—Vámonos de aquí —dijo, empuñando la ametralladora. Rhita no se resistió.
Se detuvieron un instante al borde del marjal para recobrar la compostura. Los soldados corrían hacia las naves-avispa con cajas de provisiones. Uno tropezó y cayó, gritando. Rhita pensó que le habían disparado, pero el hombre se incorporó y recogió su carga. Rhita miró hacia el norte, más allá de las aeronaves, y vio una hilera de jinetes que se aproximaban rápidamente, sus voces unidas en un canto ondulante por encima del trepidar de los cascos. Algunos blandían espadas y rifles largos. Oculta por una colina baja hasta ese instante, una frágil nave-gaviota de alas múltiples apareció de repente detrás de los jinetes, zumbando como una libélula. La nave-gaviota sobrevoló la fila, ganó altitud y pasó sobre ellos a cincuenta brazos, las alas casi verticales, mientras el kybernétés y un observador del asiento de popa trataban de ver a los invasores. Rhita distinguió un largo telescopio negro en manos del observador, y luego Lugotorix la alzó por los brazos, la aferró con sus manazas y corrió con ella hacia la nave-abeja más cercana. Oresias trató de alcanzarlos. Rhita se volvió y vio que Jamal Atta corría con los brazos extendidos, la capa al viento, hacia un grupo de soldados que traían aún más cajas de provisiones de la nave-gaviota de transporte.
—¡Soltadlas! ¡Subid a vuestra nave! —ordenó.
Pero era demasiado tarde. Los jinetes ya atravesaban el campamento y algunos descendían al marjal, pasando a poca distancia de la puerta, y subían por el otro lado. Los caballos resoplaban y echaban espuma por la boca, moviendo los belfos.
Los jinetes llevaban polainas negras, pantalones grises, túnicas rosadas atadas a las muñecas con soga, y sombrero de piel con orejeras sueltas que aleteaban mientras rodeaban la tienda, apuntando sus rifles, riendo y gritando. Los intimidados soldados cayeron de rodillas o permanecieron de pie con los ojos desorbitados, moviéndose de aquí para allá, sin saber si usar sus armas o no.
Los superaban ampliamente en número. Para aumentar la confusión, empezó a llover nuevamente.
Lugotorix la metió en la nave-abeja y saltó detrás de ella, empujándola con la bota mientras se instalaba con su ametralladora cerca de la escotilla abierta. Otros soldados se ocultaron en el avión, y otros se arrastraron debajo para protegerse de los cascos de los caballos. Había por lo menos trescientos jinetes.
La segunda nave puso en marcha sus turbinas. Rhita se arrastró hacia una ventanilla y vio que las hélices giraban pesadamente, las puntas a poca distancia de la hierba. Los jinetes cabalgaban en derredor, apuntando los rifles al compartimiento de proa, aullando, gesticulando con la mano libre. Oresias se acomodó junto a ella. Demetrios tosió detrás de él.
—No nos dejarán despegar —dijo.
Jamal Atta avanzó con dignidad entre cuatro jinetes que montaban caballos encabritados, mirando a ambos lados con una sonrisa feroz.
Les está demostrando que no tiene ningún miedo
, pensó Rhita. Atta se dio la vuelta y se aproximó a la zona donde giraban las hélices, que estaban cobrando velocidad y se elevaban lentamente, aplastando la hierba. Los jinetes se alejaron, empuñando los rifles. Atta gritó algo a la nave, pero desde el interior de su propio vehículo ellos no oyeron lo que decía.
—Quiere que paren los motores, supongo —dijo Oresias. Demetrios se aproximó a otra ventanilla.
—¿Qué le ha pasado al conejo? —preguntó.
—Está muerto —respondió Oresias con amargura—. Hemos tenido mala suerte en esta expedición.
—¿Muerto cómo? —insistió Demetrios.
—¡Como si lo hubieran masticado y escupido! —rezongó Oresias—. De todos modos, es posible que todos estemos muertos dentro de pocos minutos.
Rodeado por los jinetes, Jamal Atta habló con un sujeto fornido cuyo chaquetón de lana negra, lustroso de lluvia, le hacía aparentar el doble de su temible tamaño. El kirguiz acercó una espada larga y curva a las costillas de Atta. El general no se inmutó y mantuvo una calma admirable a pesar de estar calado hasta los huesos, con el cabello colgando en largos mechones. Otros jinetes empujaron a los soldados desperdigados. Los motores de la segunda nave-abeja gimieron tristemente, las turbinas dejaron de chillar, las hélices se detuvieron, balanceando los propulsores.
—Se está rindiendo —le dijo Oresias—. No le queda otra opción.
Rhita aún empuñaba la clavícula. Había dejado de prestarle atención durante varios minutos, pero la aferraba con firmeza. Apartando la cabeza de la ventanilla, sacudiendo las manos doloridas, trató de prestar atención a lo que le decía el aparato. Las imágenes invadieron de nuevo sus pensamientos. Vio la puerta —representada todavía por una cruz roja— y vio lo que debía ser un torrente de lluvia en el marjal. Al parecer los jinetes no tenían importancia para la clavícula, pues Rhita no detectaba símbolos que indicaran su presencia. Pero algo le estaba sucediendo a la cruz roja. La rodeó un círculo rojo, y luego otro, y un tercero. Los círculos se partieron en tres trozos iguales y giraron en torno de la cruz.
