Por alguna razón, no creía que fuera tan sencillo. Como no había logrado matar ni someter a Olmy, el jart parecía haber cambiado de táctica. Olmy ignoraba adonde lo conduciría.
Pero estaba iniciando un diálogo detallado.
La ruinosa Bagdadé elamita era reconstruida lentamente por los nekhemitas rnesopotámicos, que se habían desplazado al oeste en hordas mecanizadas blindadas y saqueado la ciudad veinte años antes, mientras la Oikoumené se ocupaba de una de las incesantes incursiones libyas en sus propias fronteras. Los nekhemitas apenas habían podido controlar al refinado pero eficiente pueblo que habían exterminado fervientemente en nombre de su exigente dios sin rostro; luego habían acudido a Kleopatra, una de las pocas reinas que quedaban en Gaia, para solicitarle que fuera «novia de Nekhem». La petición era tan ridícula y tan oportuna que no se podía denegar; a partir de entonces, la efigie de Su Imperial Hypsélotés fue adorada en Bagdadé, y el dinero y la ayuda técnica de la Oikoumené fluyeron hacia la antigua ciudad. A cambio, los nekhemitas custodiaban las fronteras de la República Hunnos y la Rhus Nórdica.
Jamal Atta consideraba muy improbable que tuvieran problemas en Bagdadé, y en efecto, al cabo de tres horas de vuelo desde Damaské, los ayudantes del aeródromos, con turbante y túnica roja, les dieron todo el combustible que necesitaban y mapas de los territorios de Kazakh, Kirghiz y Uzbek, en la Rhus Nórdica. Mientras abandonaban la triste Bagdadé, el kelta se agachó a mirar el suelo y levantó algo, sonriendo tontamente. Junto con las provisiones, los ayudantes habían arrojado por las portezuelas de la nave-abeja diminutas estatuas de plástico de Kleopatra copulando con Nekhem.
El kelta entregó su hallazgo a Rhita, que manipuló la estatua con atención, fascinada por su tosco vigor. Ignorantes, insidiosos y excepcionalmente crueles, pero francos y vitales, los nekhemitas tal vez un día poseyeran todas las tierras medias del viejo mundo. Esperaba que para entonces hubieran renunciado a Nekhem. Era un dios feo.
Desde Bagdadé, cruzaron la comarca del Nekhem; un viento de cola los llevó en dos horas a Raki, la antigua Raghae, ahora nuevamente territorio de la Oikoumené. Raki era una ciudad aislada en un reducto de paz, con todas sus fronteras muy fortificadas. Allí un inspector militar informó a Oresias de que no había noticias de Alexandreia, y de que sus escoltas —un aerotanque y un viejo aerotransporte que luego sería abandonado— estaban preparados para acompañarlos desde ese punto.
Ahora iniciaban su incursión en territorio realmente peligroso. Mil quinientos años atrás, los persas y la Oikoumené europea habían retrocedido hacia el oeste y luego hacia el mar —los mares Priddeneo y Medio— ante el embate de los alanoi y los hunnoi, que habían convertido sus pueblos nómadas y las tribus teutónicas sometidas en una vasta nación de guerreros en movimiento. Habían construido un imperio desde las costas de Galicia y Kimbria hasta las grandes murallas de Chin; el mayor que el mundo había conocido, y el más frágil. En cincuenta años ese imperio se había esfumado como un sueño de sangre y humo, y los skithas y los rhus nórdicos habían llenado el vacío. Los alanoi y los avars habían logrado asentarse al este del Kaspio, y los hunnoi al norte y al este de ellos. Durante mil años, esos territorios habían sufrido variaciones, aunque conservando su forma básica, hasta la llegada de los turkmenoi aigaios, piratas y saqueadores de Helias.
Los turkmenoi habían tallado su propio nicho, trasladando al Kaspio su afición por la piratería, y la nave-abeja sobrevolaba ahora el delgado paraje montañoso que ocupaban entre las repúblicas altaicas. Los turkmenoi no reconocían la superioridad ni el predominio de nadie. Se habían aislado y trataban de frenar las intrusiones del mundo exterior. No habría misericordia para las naves-gaviota que consiguieran abatir, pero era improbable que los turkmenoi contaran con las armas requeridas.
