Las siluetas largas y esbeltas de tres fallonaves —transportadas desde Axis Thoreau dos días antes, a través de los conductos de Thistledown— flotaban en relucientes soportes de tracción, como enormes husos oscuros.
Eran naves totalmente armadas, traídas como precaución. También se podían usar para explorar la Vía.
Korzenowski miró el ancho valle cilíndrico de la sexta cámara y sintió una añoranza que no podía analizar ni reprimir. La base sobre la cual se habían integrado todos sus parciales lo impregnaba ahora por entero. No protestó; algo andaba mal en él, pero no le impedía trabajar; en todo caso, lo volvía más brillante.
Para Olmy, el sueño nunca había sido lo mismo con implantaciones, y había cambiado aún más radicalmente desde que el jart lo controlaba.
El sueño no era necesario para un homorfo con implantaciones. Su mente procesaba las experiencias y los recuerdos —y el relajamiento y el juego de un subconsciente saturado— durante la vigilia, pues estas actividades se asignaban a mentalidades sustitutas dentro de las implantaciones. El esfuerzo consciente de Olmy podía continuar sin pausa mientras una mentalidad paralela «dormía» y soñaba. La mentalidad podía luego refinar y filtrar el contenido mental subconsciente de Olmy.
El proceso se había perfeccionado a través de los siglos.
Los sueños de Olmy eran intensos, tan reales como experiencias de vigilia, como vivir en otro universo con reglas diferentes y cambiantes; pero no tenía acceso a ellos a menos que lo deseara. Cumplían su propósito sin que él fuera necesariamente consciente. Con el tiempo, al cabo de cinco o seis años, los contenidos oníricos eran purgados o comprimidos en su implantación personal, y confiados a la memoria personal externa o borrados. Olmy solía borrar esos contenidos. No le gustaba experimentar sus propios sueños, y rara vez lo hacía a menos que pensara que contenían la solución a una dificultad personal apremiante.
Ahora, sin embargo, la mentalidad jart ocupaba todo el espacio de implantación disponible de Olmy. Aun cuando estaba al mando, Olmy había tenido que reasignar procesos subconscientes a su centro natural, a su mentalidad primaria.
Había tenido la opción de dormir y soñar naturalmente o bien filtrar experiencias oníricas de vigilia. Antes del triunfo del jart, había escogido lo segundo. Dormir despierto planteaba pocos problemas; tenía suficiente disciplina mental para no distraerse.
Ahora, sin embargo, el jart controlaba y manipulaba no sólo las implantaciones sino sus rutinas primarias conscientes y subconscientes, las actividades que se desarrollaban dentro de su cerebro orgánico. Con frecuencia el yo primario de Olmy entraba abruptamente en el mundo onírico.
Era un ámbito lleno de monstruos. El subconsciente, todos los agentes y rutinas que manejaban las reacciones automáticas, estaba en un estado lamentable. Olmy podía estar tranquilo conscientemente, pero su yo fundamental sentía terror, impotencia y pánico.
A menudo, cuando el jart no necesitaba su atención inmediata, Olmy debía recorrer ese paisaje onírico como el personaje de una biocrónica de mala calidad.
Obligado a afrontar sus sueños, Olmy encontraba fallos de carácter que socavaban aún más su ya baja moral. (¿Por qué no había tratado esos defectos con terapia talsit u otro método décadas o siglos antes? Tal vez no habría tomado la desastrosa decisión de tragarse al jart si hubiera sido plenamente racional.) En sus sueños, encontraba reiteradamente impulsos suicidas y tenía que combatirlos: criaturitas semejantes a insectos que amenazaban con devorarle las extremidades o arrancarle la cabeza de una dentellada.
A veces necesitaba todo su coraje y voluntad para sobrevivir hasta que el jart permitía que su conciencia tuviera acceso al mundo exterior.
Con el tiempo, se preguntó si el jart lo sometía conscientemente a esa tortura en una especie de venganza, ahogándolo en su propia mente, tal como el jart había tenido que ahogarse en sus pensamientos hasta caer en estasis atemporal.
Pero no tenía pruebas de que el jart fuera cruel o vengativo. Simplemente necesitaba la mente de Olmy para buscar información, o para representar su farsa como ser humano.
Cuando su personalidad estaba en primer plano y en apariencia controlaba su cuerpo, no podía seguir ningún plan ni impulso a menos que el jart lo aprobara.
Hasta ahora el jart no había tropezado con ninguna de esas trampas algorítmicas que los matarían a ambos.
Ni siquiera Olmy sabía dónde estaban; el parcial había logrado borrarse antes de la rendición de Olmy —el único fallo del jart hasta ahora— y sólo el parcial conocía la posición y la índole de las trampas.
El jart, tras cerciorarse de que su posición era segura, comenzó a dar a Olmy más control, y a actuar cada vez más como un jinete a caballo en vez de como un titiritero. Por primera vez expresó sus deseos en forma de exigencias, en vez de obligarlo a actuar.