¿Qué está pasando?
La puerta todavía se expande, dijo la clavícula.
¿Cómo?
Controlada desde el otro lado.
Rhita dio un respingo. Hasta aquel momento no se había asustado de veras. Había sentido euforia, alarma, sorpresa, pero no miedo.
—¿Qué hemos hecho? —murmuró.
Le rezó una vez más a Athéné Lindia y cerró los ojos, deseando que Patrikia estuviera allí para aconsejarla.
Un trío de jinetes se aproximó a la escotilla, gritando y agitando rifles y espadas. Oresias se dirigió a ellos, extendiendo las manos para indicar que no iba armado. El cabecilla, sin sombrero, calvo y con un bigote largo y delgado, se inclinó en la silla de montar y le indicó que se acercara.
—¿Hablas helénico? —preguntó el jinete.
—Sí —dijo Oresias.
—Nuestro stratégos desea hablar contigo. ¿Eres Oresias?
—Sí.
—¿Eres el jefe, junto con el arabios Jamal Atta?
—Sí.
—¿Por qué estáis aquí? —El jinete calvo se inclinó hacia delante con una expresión de intenso y solícito interés. Luego se echó hacia atrás, blandiendo la espada—. No. Díselo al stratégos, con el arabios, todos juntos.
Oresias bajó de la nave y siguió al trío hasta el lugar donde Atta conversaba con el hombre de chaquetón de lana.
Rhita seguía con la atención fija en las imágenes de la clavícula. Los círculos que giraban en torno de la cruz se habían convertido en un borrón. Eso, le dijo la clavícula, era un indicio del vigor de la puerta. Estaba consumiendo gran cantidad de energía. Rhita no podía ver el marjal ni la puerta directamente.
—Algo está sucediendo —le dijo a Demetrios.
Él se arrodilló junto a ella, el cabello empapado. Todos parecían gatos mojados. Demetrios extendió el brazo y Rhita le hizo apoyar la mano en la clavícula. Puso unos ojos como platos.
—¡Cielos! —exclamó—. Es una pesadilla.
—Supongo que los tátaros no notan nada inusitado —le dijo Rhita sorprendida—. Pero se está ensanchando, fortaleciendo.
—¿Por qué?
—Algo está a punto de atravesarla.
—Tal vez venga más gente como tu abuela —dijo Lugotorix. Guardó la ametralladora detrás de un compartimiento, dejándola a mano pero oculta, por si los registraban.
Rhita sacudió la cabeza, sintiéndose acalorada, casi febril.
No son humanos, le dijo la clavícula. No usan métodos humanos con la puerta.
Demetrios la miró, pues también había oído el mensaje, pero no sabía cómo interpretarlo.
¿Cuánto tardarán?, preguntó ella.
La puerta está abierta. No es posible saber cuándo pasarán.
No había tiempo para preocuparse por la colaboración casi total del jart con su parcial. Olmy apenas podía seguir el flujo de la información que intercambiaban. Existía cierto riesgo. Podía haber un corrosivo sutil o un gusano encastrado en el flujo de información del jart, e incluso podía burlar los filtros y demás defensas, pero Olmy estaba dispuesto a correr el riesgo.
El flujo de información no era de un solo sentido. El parcial de Olmy brindaba al jart información selecta acerca de los humanos.
Físicamente, Olmy estaba sentado en una roca junto a un arroyo, y la luz de los tubos se filtraba entre una bruma de polen que espolvoreaba el agua junto a sus pies. Mentalmente, exploraba el laberinto de capas sociales del jart, convencido de que la información del jart era real y no inventada. Era demasiado convincente, demasiado fiel a lo poco que los humanos habían aprendido sobre sus viejos adversarios de la Vía.
Este jart era un ejecutor modificado. Los ejecutores llevaban a cabo las órdenes comunicadas por ejecutores de misión, de forma y mentalidad un poco diferentes. Un ejecutor podía ser considerado un operario, aunque con frecuencia sus tareas no eran físicas; los ejecutores realizaban no sólo tareas físicas sino procesos de pensamiento. Los ejecutores de misión diseñaban la forma de poner en práctica las decisiones. Decidían a cuál, de los ejecutores que estaban almacenados en estado inactivo en una especie de Memoria de Ciudad, llamar. Si hacía falta una forma física para que el ejecutor realizara su labor, le asignaban un cuerpo que podía ser mecánico, biológico o una combinación de ambas cosas.
Existía una descripción de otra clase de cuerpo, aunque Olmy no estaba seguro de entenderla: la traducción hablaba de una forma matemática, pero no estaba completa.
El jart ocultaba información, y también Olmy.
