdad?

—Tal vez lo haya hecho. —Mirsky sonrió de nuevo y cruzó el puente, pasando junto a Lanier—. Estas viviendas son amplias, pero creo que no mucho más lujosas que las que habita la gente común. La tecnología al fin ha igualado a gobernantes y gobernados.

—Demasiado suntuoso para mi gusto.

—Estoy de acuerdo —dijo Mirsky mientras cruzaban la rotonda de recepción y pasaban bajo una cúpula que mostraba el firmamento tal como se veía desde el polo norte de Thistledown. En ese momento había luna llena, y su luz arrojaba sombras a los pies de ambos—. Pero este efecto es bonito, ¿verdad?

Ahora parecía un niño. Más espontáneo y juguetón, pero contenido.

Lanier siguió a Mirsky hasta la salita de la suite. El ruso probó una silla estilizada y neutra, en el sentido de que no poseía cojines de tracción ni otros efectos de campo. Botó en los centenarios cojines, todavía mullidos, y sacudió la cabeza en una parodia de tristeza.

—Yo estaba muy desquiciado cuando me fui de aquí, de esta nave estelar. Había perdido gran parte de mi personalidad, o eso creía... Estaba muy confundido. Sin embargo, recuerdo una cosa con claridad.

Lanier se aclaró la garganta. La mirada de Mirsky era perturbadora.

—Mi admiración por ti. Encontraba en ti una fuerza increíble. Lo arrostraste todo desde el principio, y no te... doblegaste.

Lanier sacudió la cabeza lentamente, sin negar del todo que había conservado la cordura.

—Eran tiempos difíciles.

—Los peores. No puedo creer que lo que soy ahora haya surgido de aquellos tiempos, de aquellas circunstancias. Pero esta noche siento necesidad de hablar, y quiero hablar más contigo. Muchos dirían que tú y yo no somos parecidos, pero veo muchas similitudes.

—¿Aun ahora?

Los rasgos de Mirsky se ablandaron.

—No estás entusiasmado. Me temo que ya no puedes tensar más la cuerda.

Lanier soltó una risotada.

—Es cierto —murmuró.

—Cuando un hombre no puede tensar más la cuerda, se cae.

—O se cuelga.

—Pero cuando un perro no puede tensar más la cuerda, la muerde... se libera.

—¿Sabiduría rusa tradicional?

—De ningún modo.

Mirsky conservaba esa expresión blanda. No miraba a Lanier, pero tampoco desviaba los ojos. Parecía una especie de pudín sobre el que uno podía caer cómodamente, vivir una vida de vainilla y sueño. Lanier sentía la necesidad imperiosa de confesarse.

Lanier se sentó frente a él, tratando de moverse con tanta agilidad como en su juventud, al menos para competir con aquel avatar. Competir no tenía sentido, pero...

—De acuerdo —dijo—. Estoy cansado. He vivido demasiado. Tú has vivido todo un universo y no estás aburrido ni cansado.

—Sí, pero he estado aburrido y cansado de modos que ahora no veo claramente. Agotado por el fracaso. Los que nos fuimos por la Vía fracasamos rotundamente, y pagamos nuestro precio... un precio muy alto. Nos quedaron cicatrices. Sufrimos algo que sólo puedo definir como la pérdida del yo, y eso nos llevó al borde de la extinción. Cuando existes en la nulidad, la pérdida del yo es como la pérdida de sangre. Fue como una hemorragia. —Mirsky se apoyó las manos en los muslos y extendió los dedos, examinándoselos como si buscara suciedad o padrastros. Con cierta timidez preguntó—: ¿Sientes curiosidad por mí, por lo que soy ahora?

—Todos sentimos curiosidad —dijo Lanier, de nuevo en un murmullo, como si no quisiera alterar la cautivadora blandura de Mirsky.

—En gran medida he regresado a mi viejo yo. A veces no controlo mis facultades y entonces lo que debo hacer supera la comprensión de mi viejo yo.

Lanier enarcó las cejas sin entender. Mirsky continuó sin dar más detalles.

—Pero he venido a hablar de ti, y de por qué fui a verte a ti. Tenía una deuda contigo. No podía saldar esa deuda en todo el transcurso del tiempo. En algunas de mis formas, esta deuda no me molestaba, pues todo mi pasado estaba guardado como un viejo libro, no leído. Pero cuando supe que debía regresar con mi viejo yo, la deuda afloró.

—No sé de ninguna deuda.

Lanier sintió crecer el impulso; no era sólo necesidad de confesión sino un estallido, una explosión. Quería aferrarse la cabeza para no desmoronarse.

—Una deuda simple. Necesito darte las gracias.

Lanier, a su pesar, notó que las lágrimas acudían a sus ojos.

