A medianoche, sin embargo, vio el penacho violáceo de los motores Beckman elevándose en el horizonte como el haz de unos faros. Se disipaba a poca distancia del horizonte, lo cual significaba que era enorme, de decenas de miles de kilómetros de longitud. No sabía qué significaba; quizá fuera el fulgor de muerte de Thistledown, pero aún faltaba para eso.
Sentada en una silla del balcón, abrigada con un jersey, miró el paisaje iluminado de Melbourne; sostenía con ambas manos una taza de cerámica y temblaba, no sólo de frío, sino porque había tomado demasiado café.
Sabía que estaba deshecha. Quizás algún día pudiera rehacerse, realizar su propia Recuperación, tal vez convertirse en un ser humano completo; pero por el momento el telón estaba bajo y estaban reordenando la utilería en el escenario. Lo que saliera a continuación a las candilejas podía ser una nueva Karen Farley Lanier, o simplemente una corrección de la vieja; en todo caso, esperaba tener más éxito. Andia podría ayudarla, pero mientras no viera que realmente tenía una hija, ella sería tan irreal y fantasmagórica como el cielo nocturno.
El penacho parecía alargarse. Karen comprendió entonces que la Tierra estaba girando, presentando Thistledown a la vista, si todavía existía.
No había tenido más contactos con Garry. Comenzó a preguntarse si no había sido un efecto del exceso de tensión, pero una voz interior le aseguró que la experiencia había sido real; era Garry.
Sólo eso podía darle fuerzas. Si los poderes que respaldaban a Mirsky habían salvado a su esposo, o le habían dado una existencia alternativa más allá de la muerte, tal vez todo saliera bien a pesar de todo. Quizá su vida, por trivial que fuera en el curso de los milenios y a una escala de siglos-luz, tuviera alguna utilidad, mereciera continuarse.
Aunque no para siempre.
Garry, a pesar de sus dudas finales, le había dejado esto: que la edad, la muerte y el cambio eran naturales, incluso necesarios, si no para los ciudadanos de Hexamon, al menos para aquellos humanos que no habían visto la lenta evolución de la vida a través de los siglos.
Algún día se permitiría envejecer y morir. Sonrió, pensando en lo que diría Ram Kikura.
Algo se elevó al noreste, en el extremo del penacho violáceo: una cosa brillante que se parecía menos a Thistledown que a una exhibición distante de fuegos artificiales.
De pronto resplandeció como un sol y bañó Melbourne con la luz de una luna de verano. Con la taza enganchada en el dedo, Karen alzó el brazo para cubrirse los ojos y se golpeó la oreja. La taza cayó en el porche de cemento y se hizo añicos.
Maldiciendo en inglés y en chino, se levantó de la silla, abrió la puerta de corredera y entró en el cuarto de baño. Se miró sin verse en el espejo, el rostro oculto por un borrón de bordes rojos y verdes.
El fogonazo había sido silencioso. No había ruidos en el hotel, y hasta la algarabía de los disturbios había cesado. Cuando recobró la visión, miró por la puerta del cuarto de baño. El cielo estaba oscuro. Salió cautelosamente al balcón, cubriéndose los ojos por si acaso, y miró el sitio donde antes estaba Thistledown. El penacho aún relucía en la negrura; a unos grados de distancia, lo único que quedaba de Thistledown era una esfera roja y turbulenta del tamaño de una uña.
Parren Siliom sintió el ruido rechinante antes de oírlo. Sacudió las anclas y cables de los edificios colgantes haciendo vibrar el suelo; le dolieron los huesos.
Un remoto de la sexta cámara transmitió sus impresiones.
El conducto norte que llevaba a la séptima cámara escupía un chorro blanco y verde. El chorro crecía a lo largo del eje de la cámara, propagándose al atravesar sus treinta kilómetros de longitud. Los ojos del remoto localizaron el chorro en el casquete sur, donde irradiaba brillantes anillos violáceos y azulados.
La maquinaria de la sexta cámara ya no funcionaba. El remoto examinó la cámara. El suelo del valle parecía sacudirse, pero no era posible. El ruido y la vibración habrían sido mucho más violentos. Depósitos de maquinaria de decenas de kilómetros de anchura formaban glóbulos y se elevaban hacia el eje como pompas de jabón. Eso tampoco tenía sentido.
El ruido se intensificó. El casquete norte se desprendió del centro como un plato de cristal alcanzado por un balazo. Astillas radiales de roca y metal saltaron del casquete y se retorcieron debido a la tensión de su rotación centrífuga desigual. Con lentitud onírica, cayeron hacia el suelo del valle, causando estragos, abriendo en el casquete grietas por donde la roja roca fundida se desparramó por la cámara en hermosas espirales irregulares.
El remoto captó una imagen momentánea de todo esto antes de que el casquete se derrumbara y la onda de choque recorriera el suelo del valle, cubriéndolo todo de polvo y humo y poniendo fin a la transmisión.