Por encima de los ejecutores de misión estaba mando. Mando tomaba las decisiones y preveía los resultados mediante simulación y modelación. Mando siempre estaba constituido por jarts en sus cuerpos naturales originales, sin añadidos de ningún tipo. Eran mortales y se les permitía morir de vejez. Nunca se hacían copias de ellos. Olmy quedó intrigado por esta limitación en un grupo de seres extremadamente avanzado y amorfo. ¿Por qué no dar a ese nivel tan importante más flexibilidad y más aptitudes de las que tenía naturalmente? Más adelante pediría al parcial que se lo preguntara al jart.
Por encima de mando y otros rangos estaba supervisión de mando. Al principio Olmy no entendía qué función cumplía supervisión de mando. Los individuos de este rango eran inmóviles, carecían de cuerpo y residían en un almacenamiento de memoria diferente del que guardaba a los ejecutores inactivos. Los jarts de supervisión de mando —si se podían llamar jarts— poseían una sola capacidad, la del razonamiento puro, y estaban totalmente adaptados a su tarea. Al parecer recababan información de todos los estratos, la examinaban, evaluaban las metas alcanzadas y la eficacia de las acciones y presentaban «recomendaciones» a mando.
En la tecnología cibernética jart, por lo que Olmy sabía, no había ningún programa artificial; todos los procesos eran realizados por mentalidades jarts que en algún momento habían ocupado cuerpos jarts naturales y originales. Por lejos que estuvieran de sus orígenes naturales, a pesar de las copias, modificaciones y adaptaciones, estas mentalidades siempre tenían un contacto con su memoria original. Era posible, pues, que hubiera jarts todavía activos que recordaran una época anterior a la ocupación de la Vía, que tal vez recordaran el mundo natal jart.
Si había existido un solo mundo natal.
Quizá los jarts no fueran una sola especie, sino una combinación de muchas, una síntesis de seres y culturas.
El único nivel que podía reproducirse de manera natural era mando. En la información no había ninguna impresión acerca del aspecto de mando. Olmy empezaba a comprender que el estudio de la fisiología jart era mucho menos importante de lo que habían creído los humanos.
Los jarts, aún más que los humanos, habían superado sus orígenes físicos, y en su mayoría habían sido consumidos por sus estructuras cibernéticas.
Pero Olmy admitía que si el Hexamon Infinito hubiera continuado su desarrollo, la sociedad humana habría terminado siendo cualitativamente no muy diferente de la jart. Todavía era posible; los neogeshels estaban empujando al Hexamon Terrestre hacia la recuperación de las viejas costumbres.
¿La libertad o la individualidad significaban algo en dicha cultura? También debía hacer esa pregunta.
En toda la información, Olmy no encontró nada que se pudiera considerar directamente estratégico: nada sobre las actividades jarts en la Vía, sobre sus socios comerciales (si los había) o sus objetivos últimos (también, si los había). Decidió que no era conveniente exigir esta información hasta que le pareciera oportuno brindar al jart datos similares.
Aquel intercambio de información era como una danza. Habían empezado con movimientos cautos que no habían tardado en acelerarse frenéticamente, y que quizá pronto se redujeran a un ritmo mesurado de ida y vuelta.
Por el momento, la cooperación era casi total. Olmy dudaba que durase, pues a fin de cuentas el jart tenía su misión, y tal vez sospechara que había transcurrido mucho tiempo.
Era preciso mantenerse alerta.
No hubo sensación física cuando la lanzadera despegó de la pista de Christchurch. Karen Farley Lanier cerró los ojos y escuchó las exclamaciones de los delegados, muchos de los cuales no habían volado hasta hacía unas semanas, y mucho menos viajado por el espacio. Pasarían siete horas en tránsito antes de atracar en la Piedra.
En
Thistledown
se corrigió. Sólo los viejos nativos se referían al asteroide en órbita como la Piedra.
Todavía esbelta, con el cabello rubio y entrecano, Karen tenía aspecto de ser madura pero no aparentaba sus sesenta y ocho años, sino unos cuarenta bien llevados. El orgullo que sentía por su apariencia y su buen estado había formado parte de su lucha contra la Muerte; inconscientemente entendía que si ella podía conservar el vigor y la juventud, entonces la Tierra podía recobrar su vitalidad. A veces se acusaba de autocomplacencia y vanidad, pero ¿de qué tenía que envanecerse? Hacía al menos cinco años que su esposo no alababa su aspecto; hacía tres años que no hacían el amor; ella no tenía tiempo ni temperamento para los amoríos.
La vida la había vuelto muy reservada, una especie de análogo emocional del homorfo Olmy.
La atmósfera de la lanzadera rebosaba de entusiasmo. Los delegados permanecían pegados a las troneras, abriendo los ojos. Al cabo de una hora y media, la novedad dejó de ser tal para algunos, que se cansaron de ver las estrellas y la Tierra. Karen miró el amplio interior blanco de la cabina. Como en la mayoría de las lanzaderas del Hexamon, los adornos parecían masa de pan blanco ingeniosamente modelada: divanes dispuestos casi al azar para conseguir el máximo provecho, todos capaces de adaptarse al cuerpo de sus ocupantes; opacidad donde no hacían falta ventanas, partes transparentes donde los pasajeros deseaban mirar hacia el exterior, luces donde un delegado leía un pequeño fajo de papeles (arcaico en aquel entorno) y sombra donde otro dormía.