Rhita miró esos cientos de kilómetros de montañas desnudas y se sintió más sola que nunca. Comprendía la mutabilidad del pensamiento humano y la historia humana, las contradicciones culturales, tan imposibles de determinar como imposible era consignar en un mapa esos pasos y cumbres rocosas, y le parecía que los humanos jamás compartirían una sola verdad. Eso significaba que no había tal verdad, o que los humanos se matarían tratando de encontrarla. De un modo u otro, pensar en ello la deprimía.
Su euforia de horas antes se había transformado en una oscura inquietud. Estaba cansada, y dormir en la nave, en medio del rugido incesante de las turbinas, no era reparador. Volvía a tener el estómago revuelto y no creía que comer fuera aconsejable, pero tenía hambre. No se quejaba de nada, pero el vuelo era interminable.
Se reaprovisionaron en vuelo cerca de la frontera noreste de Turkmenia. Lo poco que pudo ver de ese proceso le resultó interesante. Hasta ahora, a pesar de su inquietud, Rhita tenía que admitir que la expedición iba bien.
Contra su voluntad, se acordó de su hogar. Nunca se había formado una opinión sobre la Oikoumené, que siempre había estado allí y parecía eterna. Durante su vida nunca se había producido un desastre de tal magnitud como para afectar a su terruño. Sin embargo, Rhodos sólo había estado en paz durante ochenta años. Cuando niña, ella había nadado en pozos enormes anegados por la lluvia, en las colinas; huellas de bombardeos de hacía muchísimos años. Pero si la reina misma estaba en peligro toda la Oikoumené podía cambiar. Tal vez no constituyera un hogar al cual ella pudiera regresar. Rhita se movió en el asiento, pensando en guerras, rebeliones, muerte.
Las montañas cedieron el paso a planicies ocres, con promontorios rocosos y cerros toscos, redondos y desnudos. El ocre se convirtió en retazos verdes y largas cintas que eran arroyos rodeados de verdor.
—Hemos pasado los extremos meridionales de las repúblicas de Hunnos y Alanos —dijo Oresias al regresar de la cabina.
Volaron a ras del suelo durante veinte minutos. Atta parecía muy abatido, y sacudía la cabeza y se golpeaba las rodillas con las manos; temía que las torres de vigilancia de Uzbek y Kazakh los detectaran. Pero las defensas no aparecieron; al parecer habían pasado, sin ser vistos, o eran demasiado pequeños para resultar creíbles.
—Una hora —dijo Oresias.
Las turbinas zumbaban y el viento silbaba en las hendiduras del casco. Rhita trató de dormirse de nuevo, pero sólo pudo cerrar los ojos sin perder la conciencia. Estaba dolorida por la tensión y procuraba disimular su incomodidad. Los hombres permanecían rígidos como estatuas, estoicos, el gesto adusto, meciéndose cuando la nave maniobraba o atravesaba una bolsa de aire.
¿Cómo podía estar tan inquieta y sin embargo tan aburrida? Podía morir, y sentir tedio cuando la muerte la sorprendiera. ¿Acaso la muerte —se imaginó una larga serpiente negra con cráneos por dentadura— retrocedería ante una víctima tan abúlica? ¿Devorar a los indiferentes iba contra los principios de la muerte?
Mirar por la ventanilla. Entornar los ojos ante el Sol. Orinar en el recipiente y vaciarlo para regar las estepas. Sentarse, sujetarse.
—¿Cuánto falta? —preguntó Oresias, agachándose frente a ella. Rhita había logrado dormirse; soñaba con tortugas voladoras. Se frotó los ojos y cogió la clavícula. Ahora el globo parecía mucho más grande, y el recorrido por la superficie mucho más corto; había cada vez más símbolos extraños y formas abstractas que relampagueaban sin explicación. Llegó al marjal y la cruz aún estaba allí, roja y vibrante.