El final de Thistledown avanza hacia mí, pensó Parren Siliom.
El remoto de la quinta cámara observó montañas y ríos herrumbrosos y distorsionados, como vistos en un espejo ondulado. El casquete norte se despedazó, pero no hubo derramamiento de roca fundida; el aire de la cámara se nubló de golpe. Este remoto también dejó de transmitir.
En la cuarta cámara, los ojos y oídos artificiales del presidente detectaron que el rumor crecía hasta volverse ensordecedor, sacudiendo los árboles de los bosques, haciendo hervir ríos y lagos.
Sin duda la sexta cámara había desaparecido, y eso significaba que no habría más frenos inerciales en Thistledown. Si el asteroide sufría una sacudida brusca, las ciudades de la segunda cámara y de la tercera se derrumbarían como castillos de juguete.
Parren Siliom pudo ver su propia muerte, pues, minutos antes de que le llegara. No presenciaría la conclusión de este último episodio de la historia de Thistledown.
Korzenowski sabía que el pliegue se había formado y sacudido las primeras cámaras de Thistledown. La fuerza de este impacto torcería el asteroide como si fuera un trozo de madera en un torno. La torsión se invertiría en algún punto, cuando el pliegue iniciara su trayecto por la Vía, y eso destruiría todo el interior de Thistledown.
Lo veía una y otra vez con febril claridad; sus implantaciones creaban versiones realistas de la destrucción de la nave asteroide con dolorosa persistencia. Algo cercano a la culpa lo obligaba a prestar atención, a imaginar la destrucción con la mayor precisión posible.
Pues él era su responsable directo. Él había construido la Vía. Él había clavado una astilla en el dedo de Dios.
Hacía cinco horas que viajaban. Ry Oyu flotaba cerca de la proa, con el rostro tranquilo.
La fallonave tembló. Olmy pidió una imagen de los miles de kilómetros que tenía por delante. Vio retazos cuadrados flotando a un kilómetro de la Vía.
Nos aproximamos a una estación de la falla
, le advirtió el jart.
Inicia la desaceleración.
Olmy aplicó las grapas marcha atrás, lo que arrancó a la falla un chisporroteo verde. Cuando al fin se detuvieran, habrían viajado unos cinco millones de kilómetros; la estación estaba probablemente donde el jart había previsto.
—Llegaremos a una estación dentro de cuatro horas —le comunicó al Ingeniero.
El jart se hizo cargo y comenzó a enviar señales por los transmisores de frecuencia radial de la nave.
La pantalla de Ram Kikura mostraba Thistledown girando como un trompo gigante que cobraba impulso y lo perdía. El tercio septentrional del asteroide había estallado y formaba un abanico rojo y resplandeciente en torno de la masa restante.
La lanzadera de Hoffman no había sufrido daños, le habían informado unos instantes antes; se habían interrumpido las comunicaciones para que todos los canales quedaran disponibles para las señales oficiales del Hexamon. La destrucción de Thistledown no tendría consecuencias para la Tierra ni para los distritos orbitales, al margen de algunos viejos nativos momentáneamente enceguecidos por el primer fogonazo.
Se levantó y caminó por el apartamento, sin poder apartarse de la pantalla.
¿Y ahora qué? ¿Cuánto falta para que...?
Un embudo semejante a la boca de una trompeta enorme surgió de la oscuridad delante de Thistledown. Se ondulaba como una anémona, y no tenía las cualidades de la Vía; acababa de nacer algo mucho más ominoso, un agujero negro restringido, algo nunca visto en aquel universo. La nave estelar comenzó a desplazarse hacia la campana oscura. Eso implicaba aceleraciones tremendas.
La aceleración a tirones hacia el embudo partió la nave estelar a lo largo de sus paredes más delgadas con precisión quirúrgica.
Fuerzas huracanadas partieron el asteroide en segmentos a lo ancho, como si un cuchillo gigante lo cortara como un pastel; cada porción correspondía a una cámara interna.
Thistledown expulsó un borbotón de aire, agua y roca —roca fundida desde el extremo norte— acompañado por desechos polvorientos que sólo podían ser los fragmentos de montañas, bosques, ciudades. Las ruinas de Thistledown se precipitaron hacia el embudo, para surgir en ninguna parte, yendo a ninguna parte, creando en este universo un déficit de billones de toneladas que tenía que compensarse de alguna manera.
Desde el complejo dominio del superespacio hasta los remotos confines de este universo, se producirían filtraciones espontáneas y compensatorias de energía pura que sumarían exactamente la masa de Thistledown, para que las cuentas se equilibraran. Era probable que las filtraciones estuvieran tan desperdigadas que ni una de ellas —aunque se contaran por miles de millones— se produjera cerca de una estrella, y mucho menos de un planeta. Aun así, durante miles, quizá millones de años, diminutos borbotones de rayos gamma desconcertarían a los astrónomos humanos y no humanos. ¿Y quién adivinaría su origen?