Debemos hablar con Korzenowski. Estar disponibles para la reapertura.
—Primero abrirán una conexión de prueba —explicó Olmy—. Sería mejor esperar a la reapertura final. Y sería mejor aún que no nos vieran en público.
El jart reflexionó. Ambos trabajamos «contra reloj», ¿verdad, colega ejecutor? Debemos actuar deprisa. El riesgo de una exposición prematura no es mayor que el nesgo de tropezar con tus trampas. En cuanto haga su apertura de prueba, Korzenowski puede tener muchas dificultades para cerrar la Vía.
La maquinaria de la sexta cámara había sido revisada y aprobada, y reparada o reemplazada allí donde había hecho falta. Diez mil humanos corpóreos, unos setenta mil parciales y un sinfín de robots y remotos habían realizado su trabajo a la perfección durante las últimas semanas, bajo la dirección de Korzenowski. Pronto realizarían la gran prueba.
En las horas previas a la primera conexión, el Ingeniero descansaba en su aposento esférico, adherido a la pared del conducto como un capullo. Estaba al borde del agotamiento físico y mental. Ni siquiera dividiéndose en una docena de parciales podía aligerar la carga que sobrellevaba. Había sentido antes ese peso, y en cierto sentido lo exaltaba, pero también tenía su parte amarga.
En otra época, los abrepuertas de la Vía habían recurrido al autodominio psicológico. El ropaje ceremonial que envolvía los deberes del abrepuertas servía como recordatorio de que una mente obnubilada o desconcentrada no podía usar bien una clavícula.
Pero la mente de Korzenowski era un torbellino, y se disponía a usar toda la sexta cámara —de hecho, toda Thistledown— como clavícula, para abrir algo parecido a una puerta enorme.
Se arrebujó en la túnica roja, descansando dentro de un tubo de líneas de campo de sueño. Con los ojos cerrados, liberó una nubécula de talsit. El último talsit auténtico del Hexamon Terrestre, por lo que él sabía. La sesión no duraría el tiempo suficiente para despejar sus pensamientos del todo, pero le ayudaría. La niebla llenó el campo de sueño y él inhaló profundamente, con regularidad, dejando que las diminutas partículas penetraran en los pulmones, en la piel, limpiando, corrigiendo, sanando.
—Ser Korzenowski.
Abrió los ojos. A través de la neblina talsit vio a un hombre que flotaba en las cercanías. La esfera estaba cerrada, y nadie podía entrar sin que el monitor lo detectase. Se estiró, apartando los últimos jirones.
De nuevo Olmy. La apariencia de su amigo sorprendió a Korzenowski: tenía un aspecto desaliñado, los ojos desencajados, y olía como un homorfo mal cuidado; también olía a miedo. Korzenowski arrugó la nariz.
—Te habría invitado a entrar —dijo—. No es necesario que entres como un ladrón.
—Nadie sabe que estoy aquí.
—¿Por qué te ocultas?
Olmy se encogió de hombros. Korzenowski notó que no llevaba su píctor.
—Hemos sido amigos íntimos, y aún más que eso, durante mucho tiempo.
Korzenowski se estiró y se apoyó en un débil campo de tracción. La repentina incomodidad que sentía era rara; siempre habían disfrutado de la mutua compañía.
—Siempre has confiado en mi juicio, en mí. Y yo siempre he confiado en ti.
Al Ingeniero no le gustaba aquella conversación. Olmy parecía disperso, trémulo.
—Sí.
—Me gustaría hacerle una petición inusual; se trata de algo que el Hexamon quizá desapruebe. Ahora no puedo explicarte todas las razones, pero creo que tendrás muchos problemas al abrir un enlace de prueba con la Vía.
—Mi viejo amigo, espero problemas.
—No como éste. He estado investigando, recabando información sobre los jarts. Creo que he encontrado un modo de impedir que se presenten problemas aún mayores cuando completemos la reapertura. Incluso puede ser de ayuda para la prueba. Te pido que envíes un mensaje por la Vía, por el enlace de prueba.
—¿Un mensaje para los jarts? Olmy asintió.
—¿Qué clase de mensaje?
—No puedo decírtelo. Korzenowski hizo una mueca.
—La confianza tiene sus límites, Olmy.
—Es necesario. Podría salvarnos de una batalla espantosa.
—¿Qué has averiguado que pueda salvarnos a todos? Olmy sacudió la cabeza.
—No puedo hacer algo tan insólito con tan pocas explicaciones —dijo Korzenowski.
—¿Alguna vez te he pedido algo?
—No.
—Esto puede ser primitivo e impertinente, Konrad, pero me debes un favor.
—Muy primitivo —convino Korzenowski. Por un instante, sintió la urgente necesidad de llamar a Seguridad. La necesidad pasó, pero no su sensación de inquietud.
—Debes creerme: esto es muy importante, y no puedo explicártelo ahora.
Korzenowski miró al hombre que había salvado su vida y dispuesto su resurrección.