—Quiero sentarme delante —dijo Rhita. Le abrieron paso hasta la cabina del kybernétés, y el ayudante le cedió el asiento. Ella aferró la clavícula, sintiendo sus reacciones, y miró la pradera sin fin—. Abajo, por favor —dijo.
—¿A qué distancia? —preguntó el kybernétés.
—Aminora la velocidad y desciende a... no sé, cien brazos, o menos.
Miró a Oresias. Demetrios se había acercado; estaba detrás de él, los ojos desencajados, el rostro pálido.
—Cincuenta brazos —dijo Oresias—. ¿Lo veremos?
—No sé. Tal vez no sea grande... pero lo sabré cuando lleguemos.
Las dos naves-abeja aminoraron la velocidad y descendieron, mientras el transporte y el aerotanque sobrevolaban el paisaje. Rhita se concentró en la pradera, tratando de asociar el terreno con lo que sentía en la clavícula, lo cual resultó ser un ejercicio innecesario.
—Aquí. Detengámonos aquí.
La clavícula simplemente le había dicho, sin que ella supiera cómo, que estaban encima del lugar. Pasaron de largo y Rhita los guió de vuelta, hasta que ambas naves estuvieron a ciento cincuenta brazos entre sí y por encima del lugar, ahora reconocible como un fértil marjal herboso junto a un cauce de lodo. Rhita no veía la puerta físicamente, pero la clavícula le informó de su posición exacta.
—Aterricemos —le ordenó Oresias al kybernétés.
El kybernétés le habló al piloto de la otra nave-abeja; descendieron los últimos cincuenta brazos, y se posaron con una sacudida suave, haciendo ondear la hierba con las hélices.
—Detén los motores —ordenó Atta detrás de Oresias—. Necesitamos silencio. Hemos llegado aquí como una horda de demonios ebrios. No tiene sentido exagerar.
—¿Hay lugar para las naves-gaviota? —le preguntó Oresias a Rhita.
Rhita tuvo un momento de confusión (¿qué sabía ella?) pero recordó que la clavícula podía decírselo. En la pantalla de la clavícula, voló sobre el paisaje simplificado y buscó una zona llana de varios estadios de longitud para que aterrizara el transporte.
—Pocos cientos de brazos al noreste —dijo—. Parece nivelado, aunque tal vez haya algunos agujeros. Puede ser accidentado.
—¿Desde qué dirección? —preguntó Oresias.
—Deberían llegar desde el sur. Lo verán. Es bastante ancho.
—Les deseo suerte. —Oresias dio instrucciones al kybernétés mientras comunicaba el mensaje de Rhita—. ¿Podemos bajar sin peligro?
—No veo por qué no —dijo Rhita, aunque temblaba. Le desconcertaba no ver la puerta con los ojos. No podía decir nada sobre ella salvo la posición.
Tal vez no sea nada en absoluto.
Abrieron las portezuelas y una brisa dulce, limpia y fresca entró en el enrarecido interior. La hierba olía como una caballeriza. Otro aroma, tal vez tierra húmeda.
La estepa lo cubría todo hasta el horizonte con aplomo, ignorándolos a ellos, ignorando a todos los humanos, sumida en su soñadora fecundidad. Donde había agua, aquella superficie constituía uno de los terrenos más fértiles de Gaia. Al oeste, un sol limpio y anaranjado se disponía a bajar hacia el horizonte. Había un cielo puro y despejado, la túnica azul de Athéné extendida sobre su dominio, y titilaban algunos astros, gotas de brillo del maquillaje de Afrodita.
El transporte descendió a un par de estadios, seguido por el aerotanque, sus motores obscenamente ruidosos en aquella serenidad.
Los expedicionarios se reunieron bajo las hélices detenidas de la nave-abeja, mirando la suave cuesta que descendía hacia el marjal. Habían llegado a su destino sin mayores dificultades. A juzgar por sus expresiones, nadie esperaba que las cosas siguieran siendo tan sencillas. Atta escrutaba el horizonte con ojos dubitativos.