Tal vez nadie.
Ram Kikura miró la pantalla varios minutos después de la desaparición de Thistledown. El embudo tenía ahora el aspecto de un anillo de polvo y escombros arremolinados, más oscuro contra las estrellas.
Luego la campana se cerró como una flor preparándose para una larga noche.
La Vía había iniciado su largo y violento suicidio.
La estación jart, desde aquella perspectiva, era como un enorme triángulo negro conectado a la falla, de bordes oscuros, relampagueantes e irisados. Korzenowski y Ry Oyu miraban cómo Olmy trabajaba concentrado en la consola; sabían que el jart dirigía la orquesta, intentando ejecutar la música adecuada para neutralizar las defensas.
—Aquí ha habido muchísima actividad —dijo Olmy.
Korzenowski miró la información de los sensores; las puertas se habían abierto docenas de veces doscientos kilómetros más adelante. Al parecer, las habían abierto en una latitud que rodeaba la estación jart. Mirando a Ry Oyu, el Ingeniero sacó su clavícula.
—Esto es una pila geométrica —dijo—. Estamos muy cerca del lugar donde Patricia Vasquez abrió su puerta.
—El plasma estelar debió cerrarla por fusión —dijo Olmy.
—Habría dejado un rastro... algo que los jarts podrían haber detectado —dijo Korzenowski—. ¿Fue así? Olmy consultó al jart.
—Tienen esa facultad.
—Podrían haber encontrado los rastros de una puerta en las pilas geométricas, algo demasiado insólito como para pasarlo por alto. —Korzenowski sacudió la cabeza—. Tal vez Patricia no tuvo mucho tiempo, lo lograra o no.
La entrada en un mundo poblado por humanos sería sumamente unípara supervisión de mando, dijo el jart dentro de Olmy.
—Pudieron encontrarla —le dijo Olmy a Ry Oyu—. ¿Fue así?
—No lo sé —dijo Ry Oyu—. Lamentablemente no conozco las respuestas a muchas preguntas. Nuestra tarea sería un poco más fácil si las conociera.
Korzenowski buscó más detalles a medida que se aproximaban. Cuatro puertas permanecían abiertas, aunque ahora había poca actividad en ellas.
El triángulo llenaba todo cuanto veían.
El Ingeniero notó un cambio repentino, tal vez el paso por un campo de tracción, o la suspensión de la amortiguación inercial de la fallonave.
La fallonave entró en el triángulo oscuro de la estación como una lanza deslizándose lentamente en un estanque negro. Más allá había más oscuridad, como si el estanque fuera de pintura negra, y absorbiera toda la luz, toda la información.
El jart de Olmy ignoraba qué los aguardaba. Las cosas habían cambiado desde su captura, y pocos elementos le resultaban familiares, incluido el diseño de la estación.
Ry Oyu se aproximó a Korzenowski.
—Ésta es la zona donde debería encontrar el mundo de Patricia —dijo—. Si tengo la oportunidad de cumplir mis obligaciones con ella, necesitaré copiar su Misterio. No llevaban el equipo necesario.
—¿Cómo? —preguntó Korzenowski.
—Tengo el poder de hacer esto. Cierra los ojos, por favor.
El abrepuertas ni siquiera lo tocó. Korzenowski sintió una tibieza que se difundía por su cabeza y su cuerpo, lo contrario de un cosquilleo, y todo terminó. Korzenowski abrió los ojos. No notaba ninguna diferencia.
—Sólo es una copia —murmuró Ry Oyu.
La oscuridad de proa se entreabrió y vieron un segmento de la Vía de unos trescientos kilómetros de longitud. Un escamoso resplandor negro de cincuenta kilómetros de diámetro bloqueaba el segmento. Las paredes de la Vía que conducían a esta formación eran rígidas, inmutables.
No nos dejarán pasar, le dijo el jart a Olmy. Eso es una barrera, para proteger a
individuos de mando.
Olmy desaceleró hasta llegar a pocos cientos de kilómetros por hora.
¿Una recepción?
, le preguntó al jart.
Es algo inusitado que los individuos de mando vengan tan al «sur».
La fallonave se arrastraba hacia el norte, hacia la forma negra. Líneas verdes nacían del centro de la forma y trazaban arcos elegantes hacia la circunferencia de la Vía.
—Creo que nos han visto —dijo Olmy.
Los arcos se elevaron y les rodearon. Docenas de burbujas transparentes de un metro y medio de diámetro, cada cual con un diminuto borrón negro y líquido, se deslizaron hacia la fallonave a lo largo de las líneas verdes.
—Campos de tracción, o su equivalente —dijo Korzenowski—. ¿Saben comunicarse con nosotros?
—No conocen ninguna de nuestras lenguas —dijo Olmy. Una voz salió de la consola.
—Damos la bienvenida a los representantes de mando descendiente. Por favor aceptad el paso de nuestros vehículos de transporte.