—Tienes privilegios únicos en esta comunidad —dijo—. Pero, como has dicho, nunca te has aprovechado de ellos... ni de mí. ¿Qué clase de mensaje es?
Olmy le dio un bloque de memoria.
—Está registrado aquí, en un código que los jarts pueden entender.
—¿Un mensaje directo a los jarts? —Korzenowski no podía concebir que Olmy los traicionara, pero la idea no dejaba de chocarle—. ¿Una advertencia?
—Considéralo una invitación a la paz.
—¿Juegas a la diplomacia con el peor enemigo al que nos hemos enfrentado? ¿El presidente o el jefe de Defensa de Thistledown saben algo de esto?
Olmy se negó a decir más.
—Te pregunto una sola cosa. ¿Esto pondrá en peligro la reapertura?
—Los juramentos solemnes también son anticuados. Te doy mi palabra de honor de que esto no pondrá en peligro la reapertura. Puede garantizar su éxito.
Korzenowski aceptó el bloque de memoria, preguntándose si habría alguna manera rápida de enterarse de su contenido. Conociendo a Olmy, tal vez no.
—Lo transmitiré por el enlace con una condición: que me expliques, muy pronto, qué te propones, qué te ha sucedido. Olmy asintió.
—¿Dónde puedo comunicarme contigo?
—Estaré en la apertura del enlace de prueba. Parren Siliom me ha invitado.
—Los observadores neogeshels quieren mantenernos vigilados a todos. Yo preferiría no tener público.
—Son tiempos difíciles para todos nosotros.
Korzenowski se guardó el bloque en el bolsillo de la túnica. Olmy le tendió la mano y el Ingeniero se la estrechó. Luego Olmy abandonó el pequeño recinto.
¿Transmitirá el mensaje?
, pregunto el jart cuando salían del conducto.
—Sí —respondió Olmy—. Maldito seas, ojalá te pudras en un infierno jart.
La voz interna del jart parecía tenida de pena. Somos como hermanos, pero no nos tenemos confianza.
—En absoluto —dijo Olmy.
¿Aún no comprendes la urgencia de mi misión?
—Aún no me has convencido.
No sé qué encontrarán los humanos cuando reabran la Vía... pero quizá no sea agradable.
—Están preparados.
Tu apasionamiento es extraño. No puedo causar ningún daño a tu especie. Llevas el mensaje de mando descendiente. Ése es el mensaje que transmitirá tu amigo: que no sois enemigos, que no debéis ser enemigos.
En su último día en la Tierra, Lanier cortó leña para la estufa —más un adorno que una necesidad— y disfrutó del trabajo físico. La inserción de la cuña de hierro y el sólido golpe del martillo. Amontonar los leños. Ritos sólidos, extenuantes, apremiantes, y antiguos.
Había observado a Karen horneando pan, y por la tarde probó una rebanada de una hogaza fresca.
—Hoy quedo libre de mis pequeños ayudantes —dijo, señalando una marca en un calendario de pared. Todos sus remotos médicos internos ya se habrían disuelto.
—Deberías llamar a Christchurch para pedir otro chequeo —dijo Karen, siguiéndolo con sus ojos verdes.
—No me quieren quitar la implantación —le dijo Lanier—. Mientras no acepten eso, boicotearé la pequeña tiranía médica de Ras Mishiney.
Ella sonrió.
Obviamente no estaba de acuerdo, pero no quería discutir más.
—Está bueno el pan —dijo él, calzándose las botas, regocijándose en la musculatura que había descubierto cortando leña—. Alegra el mundo entero con su olor.
—Es una vieja receta inglesa, con algunas mejoras de Hunan —dijo Karen, sacando otra hogaza del horno—. Mi madre lo llamaba el «pan de las cuatro unidades». —Dejó la hogaza en una repisa—. ¿Vas a caminar?
Él asintió.
—Necesito estirarme y enfriarme después de esa faena, Karen. ¿Quieres venir?
—Me faltan cuatro hogazas más —dijo ella, cogiéndolo del brazo y besándole la mejilla. Le acarició la barba crecida y canosa con una mano solícita—. Puedes ir. Tendré la cena preparada cuando regreses.
Lanier cogió el sendero del fondo y se internó en un viejo bosque de coniferas que había logrado sobrevivir a las talas del siglo XX. Los tupidos helechos y la creciente techumbre de ramas arrojaban una sombra verdosa con retazos de sol. Revoloteaban pájaros en medio de la espesura.
Había caminado dos kilómetros cuando sintió una debilidad en el flanco derecho. Caminando unos metros más, notó un aturdimiento acompañado por un hormigueo sordo. Sintió la humedad del sudor en las axilas y se apoyó en el bastón. Le temblaban las piernas. Cuando ya no pudo tenerse en pie, se sentó en un tocón mohoso.
Lado derecho. Izquierda del cerebro. Se había producido una nueva hemorragia en el hemisferio izquierdo del cerebro.
—Tenía a mis pequeños ayudantes —dijo, con una voz de dolor aguda e infantil—. Tienen que haberme arreglado. Esto no debería suceder.