—Fuiste honesto, hiciste tu trabajo y no pediste agradecimiento a cambio. Tú eres la razón por la cual sobreviví para realizar nuestro largo viaje, y ahora he regresado. En cada situación puede haber un cristal seminal de bondad y decencia, de sensibilidad. Tú eras ese cristal en la Piedra.

Lanier apoyó la cabeza en la silla, con las mejillas llenas de lágrimas. De haber tenido otro carácter, habría sollozado. Contuvo esos espasmos, pero aun así sentía cierto alivio.

—Simplemente, gracias —insistió Mirsky.

Era increíble, pero no recordaba que nadie le hubiera dado las gracias en todo el tiempo que había trabajado en la Restauración. Ni siquiera Karen, demasiado cercana para entender esa necesidad. Él había sacrificado su vida y su tiempo por aquella gente, pero nunca se lo habían agradecido porque lo veían muy firme, o bien un defecto personal le impedía recordar el agradecimiento. Tal vez había sido excesivamente parco. Ahora el alivio era como el aflojamiento de un viejo resorte que le apretara las entrañas.

Irguió la cabeza y miró el rostro borroso del ruso, avergonzado y agradecido al mismo tiempo.

—Yo era tu enemigo —logró articular. Se tocó el rostro y se sorprendió de encontrar su vieja piel, blanda y suave.

Mirsky chasqueó la lengua, un hábito sorprendente en un avatar.

—Tener un enemigo decente es una bendición inconmensurable —dijo, levantándose—. He turbado tu descanso. Me iré.

—No —dijo Lanier, alzando el brazo—. No, por favor. Necesito hablar contigo.

El temor y la envidia que le inspiraba aquel hombre se habían convertido de pronto en una especie de amor, en un torrente de sentimientos que no habría admitido cuatro décadas antes. Con estos sentimientos surgió una cauta y dolorosa preocupación por Karen. ¿Qué estaría haciendo? Necesitaba hablar con ella, también. Su piel, tan vieja.

—¿Recordamos el pasado? Parece que ahora tenemos tiempo, y tal vez después no lo tengamos.

Mirsky asintió y se sentó, inclinándose hacia delante, los codos sobre las rodillas, las manos entrelazadas. La blandura había desaparecido.

—Quizás ambos necesitemos refrescar nuestros recuerdos —dijo Lanier—. Yo quería contarte lo cansado que estaba, pero ahora no me siento tan cansado.

Mirsky movió la mano con displicencia.

—A los viejos guerreros les gusta volcar el pasado.

—Evocar el pasado —corrigió Lanier, sonriendo. Parecía improbable que Mirsky cometiera un error inconsciente—. Eso me gustaría.

—Dime qué sucedió después de mi deserción.

—Primero, me gustaría hacerte una pregunta. Mil preguntas.

—No puedo responder mil preguntas —dijo Mirsky.

—Entonces un par.

Mirsky asintió con escepticismo.

—Tu presentación... había tanto poder en ella... Nos cuentas que están usando galaxias enteras, convirtiéndolas, destruyéndolas... ¿Galaxias sin vida?

Mirsky sonrió.

—Sabia pregunta, sí. Podría decirse que han nacido muertas. Enormes, rebosantes de energía, quemándose en su propia llama o cayendo rápidamente en estrellas congeladas de su centro. Vosotros las llamáis agujeros negros. En esas galaxias no sobrevivirán ni la vida ni el orden. La Mente Final acelera y controla su muerte.

Lanier asintió estúpidamente, se contuvo y se relamió los labios secos.

—Con tanto poder, ¿por qué no obligarnos? Enviar un ejército de gente como tú o... algo más fuerte.

—No es sutil. No es correcto.

—¿Y si fracasas?

Mirsky se encogió de hombros.

—Aun así.

—¿Qué sucederá... entre ahora y el final del tiempo? Ahí estaba, sin rodeos. Su interés por el futuro se había renovado, y con él su curiosidad.

—Sólo recuerdo lo que necesito recordar. Si recordara más, no me estaría permitido contártelo todo.

—¿Cuánto tiempo pasará... hasta el final?

—El tiempo significa cada vez menos en esa región de la historia. Pero una estimación aproximativa no es demasiado desorientadora. Unos setenta y cinco mil millones de años.

Lanier pestañeó, tratando de asimilar esa cifra.

Mirsky gesticuló con tristeza.

—Lo lamento. Trato de no ser evasivo, pero por ahora las revelaciones tienen un límite. Tal vez después, mucho después, cuando los humanos se unan a las comunidades...

Lanier se estremeció y asintió.

—De acuerdo. Pero todavía siento curiosidad. Tal vez haya otros que sientan más curiosidad que yo... Las personas a las que debes convencer.

Mirsky asintió con expresión huraña.

—Ahora, Garry, yo tengo mis propias preguntas. ¿Podemos hablar de lo que sucedió cuando se fueron los distritos geshels?

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