El kelta permaneció al lado de Rhita, el arma preparada. Los otros guardias de palacio lo siguieron poco después, inexpresivos, vigilantes. Los pájaros regresaron a la hierba, tímidos y curiosos.
Rhita alzó la clavícula.
—Está allá —dijo. Tragó saliva—. Iré a mirar. Que nadie venga conmigo... excepto él.
Señaló al kelta. Sería un insulto para su guardaespaldas meterse en la boca del lobo sin su compañía.
Demetrios se adelantó, todavía pálido después del mal rato que había pasado durante el vuelo.
—Me gustaría acompañarte. He venido para opinar sobre lo que veremos. Aquí no sirvo para nada.
Rhita estaba demasiado cansada y nerviosa para oponerse.
—Sólo Lugotorix y tú, entonces —dijo, esperando que no hubiera más valientes que se ofrecieran como voluntarios. No los hubo.
Oresias y Atta permanecieron al borde del marjal, con los brazos cruzados, rodeados por los tripulantes, los kybernétés y otros miembros de la expedición, mientras Rhita, el kelta y Demetrios bajaban la cuesta hasta el cauce lodoso.
Guiada por otra voluntad, Rhita puso la clavícula en la mejor posición y la sostuvo delante de sí. En la pantalla veía la puerta como un círculo rojo, a sólo cinco brazos de distancia.
—¿Está cerca? —preguntó Demetrios. Rhita señaló.
—Allá.
Al fin podía distinguirla a simple vista: una lente casi invisible flotando a ocho brazos del suelo, levemente más oscura que el cielo que la rodeaba. Parecía quieta, pero aún así la aterrorizaba.
La clavícula le indicaba cosas que ella no comprendía, y tuvo que pedir en silencio una repetición. Sin usar palabras, la clavícula le repitió una vez más que era una puerta inconclusa que requería muy poca energía para su mantenimiento, una puerta de prueba, por donde se podían lanzar sondas y tomar muestras. No tenía tamaño suficiente para algo mayor que una mano, y en ese momento no estaba abierta al tránsito.
Rhita se lo dijo a Demetrios. Caminaron a su alrededor, la cabeza gacha, mientras el kelta permanecía a pocos brazos de distancia, el arma preparada. ¿Puedo abrir la puerta?, preguntó Rhita.
La clavícula respondió que había una posibilidad de que la puerta se pudiera expandir desde aquel lado, pero que esa acción alertaría a quien se encargara de vigilar la puerta, dondequiera que estuviese.
¿Sabes quién abrió esta puerta?
No
, dijo la clavícula.
En esta etapa de su creación todas las puertas se parecen.
—Es demasiado pequeña para atravesarla —les explicó Rhita a Oresias y Atta—. Si trato de ensancharla, la gente del otro lado sabrá que estamos aquí.
Oresias reflexionó un instante, y deliberó con Atta en voz baja.
—Lo pensaremos esta noche —dijo Oresias—. Regresa a la nave. Acamparemos.
El sol ya estaba por debajo del horizonte y el cielo de la pradera se oscureció rápidamente. Rhita miró de nuevo la lente; vio una estrella acuosa y distorsionada del otro lado, y le hizo un gesto a Demetrios.
—Vamos.
Tendieron redes de camuflaje sobre las naves-abeja para que parecieran montículos herbosos. No era un buen disfraz, pensó Rhita, teniendo en cuenta que el entorno era todo llano, pero era mejor que nada. Oresias y Atta se reunieron con el kybernétés del transporte mientras erigían cuatro tiendas grandes. Rhita escuchó sus planes para el día siguiente desde su catre: en un colchón delgado de hierba con una sábana de lona. Moscas y polillas revoloteaban en torno de la luz, en un rincón de la tienda. Rhita estaba agotada y apenas podía mantener los ojos abiertos, pero no lograba dormirse. Demetrios le llevó una lata de sopa desde la improvisada cocina y ella sorbió, preguntándose en silencio: ¿Por qué aquí? ¿Por qué abrir una puerta aquí? ¿Quién seguiría a Patrikia hasta esta Gaia, y quién tendría interés en ello?